JULIÁN
MARÍAS
Conferencia pronunciada
en la “Casa de Cultura” de Soria, dentro del programa del IV Curso de Estudios
Hispánicos, en el verano de 1975, publicada, en 1976, con motivo del Centenario
de su nacimiento. Centro de Estudios Sorianos (CSIC), 2007.
LA
EXPERIENCIA DE LA VIDA EN ANTONIO MACHADO
Estamos celebrando el centenario del nacimiento de
Antonio Machado. Hay algo interesante. Un centenario es uno de las cosas más
frías de este mundo. Sin embargo, la pasión que acompaña a los centenarios de
la generación del 98 es algo que prueba que no se trata de hombres pasados,
sino que se trata de hombres presentes: son el comienzo de nuestra época; el
comienzo de nuestro tiempo. Son los más viejos de nuestros contemporáneos. El
hecho de que hayan muerto ya, casi todos ellos, y digo casi todos porque aún
queda vivo D. Vicente García de Diego, soriano, nacido el año 1878, si no me
equivoco el último año de la generación del 98, según mis cuentas; el hecho,
digo, de que hayan muerto casi todos, no quiere decir que no estén vivos, como
autores, como escritores, como parte integrante de la realidad española, están
plenamente vivos.
En el caso
de Antonio Machado, la dignidad sin mancha de su figura, su modesta valentía
civil, el haber puesto su vida entera, sencillamente, a la carta de la
libertad, el haber hecho la poesía más auténtica de nuestras letras
contemporáneas, hace que todos nos sintamos personalmente afectados; hace que
haya un toque de pasión, pasión que me agrada profundamente, al celebrar su
centenario. Y digo que me agrada porque aunque soy hombre de teoría, hombre de
pensamiento, ustedes saben lo que dice el refrán español: “La pasión no quita
el conocimiento.
Voy a
tratar de hablarles a ustedes de un tema que me llega muy de cerca: “LA
EXPERIENCIA DE LA VIDA EN ANTONIO MACHADO”.
Los
lectores de Antonio Machado han sentido desde antiguo que al lado de la poesía,
tal vez soterrada, había otra cosa. Algún sentido oculto, un conocimiento más o
menos expreso, o que luchaba por expresarse, una intención que iba más allá del
lirismo, que a veces lo potenciaba y otras parecía amenazarlo o disminuirlo.
Desde luego cuando Machado escribía en prosa; pero también en cierto tipo de
poemas aforísticos, sentenciosos, crípticos, con frecuencia irónicos, donde se
quedaba temblando detrás de la última rima no se sabe qué misterio que no era
el de la poesía misma.
No fue
difícil pensar en la filosofía. Antonio Machado habla de ella innumerables
veces; sus devociones eran con frecuencia filosóficas, y a menudo las invocaba;
estudió filosofía, incluso la cursó en la Facultad de Madrid; antes había
seguido un curso de Henriy Bergson, el mayor filósofo francés de nuestro siglo,
en el Collège de France, durante su estancia en París entre 1910 y 1911. Los
nombres de los clásicos de la filosofía aparecen con extraña frecuencia en sus
escritos, y no era raro que se deslicen en sus versos: Platón, Leibniz, Kant,
Schopenhauer, Nietzsche, Scheler, Heidegger, Unamuno, Ortega, tantos más.
Inventa metafísicos que serán sus “complementarios”; imagina títulos de libros
filosóficos que ellos escribieron, que sin duda Machado hubiera deseado
escribir. La filosofía parece ocupación continua –y sin duda virtuosa- del
solitario de Baeza, Segovia, Madrid o Rocafort, quien sabe si hasta del
últimamente solo –solo de todos y de todo- en la arribada forzosa del pequeño
hotel Quintana, ligero de equipaje, en la desnudez radical de las últimas
cuentas.
Se ha
pensado que la filosofía fue para él como la sombra del manzanillo y secó las
fuentes de su inspiración poética, y por eso escribió:
Poeta ayer, hoy triste y
pobre
filósofo trasnochado,
tengo en monedas de
cobre
el oro de ayer cambiado.
O bien que, al agotarse su capacidad de creación en la
poesía, se acogió a la filosofía como refugio y sucedáneo. Se ha señalado, en
todo caso, la coincidencia entre el descenso de la tensión creadora, gracias a
la cual manaba, sin aparente esfuerzo, la más intensa poesía de nuestro siglo,
y el incremento de la ocupación de Antonio Machado con la filosofía.
