ÍNDICE
1. Nuestro patriotismo y la marcha de Cádiz, 2 de mayo de 1908
2. Discurso Homenaje a Antonio Pérez de la Mata, 1910.
3.- Sobre Pedagogía, 1913.
4. Prólogo al libro de Manuel Hilario Ayuso, 1914
5. Francisco Giner de los Ríos, 1915
6. Discurso Antonio Machado, 5 octubre 1932.
2. Discurso Homenaje a Antonio Pérez de la Mata, 1910.
3.- Sobre Pedagogía, 1913.
4. Prólogo al libro de Manuel Hilario Ayuso, 1914
5. Francisco Giner de los Ríos, 1915
6. Discurso Antonio Machado, 5 octubre 1932.
NUESTRO
PATRIOTISMO Y LA MARCHA DE CÁDIZ
ANTONIO MACHADO
“La
prensa de Soria y el 2 de mayo de 1908”
2 de
mayo de 1908
Los
últimos años de vida española han cambiado profundamente nuestra psicología.
Acabamos de cosechar muy amargos frutos; y el recuerdo del reciente desastre
nacional, surge en nuestro espíritu como una nube negra que nos vela el épico
sol de otros días.
Tras
un largo periodo de profunda inconsciencia, en que no faltaron lauros para los
viejos héroes, ni patrióticas charangas, ni cantos de cuartel, perdimos – como todos sabéis – los preciosos restos de
nuestro imperio colonial. Fue este un golpe previsto por una minoría
inteligente y que sorprendió a los más. Imaginaos al pueblo español como a un
hombre que, inesperadamente, recibiera un fuerte garrotazo en la cabeza, cayera
a tierra sin sentido y al recobrarlo, se levantara preguntando: ¿Dónde estoy?
Comenzamos
a despertar y a mirar en torno nuestro. Acaso el golpe recibido nos pondrá en
contacto con nuestra conciencia.
Por
lo pronto, nuestro patriotismo ha cambiado de rumbo y de cauce. SABEMOS (1) ya
que no se puede vivir ni del esfuerzo, ni de la virtud, ni de la fortuna de
nuestros abuelos; que la misma vida parasitaria no puede nutrirse de cosa tan
inconsistente como el recuerdo; que las más remotas posibilidades del porvenir
distan menos de nosotros que las realidades muertas en nuestras manos. Luchamos
por libertarnos del culto supersticioso del pasado.
¿Nos
valió, acaso, el heroísmo de Castro y Palafox, defensores de Gerona y Zaragoza,
para salvar nuestro prestigio, en jornadas recientes que no quiero recordar?
¿Vendría en nuestra ayuda la tizona de Rodrigo, si tuviéramos que lidiar otra
vez con la misma? No creemos ya en los milagros de la leyenda heróica.
Somos
los hijos de una tierra pobre e ignorante, de una tierra donde todo está por
hacer. He aquí lo que SABEMOS (2).
Y preferimos esta triste verdad a las
estrofas fanfarronas de aquel poeta, que encarándose con España, le decía,
entre otras cosas:
...
porque indómitos y fieros,
saben
hacer tus vasallos
frenos
para sus caballos
de
los cetros extranjeros.
SABEMOS
(3) que esto no es verdad. Y cuando, en versos del mismo poeta, leemos:
... que no puede
esclavo ser
pueblo que sabe
morir...
sonreímos
amargamente pensando que, si nuestro pueblo no sabe otra cosa, será siempre
esclavo; porque la libertad se basa en la virtud contraria: en saber vivir,
precisamente en lo que pretenden ignorar esos vasallos indómitos y fieros.
SABEMOS
(4) que la patria no es una finca heredada de nuestros abuelos; buena no más
para ser defendida a la hora de la invasión extranjera. SABEMOS (5) que la
patria es algo que se hace constantemente y se conserva solo por la cultura y
el trabajo. El pueblo que la descuida o abandona, la pierde, aunque sepa morir.
SABEMOS (6) que no es patria el suelo que se pisa, sino el suelo que se labra;
que no basta vivir sobre él, sino para él; que allí donde no existe huella del
esfuerzo humano no hay patria, ni siquiera región, sino una tierra estéril, que
tanto puede ser nuestra como de los buitres o de las águilas que sobre ella se
ciernen. ¿Llamaréis patria a los
calcáreos montes, hoy desnudos y antaño cubiertos de espesos bosques, que
rodean esta vieja y noble ciudad? Eso es un pedazo del planeta por donde los
hombres han pasado, no para hacer patria, sino para deshacerla. No sois
patriotas pensando que algún día sabréis morir para defender esos pelados
cascotes; lo seréis acudiendo con el árbol o con la semilla, con la reja del
arado o con el pico del minero a esos parajes sombríos y desolados donde la
patria está por hacer.
Hoy
que removemos las nobles cenizas de los héroes de 1808, rindámosles el homenaje
serio y respetuoso que merecen. Ellos conservaron, a costa de su sangre, la
tierra que hoy debemos labrar. No insultemos su memoria con vanidosas
fanfarronadas, ni hagamos resurgir aquella profunda inconsciencia que, al son
de la marcha de Cádiz nos llevó a perder nuestras colonias. Convencidos de que
SABEMOS (7) morir – que ya es saber – procuremos ahora aprender a vivir, si
hemos de conservar lo poco que aún tenemos.
DISCURSO EN EL HOMENAJE A ANTONIO PÉREZ DE LA MATA
Tierra Soriana, nº 587, 4 de octubre de 1910
ANTONIO MACHADO
Hoy
recordamos la obra de un hombre que, después de rendir a la tierra su tributo,
merece los elogios de la posteridad. Quisiera yo haceros comprender toda la
fuerza mental que supone el dejar una huella en la memoria de las multitudes.
La humanidad tiene una capacidad para el recuerdo que se colma con unos cuantos
centenares de nombres y de hechos. Su capacidad para el olvido es infinita. Los tesoros de archivos y bibliotecas, donde
sacian su voracidad sabios y eruditos, son bien exiguos comparados con el
enorme caudal de humano esfuerzo que no alcanzó la consagración de la historia,
de la antología, del catálogo, de la siempre tradición de unas cuantas
generaciones. No penséis tampoco que aquellos valores espirituales que la
posteridad selecciona y consagra han de ser necesariamente los mayores. Todos
sabemos que la historia es algo que constantemente se altera y modifica. A
varias generaciones de hombres cultos y laboriosos pueden suceder otras tantas
generaciones de bárbaros que arruinen y entierren la obra de sus antepasados.
