LEÓN FELIPE
La paz nace cuando la Justicia abre la puerta, las entrañas, sus entrañas
amorosas, como la madre, para que nazca el hijo.
La paz es un acto de amor de la
Justicia. La Justicia es amor. Y nada existe que tenga más valor sobre la
Tierra. La Justicia es amor. ¡Amor! Lo que origina, organiza, y hace caminar al
mundo. La esencia primera que está en el corazón del hombre, y que nos dice
siempre cuál es lo tuyo y lo mío. En forma de Justicia está contenido en las
más rígidas pragmáticas, lo mismo que en el Decálogo. Por amor se hacen las
revoluciones y se establece la política. Lo llamamos Justicia, pero no es más
que amor. Es la luz que gobierna el espíritu, como la gravedad gobierna la
materia. Si esta ley se rompe, se descompone o se debilita, no puede haber paz
entre los hombres, aunque se llenen las audiencias de magistrados y las calles
de policías. La paz no se pide. Viene, llega sola, como la luz, cuando la
Justicia se cumple.
Sólo en días tenebrosos como éstos, en
que el sol de la Justicia no sale en ninguna latitud de la Tierra... ¡se pide
la paz!
Y la pide el ladrón y el asesino para
que a él -¡claro!- no le pidan, no le pidan cuentas ni la Justicia de los
hombres ni la Justicia de Dios.
La
paz no la puede pedir nadie..., menos el criminal. Ni imponerla nada..., menos
la bomba atómica. Ni impetrarla un Pontífice cuando se le antoje... y se le
puede antojar cuando aún tiene sus vestiduras llenas de sangre.
Os
he defraudado... os he engañado... ¿verdad? ¿Creíais que venía yo aquí esta
noche a hablar de Antonio Machado, con un discurso de ocasión, y que me iba a
comportar como un mantenedor de juegos funerales?
Machado,
que está ahí en efigie... y su espíritu invade el ámbito de este templo, porque
todos ahora pensamos en él, sabe que todo cuanto he dicho de los poetas muertos
y de la Poesía asesinada, lo he dicho por él y para él.
Machado
fue un gran hombre... uno de los pocos poetas españoles ungidos con aceite puro
y sagrado de olivos. Y un mártir –algo forzado ya- del ensueño y de la esperanza.
Quiso creer, pero no pudo, como don Miguel de Unamuno.
Su
nombre queda escrito en el santoral trágico y poético español, que no sabemos
la suerte que correrá “en la muerte, el silencio y el olvido” de España, de
este pueblo extraño que nació para que sus poetas cantasen el triunfo de la
Justicia... y no pudieron cantar más que la envidia, la traición y la
desventura.
¡España...
España! ¿Por qué tú que viniste al mundo a defender la Justicia “con una lanza
rota y con una visera de papel”, acabaste siendo madre de traidores y te has
deshecho en polvo rencoroso?
Cuando
dentro de algunos siglos, si el mundo sigue caminando, los eruditos y los
paleógrafos venideros encuentren los libros de Machado, en algún rincón
defendido por el viento, se quedarán absortos y ceñudos ante versos como éstos,
que no podrán transcribir:
Veréis
llanuras bélicas y páramos de asceta.
No
fue por estos campos el bíblico jardín...
Son
tierra para el águila... un trozo del planeta
por
donde cruza errante la sombra de Caín.
¿Qué querría
decir aquí el poeta?... ¿Y aquí? ¿Qué quiere decir?
Tiene
el padre entre las cejas un ceño que le aborrasca
el
rostro un tachón sombrío como la huella de un hacha.
Los
hijos de Alvar González ya tienen huerta y majada.
Y otra vez
aquí la palabra Caín, que se repite tanto:
Mucha
sangre de Caín
tiene
la gente labriega...
Y este
soneto..., ¿por qué terminaría así este soneto el poeta Machado?
Hoy
que es espalda el lomo de tu fiera
y
es el milagro de no ser cumplido,
brinda,
poeta, un canto de frontera
a
la muerte, al silencio y al olvido
Ya
no es más que un símbolo. Ahora Machado ya no es más que un símbolo... un
símbolo y una acusación, como García Lorca y como don Miguel de Unamuno.
Ayer...
hace ahora poco más de diez años, todavía era un hombre. Lo conocí. Fuimos
amigos apretados por la tragedia y el desvelo. Podría contar hechos y palabras
suyas que yo sólo sé. Pero no es ésa, la hora de las anécdotas ni de la
historia puntual tampoco.
Subimos
y bajamos muchas escaleras juntos en los días oscuros de la guerra. ¿De qué
guerra? ¿De qué guerra de España? No ha habido nunca más que una guerra en el
mundo... ¡la del hombre! Como no ha habido nunca más que una sola Poesía... y
un solo poeta: el viento... el viento cantando su vieja y monótona canción por el
gran embudo de la Tierra.
Y
este viento, que es la voz de Dios, ha enmudecido ahora. Y la Tierra que antes
nos mostraba signos misteriosos que esperaban la fecundación – la
interpretación del viento-, se ha vuelto hoy estéril, opaca y enemiga. Porque
el mundo está ganado por una ráfaga sorda y acusadora del hombre. Aquella
ciudad ideal que queríais levantar los filósofos y los santos, es ahora una
Babel dirigida por la codicia, por el fraude y por el miedo, y donde la voz
misma de Isaías quedaría aplastada bajo el pregón mecánico del mercader.
El
poeta y el profeta no tienen silla ni lugar hoy en esta ciudad..., donde los
ladrones del pan y del espíritu se han apoderado de todas las tribunas.
Y
la piedra... aquella piedra que había en el ejido, a la puerta de la ciudad,
donde el poeta extraviado y el profeta vagabundo se levantaban con los pies
descalzos, a pedir perdón y hospitalidad, y desde donde decían la palabra de
Dios, con la espada del verbo en la boca ya ha derribado la piqueta del odio y
del terror. Porque tienen miedo de todo y piensan que hasta el poeta puede ser
un espía enmascarado.
Yo
no soy un espía enmascarado.
Tal
vez soy el último poeta del mundo. Podéis subrayar la palabra último para
significar que soy el último en méritos y el último en la gran causa de los
poetas condenados de España, que sólo han sabido cantar desesperadamente la
muerte:
¡España...España!
todos pensaban...
el
hombre, la historia y la fábula...
todos
pensaban
que
ibas a terminar en una llama
y
has terminado en una charca.
¡Mirad!
Allí no queda nada.
Al
borde de las aguas cenagosas:
una
sotana negra... una gran calavera...
y
una espada...
Sí,
yo soy el último poeta condenado de España, ya próximo a enloquecer y
enmudecer. Y he venido aquí esta noche a dejar esas palabras acusadoras, esta
corona de rosas negras, a los pies de un poeta muerto, de El Poeta Muerto... de
la Poesía asesinada.