Desde otra
perspectiva, y partiendo de la evidencia de la genialidad de Machado, se ha
pensado que en su obra tenía que esconderse, latente quizás pero denunciada en
múltiples latidos, una filosofía. Y han sido muchos los que se han esforzado
por hallarla y formularla. Se han perseguido o adivinado influencias, se han
señalado coincidencias asombrosas, se ha admirado la profunda visión que en sus
escritos se encuentra de filósofos recientes y difíciles. Nada más tentador que
encontrar, tras el poeta, al filósofo; bucear en sus escritos y volver a la
superficie con una nueva filosofía reverberante.
***
Se
comprenderá fácilmente cuánto he sentido esa tentación; cuánto se hubiera
complacido mi vocación filosófica en hallar otra, pareja a la mía, en uno de
los hombres a quienes más he admirado en mi vida, de quien apenas puedo leer
una línea sin que resuene en toda mi alma, que me ha ayudado como pocos a
entender, que me ha servido muchas veces para decirme a mí mismo – la prueba
suprema de un escritor-.
Pero, buen
lector de Don Antonio desde la primera juventud, sus versos me andan por la
memoria y, lo que es más, enredados entre las telas del corazón y entrelazados
con la madeja de mis idas y venidas por el mundo, entremezclados con mis
pensamientos y mis convicciones. Y siempre he creído que en un solo verso nos
dio una soberana lección de moral intelectual – y de moral a secas -:
a distinguir me paro las voces de los ecos
Y he
aprendido hace ya muchos años a distinguir igualmente mis deseos de la
realidad. Los que han buscado la filosofía de Antonio Machado han vuelto con un
botín más bien pobre; y con frecuencia sus “hallazgos” no eran suyos – y no los
presentaba como hallazgos-.
Se ha dicho
–demasiado- que tenía una honda influencia de Heidegger, que lo conoció como
pocos, con singular hondura, pero hace veintidós años mostré cómo la exposición
que hizo del filósofo alemán no estaba en la lectura de Sein und Zeit (que sin duda no pude hacer) y publicado en Madrid[1].
Se ha especulado, por otra parte, sobre la posibilidad de que leyera los libros
de Max Scheler cuando se publicaron en Alemania, pero a la vez se ha olvidado
que sin duda leyó los que en traducción española publicó la Revista de
Occidente en el decenio anterior a la guerra civil. Se buscan en ocasiones
exóticas “fuentes” de algunos decires de Don Antonio, y no se tiene presente
que son alusiones muy directas, a veces paráfrasis a comentarios de textos de
Unamuno y Ortega que le eran muy familiares, de los que se nutría su espíritu,
como el de todos sus contemporáneos de lengua española.
Y respecto
a la perniciosa influencia de la filosofía sobre su poesía, o su función de
consuelo por su agotamiento –nuevo sentido del De consolatione philosophiae-, no está de más recordar dos o tres
hechos modestos pero significativos: el interés por la filosofía es antiguo en
Machado, según expresamente recuerda; el que asistiera a un curso de Bergson es
buena prueba de ello, y es algo que se sitúa en la fase ascendente de su
lírica; su devoción por Unamumno es muy antigua también, expresada ya al menos
en los primeros meses de 1904, sólo un año después de haber publicado
Soledades, su primer libro de versos; y le dice a Unamuno: “Hoy, después de
haber meditado mucho, he llegado a una afirmación; todos nuestros esfuerzos
deben tender hacia la luz, hacia la conciencia. He aquí el pensamiento que
debía unirnos a todos.” Y allí mismo aparece la imagen de “saltar las tapias
del corral”, que aplicará más adelante, y en verso, al “ave divina” –la
metafísica- trocada en pobre gallina por obra de las tijeras de Kant: “Yo, al
menos –escribe el joven Antonio a Don Miguel-, sería un ingrato si no
reconociera que a usted debo el haber saltado la tapia de mi corral o de mi
huerto.[2]
Y, sobre
todo, las “Coplas mundanas” antes citadas, donde compara el oro de ayer con las
monedas de cobre de hoy, el poeta que era con el “triste y pobre filósofo
trasnochado”, son de 1907; es decir, del final de la primera etapa de su
lírica, la de Soledades, galerías y otros poemas; anterior a toda la vida en
Soria, a su enamoramiento de Leonor, a su viudez, a su crisis espiritual;
anterior, por tanto, a la totalidad del maravilloso libro Campos de Castilla.