Conservamos fragmentos del Partenón, mas nada queda de la maravillosa Minerva
que esculpiera Fidias en marfil y oro para asombro de los siglos; los siglos no
pueden ya asombrarse de tamaño portento; en Milán fue destruida la estatua
ecuestre de Francisco Sforza, obra maestra de Leonardo de Vinci; buscaréis en
vano las opulentas bibliotecas que fundara Abd-el-Rhaman en Córdoba. No tienen
la ciencia, ni el arte, ni la cultura un ángel tutelar que los custodie. Y aun
las obras que triunfan del olvido de los hombres y de los azares de la historia
no han de vivir eternamente. Nuevas legiones de sabios, de eruditos, de
evaluadores las criban, tamizan y seleccionan, y, a medida que la mente humana
se enriquece con la labor de los vivos, se va aligerando del caudal que le
legaron los muertos.
Cuanto llamamos con vanidosa hipérbole inmortalidad de la
fama, es algo que no puede seducir a un espíritu filosófico, a un hombre
pensador y reflexivo. Mata, que fue, sin duda, uno de estos hombres, no pudo
sentir como estímulo de su labor el deseo de merecer un día la fama póstuma;
porque él sabía que la fama póstuma, aun dentro de la historia de los pueblos,
mero episodio de la vida universal, es un momento tan breve y fugitivo como el
que media entre una voz que enmudece para siempre y el eco burlón que repita
sus palabras. Su propio espíritu escéptico, quiero decir rebuscador y crítico,
hubo de ser el primer enemigo de su obra. Sin embargo, Mata produjo su obra con
la misma santa inocencia con que el árbol da su fruto, por una fatalidad
creadora y fecunda. Mas esta fuerza creadora que rinde frutos de cultura sólo
alienta en los privilegiados ejemplares de la especie, capaces de montar en
pelo la quimera del ideal. Y no es sólo el espíritu escéptico, tan viejo como
el pensar de los hombres y que en remotos tiempos produjo aquel universal,
formidable bostezo salomónico del vanitas
vanitatum et omnia vanitas sub sole, el enemigo del pensador y del filósofo.
Contra este espíritu de los hombres se manifiesta por una necesidad y un placer
de nutrirse y de acrecentar la especie, es también, en los hombres de fuerte
mentalidad, la necesidad y el placer de pensar y exteriorizar el propio
pensamiento. Contra la obra del filósofo, del pensador militan en España
enemigos mucho más temibles.
***
En una nación pobre e ignorante – mi patriotismo, señores,
me impide adular a mis compatriotas – donde la mayoría del os hombres no tienen
otra actividad que la necesaria para ganar el pan, o alguna más para conspirar
contra el pan de su prójimo; en una nación casi analfabeta, donde la ciencia,
la filosofía y el arte se desdeñan por superfluos, cuando no se persiguen por
corruptores; en un pueblo sin ansias de renovarse ni respecto a la tradición de
sus mayores; en esta España, tan querida y tan desdichada, que frunce el hosco
ceño o vuelve la espalda desdeñosa a los frutos de la cultura, decidme: el
hombre que eleva su mente y su corazón a un ideal cualquiera, ¿no es un Hércules
de alientos gigantescos cuyos hombres de atlante podrían sustentar montañas?
La proverbial intransigencia española es una de las muchas
mentiras con que nos obsequian nuestros oradores. Para ser intransigentes
necesitamos una fe que no tenemos: fe en nuestros ideales, fe, sobre todo, en
nosotros mismos. Transigimos todos los días y a todas las horas; transigimos
hasta el absurdo de sacrificar nuestras ideas, opiniones y sentimientos y
adoptar las ajenas, movido por el miedo, por el provecho personal o el capricho
de las circunstancias. Pero nuestra decantada intolerancia, es cierta. Cuando
hemos cambiado nuestras opiniones por las del vecino y adoptado su punto de
vista para considerar las cosas, cerramos fieramente contra aquel que las mira
desde la orilla opuesta, aunque las mire desde donde nosotros las veíamos
antes. ¡Respeto, Dios lo dé; amor, ni soñarlo! Y en las luchas del espíritu, el
primer deber que nos imponemos consiste en no comprender a nuestros
adversarios, en ignorar sus razones, porque sospechamos desde el fondo de
nuestras brutalidad que si lográramos penetrarlas, desaparecería el casus belli. Nuestra mentalidad, cuando
no adopta la forma de alimaña cazadora y astuta, aparece como gallo reñidor,
con espolones afilados. Prefiere pelear a comprender, y casi nunca esgrime las
armas de la cultura, que son las armas del amor. Y cuando se pasa de las
grandes ciudades a las ciudades pequeñas – esta en que vivimos es, por
excepción, señalada con justicia por la cultura, el respeto y la tolerancia – y
de las ciudades pequeñas pasamos a los pueblos – en uno de ellos nació el
hombre ilustre que hoy recordamos – y de los pueblos a las aldeas y a los
campos donde florecen los crímenes sangrientos y brutales, sentimos que crece
la hostilidad del medio, se agrava el encono de las pasiones y es más densa y
sofocante la atmósfera de odio que se respira. En ningún país de Europa es tan
aguda como en el nuestro la crisis de bondad que, con profundo tino, ha
señalado el actual pontífice romano. Pues bien; en esta tierra española y en
este rincón de España hubo un hombre que realizó la hazaña de escribir un libro
de metafísica.
***
Yo no sé, ni me importa averiguar, cuál fuera la vida
privada del filósofo. Ignoro si Mata era un humilde sacerdote consagrado a la
práctica de una virtud sin tacha, o si era, acaso, un clérigo batallón e
intrigante. Mas yo no dudo de que Mata fue buen en cuanto dio a su vida el
sentido del ideal, la orientación generosa que todo hombre puede y debe dar a
su actividad, cualquiera que sea la esfera en que ésta se desarrolle; yo no
dudo de que Mata fue humilde en cuanto consagró su vida a arrojar en los
baldíos páramos espirituales de su tierra, semilla que él no había de ver
germinar; y no dudo de su fortaleza porque todo creador tiene el temple del
acero y la dureza del diamante.
***
Honremos la memoria de Antonio Pérez de la Mata, porque con
ello nos honramos a nosotros mismos. No tiene una sociedad valores más altos
que sus hombres preclaros. Y si vosotros, los hijos de la estepa soriana, tan
fecunda en hombres de espíritu potente, donde acaso naciera el glorioso y
anónimo juglar que inauguró la epopeya de Castilla con la Gesta de Myo Cid,
sentís en vuestros corazones al par del orgullo patriótico cierto legítimo
orgullo regional, no será, creo yo, solamente por haber nacido en ese trozo del
planeta, en medio de estas sierras sombrías y desoladas, era también, y sobre
todo, porque evocáis en vuestra memoria nombres y hechos gloriosos y sentís que
a ellos os unen los vínculos de la sangre y de la tierra.
***
Voy a terminar dirigiendo algunas palabras a los niños.
Vosotros contribuís al homenaje que hoy rendimos a la memoria de don Antonio
Pérez de la Mata, y vuestra presencia pudiera ser el más alto honor que se
tributa al muerto. Y digo que pudiera ser, y no es, porque vosotros
representáis un porvenir incierto. Vuestro mañana acaso sea un retorno a un
pasado muerto y corrompido. Para que vosotros representéis la aura de un día
claro y fecundo, preciso es que os aprestéis por el trabajo y la cultura a
aportar al tesoro que os legaran las generaciones muertas, la obra viva de
vuestras manos. Mañana seréis hombres, y esto quiere decir, que entraréis de
lleno en la vida, y como la vida es lucha, vosotros seréis luchadores. En
vuestros combates no empleéis sino las armas de la ciencia que son las ma´s
fuertes, las armas de la cultura que son las armas del amor. Respetad a las
personas porque la doctrina del Cristo os ordena el amor del prójimo, y el
respeto es una forma del amor; mas colocad por encima de las personas los
valores espirituales y las cosas a que estas personas se deben: sobre el
magistrado, la justicia; sobre el profesor, la enseñanza; sobre el sacerdote,
la religión; sobre el doctor, la ciencia. No aceptéis la cultura postiza que no
pueda pasar por el tamiz de vuestra inteligencia. No creáis que Dios os ha
colocado vuestras cabecitas sobre los hombros como un remate decorativo. Que
vuestros seso os sirvan para el uso a que está destinados. Huid d la ociosidad
espiritual que llena los cerebros de cavilaciones homicidas. Conservadlos
íntegros para vuestra obra y vuestra voluntad como cuerda de ballesta en su
máxima tensión.
No aceptéis jamás el reto de los vividores y de los
intrigantes; porque si peleáis con ellos tendréis que emplear sus armas
plebeyas, y aunque triunféis seréis degradados en el orden del espíritu,
descendiendo de la categoría de hombres a la de bestias montaraces.
Si camináis a un remoto santuario, y hacéis larga romería,
mientras más larga, mejor; no os paréis a ahuyentar los canes que os ladren,
porque no llegaréis nunca. Decid con el poeta: ¿nos ladran?, señal de que
caminamos; y seguid andando.
Aprended a distinguir los valores falsos de los verdaderos y
el mérito real de las personas bajo toda suerte de disfraces. Un hombre mal
vestido, pobre y desdeñado, puede ser un sabio, un héroe, un santo; el birrete
de un doctor puede cubrir el cráneo de un imbécil.
Estimad a los hombres por lo que son, no por lo que parecen.
Desconfiad de todo lo aparatoso y solemne, que suele estar
vacío. Amad a los buenos y a los sabios que son los poderosos de la tierra:
porque ellos representan el único valor que contienen las multitudes humanas.
Amad el trabajo y conquistad por él la confianza en vosotros mismos, para que
llegue un día, después de largos años, en que vuestros nombres también merezcan
recordarse.
He dicho.
El
Porvenir Castellano, 1 de julio de 1912
Antonio
Machado
Es innegable el resurgimiento de la vida española[2], la mayor actividad para las ciencias, para las artes, para la
industria, el nuevo afán de cultura, la afición a la crítica, a la
investigación, al método, a la disciplina espiritual. Como despertarse de un
sueño malo y tenebroso, el hombre de la pobre tierra de España ha sentido sed
de luz, de constancia. Esta aspiración ha provocado un esfuerzo y este esfuerzo
ha creado una energía. No es la España de hoy la España anémica y visionaria
que marchó a un desastre sin grandeza al son de una charanga bullanguera. En
las aulas, en los ateneos, en el periódico, en la clínica del médico, en el
taller de artesano, en la plaza pública, aun en el seno de la masa rural,
echaréis de ver este incremento de fuerza, de salud, de vitalidad. Solo en una
esfera de la actividad española lo buscaréis en vano: en la política.
La política ha permanecido
estacionaria, insensible al rudo golpe que puso al resto del organismo social
en contacto con su conciencia. La política es hoy lo que fue ayer, momificada y
empedernida, incapaz de renovarse, perecerá por imperativa.
La aparente indiferencia del pueblo por
los llamados ideales políticos, guarda en su seno un desprecio preñado de
rencor, es un sabio desdén, fruto maduro caído a nuestros pies del árbol de la
experiencia. El desprecio que emana de la conciencia, no de la vanidad, es una
fuerza que no puede medirse, pero que sería absurdo negar.
La llamada masa neutra, cuya
indiferencia en materia política inquieta a los caciques afanosos de sufragios,
ni es neutra ni es indiferente. En ella está toda la energía española, toda la
pasión por el ideal, toda el ansia de nueva vida; porque esos hombres incapaces
de militar en ningún partido, que rechazan con indignación la etiqueta de
liberal, conservador o lerrouxista, y que no aceptan la humillación de llamar
jefe a ningún intrigante afortunado, son
los hombres que piensan y sueñan, educan y trabajan, y se llaman Unamuno y
Menéndez Pidal, Manjón y Giner de los Ríos, Cajal y Benavente; son el maestro,
el sacerdote, el poeta, el médico, el investigador, el comerciante, el obrero,
el labrador, son la España viva y fecunda que depura la tradición y prepara el porvenir.
Toda la intelectualidad española está
hoy de hecho fuera de la política y en ella no tiene intervención alguna; fuera
de la política está la burguesía útil y laboriosa; fuera, también, la población
obrera-ciudadana y la trabajadora campesina. Esta es la masa neutra, es decir:
España. Sobre ella, los profesionales de la política forman una vasta colonia
paritaria. Mientras unos hacen la patria, otros se la comen. Y cuando el
político de oficio enarbolando su banderín descolorido pide sufragios como
pudiera pedir garbanzos para su puchero. A cambio de ellos – votos o garbanzos
– da palabras huecas, expresivas de otras tantas supersticiones.
Sabemos el fracaso irremediable de
todos los programas políticos y que en ninguno de ellos se atiende a las cuestiones
vitales. Que Canalejas realice su programa o no lo realice, es cosa que
comienza a tenernos sin cuidado. Secularizad los cementerios, proclamad la
libertad para el culto, decretad el matrimonio civil, arrebatad al clero la
enseñanza, ¿qué habréis conseguido? Nada. Esa batalla al clero que figura en
todos los programas avanzados es una de tantas supercherías con que se agita y
engaña al populacho.