Después de escribir esos versos le quedaba a Machado su mejor oro, su más
intensa y auténtica poesía, aquella por la que perdura inmarcesible entre
nosotros.
El oro al
que Machado parece referirse es su juventud; se dirá que no tenía más de
treinta y cinco años; pero ocurre que todavía en su tiempo se pensaba que hacia
los treinta termina: aún quedaban los ecos de Espronceda y Núñez de Arce. Es
cierto que esto ya empezaba a no parecer verdad, que se adivinaba ya la
prolongación de la juventud. Si se lee con cuidado –como parece aconsejable- se
advierte en Machado el forcejeo entre la convicción tradicional y la nueva
evidencia; a continuación de la estrofa citada dice así:
Sin
placer y sin fortuna,
pasó
como una quimera
mi
juventud, la primera…
la
sola, no hay más que una;
la
de dentro es la de fuera.
Después de
decir que su juventud pasó, siente que se le ha ido la mano y rectifica: bueno,
la primera; pero en seguida insiste: no hay más que una. Y continúa explicando
de qué ese trata:
Pasó
como un torbellino,
bohemia y aborrascada,
harta de coplas y vino,
mi juventud bien amada.
Y hoy miro a las galerías
del recuerdo, para hacer
aleluyas de elegías
desconsoladas de ayer.
¡Adiós, lágrimas cantoras,
lágrimas que alegremente
brotabais, como en la fuente
las limpias aguas sonoras!
¡Buenas lágrimas vertidas
por un amor juvenil,
cual frescas lluvias caídas
sobre los campos de abril!
No canta ya el ruiseñor
de cierta noche serena;
sanamos del mal de amor
que sabe llorar sin pena.
Y concluye repitiendo –ahora transparente- la estrofa inicial:
Poeta
ayer, hoy triste y pobre
filósofo trasnochado,
tengo en monedas de cobre
el oro de ayer cambiado.
Nada tiene que ver esto con la sustitución
de la poesía por la filosofía. Se trata de una decepción, de la resaca de un
amor perdido. En otro poema del mismo libro, después de hablar de la ruina de
“la casa tan querida / donde habitaba ella”, hay estos versos, con una imagen
muy semejante a la del “triste y pobre filósofo trasnochado”:
La
luna está vertiendo
su
clara luz en sueños que platea
en
las ventanas. Mal vestido y triste,
voy
caminando por la calle vieja.
Y todo ello no es sino la glosa de una de
las más ceñidas y vibrantes poesías juveniles, “Yo voy soñando caminos…”, cuya
sustancia lírica condensa Machado en una copla andaluza partida en dos:
En el corazón tenía
la espina de una pasión;
logré arrancármela un día;
ya no siento el corazón.
Mi cantar vuelve a plañir;
“Aguda espina dorada,
quién te pudiera sentir
en el corazón elevada”.
El oro que Antonio Machado
llora en 1907 no es otro que el de la dorada espina amorosa que logró
arrancarse un día. No sabía que pronto había de clavársele otra vez que nunca
se había de arrancar; de cuya herida manaría siempre –con descansos, con
cansancios- poesía creadora.
***
No, creo
que no se puede encontrar en la obra de Machado una filosofía original, ni
siquiera una filosofía repensada y apropiada, que el poeta hiciera suya.
Tampoco hay intuiciones filosóficas coherentes, susceptibles de ser
conceptuadas y llevadas a plenitud, que han terminado por hacer un filósofo de
alguien que, como Unamuno, no pretendió serlo. Pero no puede desecharse la
evidencia de que en los escritos de Machado – y sobre todo en su poesía – hay
una forma sutil de saber, algo que podríamos llamar una doctrina. Algo que ha
nacido, sin duda, en presencia de estímulos filosóficos; que, por otra parte,
hubiera podido servir –podría servir todavía- como sustrato de una filosofía.
Hay algo
sumamente delicado y profundo en Antonio Machado, inseparable de su poesía pero
distinto de ella; una forma de saber irreductible, que no es filosofía. Hay
pensamiento en Machado, pero no pensamiento filosófico – o al menos no mucho ni
muy original -, sino pensamiento literario, porque la literatura es, qué duda
cabe, una forma de pensamiento que todavía no se ha estudiado adecuadamente.