Hay muchos españoles que profesan la
religión católica; cuando mueran se les enterrará bajo una cruz.
Hay otros españoles que ni son
católicos, ni profesan religión determinada. Si estos hombres hablaran
sinceramente, os dirían: Que cuando muramos se nos entierre en profano, en
sagrado o en último caso, que no se nos entierre, lo mismo nos da.
Si aceptamos el matrimonio como lazo
indisoluble - tal es, sin duda, nuestro caso - ¿por qué aceptar la fórmula
civil y no la religiosa? Si fuera de la enorme masa católica no existe en
España otro núcleo de creyentes con religión distinta – como acontece en otros
países - ¿de qué nos serviría la libertad de culto? Si los maestros laicos no
han demostrado hasta la fecha mayor cultura, más vocación y más amor a la
enseñanza que los maestros católicos, ¿qué conseguiríamos con arrebatar a los
curas la enseñanza? Que el maestro se vista por los pies o por la cabeza es
cosa de poca trascendencia.
Escuchad a los tradicionalistas y os
hablarán de bellas irrealizables utopías, de regresiones imposibles; admiraréis
esos cerebros absurdos, enmarañados, donde no se concibe el porvenir sino como
reproducción exacta de lo pasado, sin perjuicio de incluir en el pasado todo el
contenido del presente. Os dirán: España fue grande con la tradición;
afirmación ambigua que equivale a decir: la grandeza de España consistió en
mirar, como vosotros hacia atrás.
Volved la vista a esa turba vocinglera
de republicanos: El régimen es el mal. La República es la salvación de España.
¿Por qué? Preguntaréis. ¿Cómo una forma de gobierno por perfecta que sea, puede
cambiar nada esencial? Inglaterra es el pueblo más monárquico del mundo y es el
más poderoso. Repúblicas son Guatemala, Honduras y El Ecuador donde se vive por
milagro y se anda en dos pies por misericordia divina.
Seguid repasando credos políticos y en
todos ellos descubriréis el absurdo, la oquedad mental, el fruto de la
ineptitud y de la pereza, la ausencia absoluta de conservación de la vida, la
fatua ignorancia adornada con plumas de pavón.
¿Qué existe un problema religioso? Sin
duda. ¿Y un problema pedagógico? Evidente. ¿Y un problema de pan? Ciertísimo.
Pero ¿qué saben de ello los políticos? Trepadores, cucañistas, rampantes,
hombres de acción, en el peor sentido de la palabra, solo merecen el desprecio
de los hombres sensatos y laboriosos. He aquí un estado de espíritu que empieza
a ser un estado de conciencia en el pueblo español. ¿Indiferencia? No.
Hostilidad desdeñosa, madura y reflexiva.
Ahora bien, ¿puede un pueblo
desentenderse en absoluto de cuanto atañe a la política? No. El desdén hacia
los políticos no puede convertirse en desdén hacia la política. Esto
equivaldría a poner en manos de la ineptitud la función directiva. ¿Cuál es,
pues, el problema? Sin duda la creación de una clase directora. Para ello solo
hay un camino: la cultura. El problema político es solo una fase del magno
problema cultural.
MIRENO
[1] El Porvenir Castellano, 1 de julio de 1912.
[2] Para situar el contexto
histórico y político de este artículo, ver Prosas
Dispersas (1893-1936) de Jordi Doménech.
En la página 291 de ese mismo libro, su autor da una explicación del
seudónimo Mireno, que nosotros reproducimos íntegramente: “Respecto al
seudónimo del artículo, Mireno es uno de los pastores de El vergonzoso en palacio, de Tirso de Molina, autor éste entre los
preferidos por Machado del teatro clásico español. Este artículo fue dado a
conocer por Molinero (1993:149-62), aunque Carpintero (1989: 89) había dado ya
anteriormente la referencia de su publicación en El Porvenir Castellano.”
SOBRE
PEDAGOGÍA
El Porvenir Castellano, Año II, nº 73, 10 de marzo de 1913
Antonio Machado
Decía,
en carta que dirigí hace ya tiempo a mi querido amigo el joven maestro Ortega
Gasset, que a mi entender, parte del estudio de la vida española caía dentro
del dominio del “Folk-Lore”, o, mejor, de un tratado de psicología campesina.
Quiero hoy señalar este punto de vista, que no pretendo -¡claro está!- haber
descubierto, a aquellos que se preocupan del problema pedagógico. A ello me
anima la noticia de una conferencia sobre enseñanza de D. Manuel Cossío, quien,
con profundo tino, ha indicado la conveniencia de enviar los mejores maestros a
las escuelas del campo.
Los
elementos dominantes en España son esencia y casi exclusivamente rurales. Una
visión superficial de la vida española parece contener implícita la afirmación
contraria. Clásico es ya el cuadro de la España que sufre y trabaja, arrancando
con sudor el pan a la tierra, y sobre cuyas nobles espaldas viven unas cuantas
colonias parasitarias de ociosos y mangoneadores. ¿Es esto cierto?
Concedámoslo. Pero bien pudiéramos corregir el cuadro pintando, a nuestra vez,
a este mismo campesino envilecido y explotado, luciendo pomposos y honoríficos
disfraces y encaramados en las cumbres del poder. La mentalidad española
gobernante ha sido hasta hace poco –del porvenir no hablemos – una mentalidad
villorrio campesina, cuando no montaraz. Muy torpe será quien no vea en la
política española el triunfo de ciertos núcleos de paletos, más o menos
conspicuos, acaparando las funciones del mando, conquistadas por la astucia y
la intriga, es decir, por la inteligencia práctica campesina, por la
inteligencia carente de ideal. Muy torpe será quien no vea en la política
española el triunfo de los defectos y virtudes del campo a través de un
sufragio de analfabetos.