Mejor dicho, no es una forma de pensamiento, sino varias posibles y muy
distintas. Aquella que corresponde a la obra de Machado ha podido parecer
filosofía, pero es otra cosa: experiencia
de la vida.
La
experiencia de la vida no puede reducirse a las “experiencias” que se han
tenido a lo largo de la vida, y es relativamente independiente de ellas. Se
puede tener muchas experiencias, y poca o ninguna experiencia de la vida, que,
en cambio, pueden poseer hombres o mujeres a los que les han pasado muy pocas
cosas. La experiencia de la vida es un saber superior, el que ha permitido al
hombre, durante siglos o milenios, “saber a qué atenerse”. Hace muchos años
escribía: “Al lado de la religión, y la magia, y las drogas, y el arte,
mezclada con todos ellos además, avanza interrogante otra de las grandes
potencias, de los grandes recursos que ayudan a la constitutiva menesterosidad
del hombre: la experiencia de la vida”.
En el
estudio que en 1959 dediqué a este tema enumeré algunos caracteres de ese saber
y traté de determinar las condiciones de su adquisición. Voy a recordar los
momentos capitales, y veremos hasta qué punto coinciden con lo que fue la
actitud y la biografía de Antonio Machado, de quien, por cierto, señalaba yo
allí cuánta experiencia de la vida comunica, “excepto cuando pretende
explicarla en prosa o versificarla en aforismos”. Con lo cual ya se ve que, en
mi opinión, está contenida sobre todo en su poesía, y especialmente en la que
no está perturbada por ningún propósito deliberadamente cognoscitivo.”
La vida es
singular, pero a la vez convivencial. Mi experiencia envuelve una referencia a
la de los demás, y esto la hace parcial, finita, limitada, y así cura de las
ilusiones absolutistas o solipsistas en que el hombre puede caer. A cierta
altura de la vida, el hombre siente que empieza a decantársele una experiencia
de ella, cuando se ha visto ya la espalda de las cosas. Pero esto significa
“estar de vuelta”, porque mientras se vive siempre se está de ida. Si hay
volver, es un paradójico “volver hacia delante”, de cada cosa hacia la vida
misma. La experiencia de la vida nace de la holgura en que se hacen esas
“retiradas” o balances vitales. Y consiste sobre todo en la vivencia del “ya
sé”, un extraño apriorismo respecto de cada experiencia, que basta con iniciar
o incoar. Por esto, en el límite, las experiencias resultan innecesarias: se
está “al cabo de la calle” (de la calle en que efectivamente se está, pero que
no hay que recorrer en su integridad). Y esta experiencia se adquiere en la
soledad a que se retira uno desde la convivencia.
Las otras
vidas son irreductibles: a toda cosa, porque no son cosas, y a mi vida, porque
cada una es única; pero la comunicación de las circunstancias me permite
“asistir” a las otras vidas y así participar de ellas en su mismidad, sin
reducirlas a nada ajeno.
Cuando el
hombre se “retira” a sí mismo –he escrito-, cuando de las cosas se retrae al drama
en que consiste, entonces hace la experiencia de su vida. Pero, entiéndase
bien, lejos de tenerla “en la mano”, y por tanto “dada”, se le presenta como
abierta y dilatada, inconclusa y en alguna manera imprevisible; es decir, hace
la experiencia de su inagotabilidad. Siente un regusto de eternidad, pero
pertenece a la misma experiencia que lo produce el llevar consigo el desengaño:
porque la vida no está conclusa, y significa inexorablemente la recaída en el
tiempo, el futuro, el proyecto sin el cual no es”. Por ello, la experiencia de
la vida consiste en no poder estar de vuelta de ella, porque no
tiene espalda.
La
experiencia de la vida es la forma no teórica de la razón vital, el “alvéolo”
dentro del cual ésta funciona. En este sentido, decía yo, se la podría
considerar como el subsuelo de la filosofía. Y éste es, si no me equivoco, el
ámbito en que se mueve el pensamiento literario, poético, de Antonio Machado.
No es filosofía, pero precisamente por eso resulta precioso para ella: es uno
de los ejemplos más intensos y puros en que la filosofía puede germinar y
constituirse en toda su radicalidad y rigor.