Mientras
no se descienda a estudiar al hombre del campo, no acabaremos de explicarnos
los más rudimentarios fenómenos catastróficos de la vida española. De los dos
momentos que nos empujan – no dirigen porque no pueden dirigir lo inconsciente
-, que nos mueven o arrastran a un porvenir más o menos, están ausentes las
huellas de la ciudadanía. Ambos son campesinos. Estos elementos son la política
y la Iglesia, o, por decirlo claramente, los caciques y los curas. En algunos
casos los vemos confundidos en otros, diferenciados, a veces en pugna, pero
siempre compartiendo el dominio, sobreponiéndose, dando el color, el carácter,
marcando la dirección de la vida nacional. Si pensáis otra cosa es, sin duda
porque vivís en centros urbanos populosos, donde ciertas agitaciones parciales,
más o menos profundas – generalmente menos – os impiden sentir la fuerza que
infunde movimiento a la masa total. En vuestras naves clamorosas os movéis a
vuestro antojo y sabéis la dirección de vuestros pasos; pero ignoráis la ruta
del barco. Debo advertir que estos elementos citados no han de ser
necesariamente despreciables; no se trata de combatirlos, sino de conocerlos se
les señala aquí a la curiosidad de los inteligentes, no al sido de los
sectarios. Acaso en ellos se encuentren las virtudes radicales y los cimientos
de una sólida pedagogía. Acaso... Pero vamos a lo que íbamos.
Es
preciso enviar los mejores maestros a las últimas escuelas, ha dicho el ilustre
pedagogo español. En efecto, si la ciudad no manda al campo verdaderos
maestros, sino sólo guardias civiles y revistas de toros el campo mandará sus
pardillos y abogados de secano, sus caciques e intrigantes a las cumbres del
Poder y los mandará también a las Academias y a las Universidades.
Pero
no basta enviar maestros; es preciso enviar también investigadores del alma
campesina, hombres que vayan no sólo a enseñar, sino a aprender.
Cuando afirmamos que España necesita
cultura, decimos algo tan incontrovertible como vago, algo que equivale a
proclamar la salud como una necesidad imprescindible para los enfermos. Que les
echen salud a los enfermos, pan a los hambrientos y cultura a los analfabetos.
Muy bien. Pero todos sabemos que el enfermo es algo más que la enfermedad, y
que la enfermedad no es, sencillamente, falta de salud, sino algo que es
preciso estudiar en el paciente el microbio H o el bacilo B, dañando el pulmón
o el intestino. También sabemos que el cerebro de un ignorante no es, ni mucho
menos, una página en blanco.
Atrevámonos
a afirmar que tampoco hay una ignorancia, sino muchas, y que es preciso
descender al ignorante para conocerlas. Añadamos también que no hay una
cultura, sino varias, y que el cerebro más refractario a ésta pudiera ser ávido de aquélla. En suma, es preciso
acudir al analfabeto, y no precisamente para medirle el cráneo, sino para
enterarse de lo que tiene dentro. En este sentido únicamente – entiéndanme los
demasiado advertidas – me atrevo a señalar el punto de vista “folklórico” de la
pedagogía.
A
esa labor de europeizar a España, tan insistentemente aconsejada por el egregio
Costa, y que hoy tiene una expresión práctica y concreta en la Junta para
ampliación de estudios, hemos de darle su necesario complemento con esta otra
labor, no menos fecunda, de los investigadores del alma popular. Esto parece
claro y puede que no se entienda. No se trata de descubrir un camino y mucho
menos de indicar una ruta que excluya a las demás. No. Pasó la época en que
cada doctor pretendía el privilegio de una droga única para curarlo todo.
Tenemos jóvenes que van a estudiar a Francia, Alemania, Inglaterra. Muy bien.
Por muchos que sean, nunca serán bastantes. Tenemos quienes investigan en
archivos y bibliotecas españolas, con el noble deseo de desempolvar y sacar al sol
nuestra cultura y nuestra Historia. Son pocos; hacen falta más. Pero ¿quiénes
son los investigadores del pasado, vivo en el presente de nuestra raza?
¡Cuántos que pretenden arrancar secretos a las piedras de España han olvidado
interrogar a los hombres!
Asistimos
en literatura a un resurgimiento que se caracteriza por la tendencia a ponernos
en contacto inmediato con la realidad española. El maestro Unamuno, Baroja,
Azorin.. Valle Inclán, por no citar sino algunos de la gloriosa promoción del
98, han contribuido a formarnos una nueva visión de España, y ya se anuncia –
digámoslo sin rebozo – un nuevo escalofrío de la patria. En la obra de estos
escritores cuenta por mucho el elemento exótico, pero no olvidemos que una
intensa y directa observación de la vida española constituye, acaso, su más
alta virtud. Estos hombres por cuenta propia y sin auxilio alguno del Estado,
han recorrido, curioseado, estudiado y aun descubierto mucho ignorado que
teníamos en casa. Se nos dirá que no han hecho sino contrastar lo de dentro con
lo de fuera. Conformes. No es menos cierto que urge explorar el alma española y
que la pedagogía puede seguir también este camino.
En
una colección de artículos publicados recientemente por Don Miguel de Unamuno,
bajo el título de “Contra esto y aquello”, discurre el ilustre vasco sobre
cuestiones de enseñanza, a propósito de un libro del argentino Rojas. En un
trabajo titulado “La Argentina”, dice estas parecidas palabras: La restauración
nacionalista de que Rojas nos habla, debe empezar por la escuela, que será en
la Argentina cuna de la “argentinidad”, como debe ser en España cuna de la
“españolidad”. Esto parece evidente. Si las escuelas no han de ser ineficaces –
y bien pudieran serlo aún duplicando su número -, han de servir para formar
españoles. Pero, ¿sabemos nosotros lo que es o puede ser un español?
Prólogo al libro de Manuel
Hilario Ayuso, “Helénicas”
El Porvenir Castellano, 30 de noviembre y 3 de diciembre de
1914
ANTONIO MACHADO
Conocí a Ayuso hace ya muchos
años, cuando terminaba su carrera de Letras y en la clase de sociología que
explicaba el maestro Sales y Ferré. Ayuso me habló entonces de su tierra,
enclavada en el corazón de la antigua Celtiberia, y del Burgo de Osma, su villa
natal, la vieja Uxama de los romanos.
Cuando, más tarde, obtuve yo cátedra de profesor de lenguas,
elegí la plaza de Soria, y allá encontré a Ayuso, el buen camarada a quien
durante varios años había yo perdido de vista.
El estudiante imberbe era ya un hombre con toda la barba,
doctor en Letras y en Filosofía, abogado y ardiente propagandista republicano.
Ayuso residía en Madrid, pero iba a Soria con frecuencia, de paso para el
Burgo, y allí – inevitablemente – celebraba un meeting político.