***
En el
primer estudio que dediqué a Antonio Machado, en 1949, advertí que el poeta
señala las cosas con un gesto tímido y sorprendido, que “hace entrar a la cosa
en el área de la vida del poeta – y por contagio simpático en la nuestra – y le
deja dar sus más propias reverberaciones, la carga de alusiones a posibles
actos vitales, apenas insinuados, que le confieren una densa virtualidad
poética. Las cosas están presentes en la poesía de Machado, pero no como meras
cosas, sino como realidades vividas, cubiertas de una pátina humana, como la
“verdinosa piedra” de sus fuentes o de sus viejos bancos de las plazas... y es
el lector el que, llevado de su mano, “realiza” su propia interpretación
poética de unos objetos que conservan así perenne frescura y un trasfondo de
intactas posibilidades. Y añadía algo esencial: “Por esto, Machado tiende a
dar, en apunte levísimo, una situación o escenario en que se han de vivificar
todas las alusiones, que prepara ya el sentido y el tono del poema, y da así el
punto de vista desde el cual ha de ser vivido.” Y daba numerosos ejemplos de
tales escenarios o circunstancias en la poesía juvenil de Machado. Es lo que,
recogiendo una expresión del poeta, ha llamado Dámaso Alonso, muy bella y
sugestivamente, los “fanales” de la poesía de Antonio Machado. “Este
procedimiento de crear una circunstancialidad en el poema sirve para darle un
carácter vivido y prestar concreción a las cosas nombradas en él, que no son
objeto de una mera mención abstracta – como tal sin valor poético -, sino
denominadas y traídas así eficazmente a presencia.”
Es
asombrosa la precocidad del tema de la experiencia de la vida en Antonio
Machado. Desde los primeros poemas de Soledades –los olvidados, que Dámaso
Alonso recordó hace un cuarto de siglo, y los conservados en libros
posteriores-, encontramos tal experiencia. ¿Cómo –se dirá-, en plena juventud?
La experiencia virtual de la ficción o la poesía lo hace posible; y, más aún,
la vida ajena compartida y revivida.
En el poema
“El viajero”, con que Machado abrió definitivamente la colección de sus
poesías, encontramos la experiencia de la vida –ajena, la del hermano que
vuelve-, revivida, adivinada, recreada poéticamente, interpretada y expresada:
El rostro del hermano se ilumina
suavemente. ¿Floridos desengaños
dorados por la tarde que declina?
¿Ansias de vida nueva en nuevos
años?
¿Lamentará la juventud perdida?
lejos quedó –la pobre loba-
muerta.
¿La blanca juventud nunca vivida
teme, que ha de cantar ante su
puerta?
En el primer poema de Soledades, que se inicia ya con un
“escenario”:
Fue
una clara tarde, triste y soñolienta
del
lento verano,
se presenta la vuelta, el presente como pasado, el recuerdo,
el tiempo como sustancia de la vida:
La
fuente cantaba: ¿Te recuerda, hermano,
un
sueño lejano mi copla presente?...
Fue
una tarde lenta del lento verano.
Respondí
a la fuente:
No
recuerdo, hermana,
mas
sé que tu copla presente es lejana.
Y siempre el tema de la experiencia y los “balances”:
He
andado muchos caminos,
he
abierto muchas veredas.
O bien la contemplación, desde la edad adulta, de la niñez
superviviente:
¡Alegría
infantil en los rincones
de
las ciudades muertas!...
¡Y
algo nuestro de ayer, que todavía
vemos
vagar por estas calles viejas!
En Machado aparece, bien pronto, la expectativa que anticipa
la configuración de la vida entera:
Daba
el reloj las doce… y eran doce
golpes
de azada en tierra…
-¡Mi
hora! –grité-… El silencio
me
respondió: - No temas;
tú
no verás caer la última gota
que
en la clepsidra tiembla.
Dormirás
muchas horas todavía
sobre
la orilla vieja,
y
encontrarás una mañana pura
amarrada
tu barca a otra ribera.
Pero sin
conceptos, sin razonamientos, sólo mediante imágenes poéticas en que la vida es
revivida o previvida, comunicada en el temblor contagioso del metro y la rima.