Mostraba Ayuso en us fogosas peroratas un gran amor a su
tierra y a sus conterráneos, por el cual era tímidamente correspondido. Se
estimaba a Ayuso como joven aventajado que, a fin de cuentas, honraba a la
comarca; pero aquel su ardiente idealismo, aquel su ímpetu generoso y
batallador, se juzgaba inoportuno, peligroso, insensato. Los más íntimos
censurábanle su desinterés. Siendo Ayuso hijo de una de las familias más
distinguidas y acomodadas de Soria, juzgábase incomprensible que renunciase al
caudal de autoridad, de influencia y de respetabilidad que por herencia le
correspondía. Se pensaba que Ayuso había nacido, en suma, para cacique de la
comarca, y que, por una extraña locura, se dedicaba a combatir el caciquismo en
pro de los humildes. Dentro de la mentalidad provinciana, todo idealismo cae
siempre al margen de la cordura. Yo tampoco – lo confieso – podía comprender
cómo este hombre culto, fino, artista, se complacía en agitar ante las
multitudes la bandera mustia y descolorida del jacobinismo español. Nada, en
verdad, más lamentable, desde el punto de vista estético y – hasta como ahora
se dice – cultural, que los tópicos de ordenanzas con que los oradores
políticos suelen obsequiar a las masas republicanas. Pero en los discursos de
Ayuso había un donquijostismo resuelto, un idealismo ferviente y esa
impermeabilidad para el ridículo, que es el distintivo de los caracteres enérgicos.
Todo hombre razonable – y Ayuso lo era – sabe lo que tantas veces oímos de
labios del maestro Sales: que el medio es necesariamente más fuerte que el
individuo. Pero hay hombres – y Ayuso es uno de ellos – capaces de escuchar
voces más hondas que los dictados de su corazón. Con ellos se va nuestra
simpatía, porque sospechamos que estos hombres inquietos, descontentos,
sistemáticamente incomprensivos de la realidad superficial, tienen intuición de
una realidad más honda, y que ellos son, en todas partes, el elemento
propulsor, progresivo, y que sin ellos la vida de los resignados, de los
adaptados, se ahogaría en la rutina, en el automatismo y en la inercia. Nuestra
simpatía hacia los que el vulgo llama locos, es como nuestro amor hacia los
niños: simpatía y amor hacia lo nuevo, porque sólo una nueva conciencia o una
nueva forma de conciencia, pueden añadir algo a nuestro universo. Siempre que
he visto a un hombre solo, o seguido de menguada hueste, luchar contra el medio
en que vive, he sentido el orgullo de pertenecer a la especie humana.
Ayuso, en Soria, se me agigantaba; y no, ciertamente, porque
aquella comarca sea tierra estéril para el espíritu. No. Aquella altiplanicie
numantina ha sido fecunda madre de místicos, de poetas, de pensadores. Por allí
debí nacer el juglar anónimo que compuso la Gesta de Myo Cid; de aquella tierra
fue el padre Laynez, a quien debe la Compañía de Jesús su formidable
organización política y eclesiástica; de allí, sor María, la monja de Agreda,
que gobernó en España con el IV Felipe; y todo el movimiento filosófico moderno
español, al margen de la escolástica, arranca de un pensador ilustre, hijo de
la tierra soriana, de don Julián Sanz del Río, a quien deben su verticalidad –
según frase del maestro Giner – la mitad, por lo menos, de los españoles que
andan hoy en dos pies. Pero, en la época a que me refiero, Soria dormía a la
sombra de su vieja colegiata; Soria, la ciudad mística, tan noble y tan bella,
parecía encantada entre sus piedras venerables. Había muerto don Antonio Pérez
de la Mata, aquel clérigo inquieto y batallador, maestro de Psicología, uno de
los vástagos más robustos del krausismo español, cuyos libros son tan estimados
en Alemania como ignorados en España. No quedaba ningún inquietador de
espíritus, y Soria se echó a dormir. Todos sabemos lo que es una ciudad dormida
– tal es el caso de casi todas las urbes españolas -; una ciudad donde se
piensa que nuestra vida es algo hecho de una vez para siempre; un coche, más o
menos flamante, más o menos destartalado, que arrastran pencos matalones o
fogosos corceles, que conduce un diestro auriga o un cochero borracho, que
podrá llegar no importa adonde, o estrellarse en la cuneta del camino, y que
nada de esto interesa ni debe preocupar a nadie; lo importante e toma asiento
en el vehículo y acomodarse en él lo mejor que se pueda. Soria dormida –corta
siesta, en verdad -, y Manuel Ayuso, por amor de sus paisanos, se aprestó a
despertarla.
Han pasado algunos años, y hoy amanece por aquellas tierras
un ansia de conciencia y de porvenir que dará sus frutos. Al tiempo, Manuel
Ayuso, en tanto, peregrina y guerrea por tierras de Andalucía.
Y éste es el hombre que hoy os ofrece una colección de sus
poesías. El hombre, digo, y no el poeta, porque poeta llamamos hoy a mucho profesional
de la rima. Pero al deciros que es un hombre el que os ofrece sus versos, claro
digo que estos versos son poesía, porque ellos han de revelar un alma capaz de
pensamiento y de pasión.
En un soberbio autorretrato, dice Ayuso de sí:
Aunque
soy ateniense por mi fe y por mis bríos,
Nací en
la Hesperia triste...
Nació en efecto, Ayuso, en la Hesperia triste, pero
buscaréis en vano la tristeza de Ayuso. Ayuso no es triste. ¿Cómo ha de selo
quien se siente creador? Pero ¿acaso es triste la tierra de Ayuso? Mejor
diríamos que padece tristeza. Del helenismo de Ayuso, de su gran amor a Helena,
la belleza inmortal, tampoco dudo.
Y, en fin, tras de un esfuerzo de diez y nueve cursos,
Llegué a ser viajante en meeting y discursos.
Bien se e que a Ayuso no le basta rendir culto a la belleza
y a la sabiduría. Este viajante, en meeting y en discursos, y este doble
doctor, piensa, acaso, que la conciencia y la justicia no son un privilegio de
casta, y busca a los pobres, a los desheredados, y les revela con palabras de
fuego toda la iniquidad que padecen. Por eso viaja Ayuso con sus diecinueve
cursos a cuestas. ¿Veis al hombre del libro? He aquí lo que yo quisiera
mostraros. Ayuso supera su propio helenismo para ver en cada hombre a un
prójimo, objeto de amor, capaz de conciencia, de dignidad, de libertad, en
suma.
Manuel Ayuso hace política y poesía. Ambas cosas son
perfectamente compatibles. Me atreveré a decir más: ha sido casi siempre la
poesía el arte que no puede convertirse en actividad única, en profesión. Un
hombre consagrado a la veterinaria, a la esgrima o a la crematística, me parece
muy bien; un hombre consagrado a la poesía paréceme que no será nunca un poeta.
Porque el poeta no sacará nunca la poesía de la poesía misma. Crear es sacar
una cosa de otra, convertir una cosa en otra, y la materia sobre la cual se
opera, no puede ser la obra misma. Así, una abeja consagrada a la miel – y no a
las flores – será más bien un zángano, y un hombre consagrad a la poesía y no a
las mil realidades de su vida, será el más grave enemigo de las musas.
Hemos definido lo bello como algo opuesto a lo útil, y lo
útil como algo que se opone a lo desinteresado. De este modo jugamos torpemente
con las palabras. Gentes hay capaces de afirmar que una balada de Goethe no
sirve para nada, y otras, no menos bárbaras, que niegan toda dignidad a un
puchero porque en él se cuecen garbanzos. Desdeñar una porcelana de Sèvres
cuando se necesita un cántaro con agua es, tal vez, más disculpable que
desdeñar el vaso en que se bebe cuando está saciada la sed. Sin embargo, yo
pregunto: ¿sabéis vosotros para qué sirve el vaso en que se bebe? Si me decís
que sirve para beber; nada me respondéis, porque yo seguiré preguntando: ¿para
qué sirve el beber? Y si me replicáis que el beber sirve para vivir, yo os
responderé que vosotros no sabéis para qué sirve el vivir. Ni vosotros ni yo.
Pero si no sois absolutamente bárbaros ante el vaso en que se bebe, respetaréis
algo del misterio mismo de la vida, y si pensáis que la vida pudiera tener un
alto y noble fin, no podréis despreciar el vaso en que se bebe para vivir, y si
creéis que la vida es un mal, acaso un crimen, el vaso en que se bebe será para
vosotros un objeto trágico. Ahora bien, yo sigo preguntando: ¿cuál es el vaso
del poeta? ¿El vaso en que se bebe, el vaso misterioso que llamáis útil y que,
en verdad, no sabemos para qué sirve? ¿O el vaso con que se adorna el rincón de
una estancia, ese que ya sabemos que no sirve para nada?
Pudiera no satisfacernos el arte ornamental y decorativo por
no estar suficientemente emancipado de la utilidad; pudiera también
desagradarnos por todo lo contrario, porque el objeto decorativo, conservando
una forma utilitaria, nos recuerde la relación vital que a él nos unía y que
hemos roto torpemente a cambio de un deleite mezquino., Dios anda en los
pucheros – dijo Santa Teresa de Jesús -, pero se refería a los pucheros en que
se cuecen garbanzos.
Y con este rodeo voy, no obstante, a lo que iba. Si un
hombre dedicado a pintar flores en una cafetera – o a esculpir quimeras en una
copa – nos parece un artista disminuido, el hombre que cultiva el arte por el
arte nos parece alto tan fantástico y absurdo, como una mosca que pretendiera
cazarse a sí misma. Por lo demás, erigir el arte en fin, no es ennoblecerlo,
sino degradarlo. Ni el reino de los fines, ni el reino de Dios, son de este
mundo. El arte podrá ser, cuando más, una escalera para llegar a Dios; pero una
escalera será siempre un medio para subir; si pretendemos divinizarla, caeremos
en idolatría, en fetichismo, en superstición.
Manuel Ayuso no es profesional. De la política, de la
filosofía, de su contacto con el pueblo, de su alma y de su vida, en suma, saca
Ayuso la materia que transforma en poesía. De esa vida, rica y fecunda, de
esta noble vida de hombre, no de poeta –
porque una vida de poeta no es absolutamente nada -, ha salido, entre otras
cosas, el hermoso libro que tendréis la fortuna de leer.
Claro es que este libro se escribió al margen de la vida
política y militante de Manuel Ayuso, y más como una reacción contra ella que
con el propósito de expresarla. No importa. Al margen de su vida de soldados,
Jorge Manrique escribió sus coplas inmortales, y Garcilaso, sus bellas églogas.
Pero si Garcilaso ni don Jorge se dedicaron a la lírica, sino a la guerra.
Cuando se cierre el ciclo, próximo a fenecer, de la barbarie erudita, se
explicará a Garcilaso y, sobre todo, al inmenso Manrique, por su vida de
soldados y no por las influencias literarias que ambos padecieron.
Insisto, pues, en señalaros al hombre de ese libro, de este hermoso libro de poesía, lleno de
gracia, de elegancia, de cultura, de helenismo y de algo que vale mucho más que
todo esto: de pensamiento y de pasión.
A
D. Francisco Giner de los Ríos,
El
Porvenir Castellano, 4 de marzo de 1915
Antonio
Machado
Los
párvulos aguardábamos, jugando en el jardín de la Institución, al maestro
querido. Cuando aparecía D. Francisco, corríamos a él con infantil algazara y
lo llevábamos en volandas hasta la puerta de la clase. Hoy, al tener noticia de
su muerte, he recordado al maestro de hace treinta años. Yo era entonces un
niño; él tenía ya la barba el cabello blanco.
En
su clase de párvulos, como en su cátedra universitaria, Don Francisco se
sentaba siempre entre sus alumnos y trabajaba con ellos familiar y
amorosamente. El respeto lo ponían los niños o los hombres que congregaba el
maestro en torno suyo. Su modo de enseñar era el socrático, el diálogo sencillo
y persuasivo. Estimulaba el alma de sus discípulos - de los hombres o de los
niños – para que la ciencia fuese pensada, vivida por ellos mismos. Muchos
profesores piensan haber dicho bastante contra la enseñanza rutinaria y dogmática,
recomendando a sus alumnos que no aprendan las palabras, sino los conceptos de
textos o de conferencias. Ignoran que hay muy poca diferencia entre aprender
palabras y recitar conceptos. Son dos operaciones casi igualmente mecánicas. Lo
que importa es aprender a pensar, a utilizar nuestros propios sesos para el uso
a que están por naturaleza destinados y a calcar fielmente la línea sinuosa y
siempre original de nuestro propio sentir, a ser nosotros mismos, para poner
mañana el sello de nuestra alma en nuestra obra.
Don
Francisco Giner no creía que la ciencia es el fruto del árbol paradisíaco, el
fruto colgado de una alta rama, maduro y dorado en espera de una mano atrevida
y codiciosa; sino una semilla que ha de germinar y florecer y madurar en las
almas. Porque pensaba así, hizo casi tantos maestros como discípulos tuvo.