Si quisiéramos “traducir” en términos conceptuales, resultaría una trivialidad;
se evaporaría la profundidad de al visión, el saber atesorado al vivir y
abandonarse a la vida; quedaría sólo un “aforismo” cortado, aislado de sus
raíces, de sus justificación; algo que, comparado con la filosofía, viene a ser
como el naranjo en maceta de que Machado tanto se dolía. Lo mismo podría
decirse de aquel brevísimo, esencial poema:
Al
borde del sendero un día nos sentamos.
Ya
nuestra vida es tiempo, y nuestra sola cuita
son
las desesperantes posturas que tomamos
para
aguardar… Mas ella no faltará a la cita.
Y cuando Machado siente la radical desorientación de la vida
humana, acudirá, no a conceptos, sino a imágenes vividas: el perro olvidado que
no tiene huella ni olfato, el niño que se pierde entre el gentío, el borracho
melancólico; así va él
siembre
buscando a Dios entre la niebla.
Y el
problema de la inmortalidad se le presenta, no como tal, no como una cuestión,
sino literalmente como una pregunta: aquella que se interroga al vivir,
precisamente por el sentido de eso que se hace hora tras hora:
¿Y
ha de morir contigo el mundo mago
donde
guarda el recuerdo
los
hálitos más puros de la vida,
la
blanca sombra del amor primero,
la
voz que fue a tu corazón, la mano
que
tú querías retener en sueños,
y
todos los amores
que
llegaron al alma, al hondo cielo?
¿Y
ha de dormir contigo el mundo tuyo,
la
vieja vida en orden tuyo y nuevo?
¿Los
yunques y crisoles de tu alma
laboran
para el polvo y para el viento?
Todos estos ejemplos son
del primer libro maduro de Machado, anteriores a 1907. Cuando entra en Soria,
hace una nueva y más radical experiencia de amor y de dolor – y de pertenencia,
de compartir una vida que es siempre otra –, no es que Machado pierda lirismo,
no es que se vuelva poeta descriptivo, “objetivo” o anecdótico. Al contrario:
su vida pierde un residuo de abstracción y se hace ligeramente concreta – y por
ello más poética-; adquiere plena circunstancialidad. Y surge la experiencia de
su propia vida en un lugar definido:
Yo en este viejo pueblo
paseando
solo, como un fantasma.
Y la experiencia de la
vida de los demás, con los cuales se siente en comunión fraterna: los viajeros
que cabalgan en pardos borriquillos, las “plebeyas figurillas /que el lienzo
de oro del ocaso manchan”, el hombre y la mujer que aran, mientras
bajo el pesado yugo,
pende un cesto de juncos
y retama,
que es la cuna de un
niño,
el viejo acurrucado junto al fuego, que tiembla y tose, la
vieja que hila, la niña que “cose verde ribete a su estameña grana”; la
nieve los envuelve, pero en medio de la escena invernal se desliza el futuro,
la anticipación de la vida por venir:
La niña piensa que en
los verdes prados
ha de correr con otras
doncellitas
en los día azules y
dorados,
cuando crecen las
blancas margaritas.
Y la historia entera: la
vida que pasa aquí y ahora: en Soria, en Castilla, en la ribera del Duero,
entre San Polo y San Saturio, junto a los álamos del amor. La vida de que
Antonio Machado tiene experiencia, cada vez es menos “la vida en general”;
va siendo esta, la mía, la de cada cual, circunstancial y única, destino
libremente aceptado, porque “nadie elige su amor.”
No he hecho más que
empezar. No he intentado más que mostrar un camino, dar algunas muestras de la
experiencia de la vida que, desde bien temprano, va destilando el corazón libre
y fiel de Antonio Machado, el saber delicado y profundo que nos legó, en esa
magia, ese encanto o hechizo de comunicación que es el carmen, el poema, esa
forma viviente que es capaz de transmigrar sin alterarse, sin perder su
temblor, de un alma a otra alma.
[1] Georges Gurvitch: Les tendances actuelles de la philosophie allemande, Paris, 1930
(trad. Española de Almela y Vives,
« Las tendencias actuales de la filosofía alemana”, M. Aguilar, Madrid,
1031) Véase mi artículo “Machado y Heidegger”, 1953 (reimpreso en Ensayos de
convivencia y en Obras, III), con un amplio cotejo de textos de Gurvitch y
Machado.
[2] Miguel de Unamuno, Cartas de jóvenes, 1904 (en Ensayos, V, Madrid, 1917).