Desdeñaba
D. Francisco Giner todo lo aparatoso, lo decorativo, lo solemne, lo ritual, el
inerte y pintado caparazón que acompaña a las cosas del espíritu y que acaba
siempre por ahogarlas. Cuando veía aparecer en sus clases del Doctorado – él
tenía una pupila de lince para conocer a las gentes – a esos estudiantones
hueros, que van a las aulas sin vocación alguna, pero ávidos de obtener a fin
de año un papelito con una nota, para canjearlo más tarde por un diploma en
papel vitela, sentía una profunda tristeza, una amargura que rara vez
disimulaba. Llegaba hasta rogarles que se marchasen, que tomasen el programa H
o el texto B, para que, a fin de curso, el señor X los examinase. Sabido es que
el maestro de maestros no examinaba nunca.
Era
D. Francisco un hombre incapaz de mentir e incapaz de callar la verdad; pero su
espíritu fino, delicado, no podía adoptar la forma tosca y violenta de la
franqueza catalana derivada necesariamente hacia la ironía desconcertante y
cáustica, con la cual no pretendió nunca herir o denigrar a su prójimo, sino
mejorarle. Como todos los grandes andaluces, era don Francisco la viva
antítesis del andaluz de pandereta, del andaluz mueble, jactancioso,
hiperbolizante y amigo de lo que brilla y de lo que truena. Era sencillo,
austero hasta la santidad, amigo de las proporciones justas y de las medidas
cabales. Era un místico, pero no contemplativo y extático, sino laborioso y
activo. Tenía el alma fundadora de Teresa de Ávila y de Iñigo de Loyola; pero
él se adueñaba de los espíritus por la libertad y por el amor. Toda la España
viva, joven y fecunda acabó por agruparse en torno al imán invisible de aquel
alma tan fuerte y tan pura.
Y
hace unos días se nos marchó, no sabemos a dónde. Yo pienso que se fue hacia la
luz. Jamás creeré en su muerte. Solo pasan para siempre los muertos y las
sombras, los que no vivían la propia vida. Yo creo que solo mueren
definitivamente – perdonadme esta fe un tanto herética – sin salvación posible,
los malvados y los farsantes, esos hombres de presa que llamamos caciques, esos
repugnantes cucañistas que se dicen políticos, los histriones de todos los
escenarios, los fariseos de todos los cultos, y que muchos, cuyas estatuas de
bronce enmohece el tiempo han muerto aquí y, probablemente allá, aunque sus
nombres se conservan escritos en pedestales marmóreos.
Bien
harán, amigos y discípulos del maestro inmortal, en llevar su cuerpo a los
montes de Guadarrama. Su cuerpo casto y noble, merece bien el salmo del viento
en los pinares, el olor de las hierbas montaraces, la gracia alada de las
mariposas de oro que juegan con el sol entre los tomillos. Allí, bajo las
estrellas, en el corazón de la tierra española, reposarán un día los huesos del
maestro. Su alma vendrá a nosotros en el sol matinal que alumbra los talleres,
las moradas del pensamiento y del trabajo.
DISCURSO
DE ANTONIO MACHADO
Con
motivo de su nombramiento, por el Ayuntamiento, de Hijo Adoptivo de Soria, El
Porvenir Castellano, 1 de octubre de 1932
“Con su plena luna amoratada sobre la plomiza sierra de
Santana, en una tarde de septiembre de 1907, se alza en mi recuerdo la pequeña
y alta Soria. Soria pura, dice su blasón, y ¡qué bien le va ese adjetivo!.
Toledo es, ciertamente, imperial, un
gran expolio de imperios. Avila, a del perfecto muro torreado es en verdad
mística y guerrera, o acaso mejor como dice el pueblo, ciudad de cantos y de
santos. Burgos conserva todavía la gracia juvenil de Rodrigo y la varonía de su
guante mallado, su ceño hacia León y su sonrisa hacia la aventura de Valencia.
Segovia con sus arcos de piedra, guarda las vértebras de Roma.
Soria, sobre un paisaje mineral,
planetario, telúrico. Soria, la del viento redondo con nieve menuda que siempre
nos da en la cara, junto al Duero adolescente, casi niño, es pura... y nada
más.
Soria es una ciudad para poetas. Porque
la lengua de Castilla, la lengua imperial de todas las Españas, parece tener su
propio y más limpio manantial. Gustavo Adolfo Bécquer, aquel poeta sin
retórica, aquel puro lírico, debió amarla tanto como a su natal Sevilla; acaso
más, que a su admirable Toledo. Un poeta de las Asturias, de Santillana,
Gerardo Diego, rompió a cantar en romance nuevo a las puertas de Soria:
“Río Duero, río Duero
nadie a acompañarte baja,
nadie se detiene a oír
tu eterna estrofa de agua”.
Y hombres de otras tierras que cruzaron sus páramos no han
podido olvidarla. Soria es, acaso, lo más espiritual de esa espiritual
Castilla, espíritu a su vez, de España entera. Nada hay en ella que asombre o
que brille y truene. Todo es sencillo, modesto, llano. Contra el espíritu
redundante y barroco que sólo aspira a exhibición y a efecto, buen antídoto es
Soria, maestra de castellanía, que siempre nos invita a ser lo que somos y nada
más. ¿No es esto bastante?. Hay un breve aforismo castellano; yo lo oí en Soria
por primera vez, que dice así: “nadie es más que nadie”. Cuando recuerdo las
tierras de Soria olvido algunas veces a Numancia, pesadilla de Roma y a Mío cid
Campeador, que las cruzó en su destierro y al glorioso juglar de la sublime
gesta que bien pudo nacer en ellas, pero nunca olvido al viejo pastor de cuyos
labios oí ese magnífico proverbio donde a mi juicio se condensa todo el alma de
Castilla; su gran orgullo y su gran humildad, su experiencia de siglos y el
sentido imperial de su pobreza. Esa magnífica frase que yo me complazco en
traducir así: “por mucho que valga un
hombre nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre”. Soria es
una escuela admirable de humanismo, de democracia y de dignidad.
Por estas y otras muchas razones, queridos amigos, con toda
el alma agradezco a ustedes su iniciativa y el altísimo honor que recibo de
esta querida ciudad. Nada me debe Soria, creo yo. Y si algo me debiera, sería
muy poco en proporción a lo que yo le debo: el haber aprendido en ella a sentir
a Castilla que es la manera más directa y mejor de sentir a España. Para
aceptar tan desmedido homenaje sólo me anima esta consideración: el hijo adoptivo
de vuestra ciudad hace muchos años que ha adoptado Soria como patria ideal.
Perdónenme si ahora sólo puedo decirles ¡gracias de todo corazón!.