Cartas de Antonio Machado a José Ortega y Gasset


CARTAS DE ANTONIO MACHADO A JOSÉ ORTEGA Y GASSET 

Carta, 9 de julio de 1912
Ilustre amigo mío.
Con el alma agradézcole su amable carta. Si no fuera porque la enfermedad de mi mujer me tiene demasiado abatido le escribiría muy largo, pues su carta, aunque breve, tiene para mí mucha substancia.
Menos impresión, me dice V., y más construcción. Creo que señala usted con certero tino lo que a mí y a otros muchos nos falta y nos sobra. Es verdd. Nuestras almas tienen una arquitectura bastante deleznable y no es fácil que nuestra obra la tenga más sólida. Crea V., sin embargo, que mi constante deseo es poder algún día construir algo que se tenga en pie por sí mismo. Ya empiezo a desconfiar, porque la vida es corta y da para poco.
Cuando V. escribió sus hermosos artículos en pro de la influencia germánica, sentí cierto deseo de escribir algo a mí vez, pero comprendí que no hubiera podido añadir sino un poco de pasión –pasión hostil, algo africano, de antipatía hacia Francia, exacerbada por mi residencia en París durante algunos meses- que me hubiera llevado a la injusticia, al error. Vi entonces que en mí no hay otro bagaje de cultura que el adquirido en mis años infantiles de los 9 a los 19, en que viví con esos santos varones de la Instituticón Libre de Enseñanza. Después muchos años de lectura sin método, en malas bibliotecas, con malos maestros y la vida, lo que hemos dado en llamar la vida: el café, la calle, el teatro, la taberna, algo muy superior a la universidad, por donde también pasé.
Años de soñolencia y desconcierto precedieron al momento catastrófico y sentimental en que comenzamos a escribir nuestras ansias de nuestra vida. Amargura, desengaño, descontento, rencor, en un caos pasional vivíamos. Fue aquello el despertar bilioso de una gran pesadilla. Se gritaba, unos iracundos, otros compungidos, y en algunas voces, no las menos sinceras, difícilmente se distinguía el disgusto de haber despertado del santo deseo de despertar al prójimo. Hubo entonces una gran virtud. La sinceridad, llevada hasta el absurdo, hasta el suicidio ¿Fue esta generación a la que Azorín ha llamado libelo en nuestro (sic) pergaminos? Yo lo admiro, no obstante, y siento que haya pasado tan pronto. Creo que no ha llorado bastante, que no ha chillado bastante, que ha destruido poco, que ha protestado poco, que el estado de inconsciencia y de iniquidad contra el cual nos revolvíamos persiste, que aquel santo e infantil odio a los viejos se ha extinguido muy pronto ¿Qué una nueva generación optimista y constructora se acerca? Así sea. De todos modos nos agradecerán lo poco que derribamos y nos censurarán acerbamente por lo mucho malo que dejamos en pie.
Yo, por mi parte, sólo siento lo que llamaba Schiller sátira vengadora; la vida española me parece criminal, un estado de iniquidad sin nobleza, sin grandeza, sin dignidad. He aquí lo que yo siento sinceramente; si este sentimiento puede construir algo…
V. pertenece a esta misma generación; pero más joven, más maduro, más fuerte; tiene la misión de enseñar a los que nos sucedan en sólidas y altas disciplinas. No dude V. de su influencia sobre los que vienen ni tampoco de la retrospectiva sobre los que quedamos algo atrás. Sea V. como es, maestro antes que todo en el más noble sentido de esta noble palabra.
… Y aquí donde tan bárbaro concepto se tiene de la cultura… La muerte del gran Menéndez Pelayo ha venido a evidenciarlo. Si a un mozo de cordel y a una lavandera se hubiera encargado la oración fúnebre del egregio Don Marcelino ¿hubiera dicho, en el fondo, otras cosas? “Se murió la ciencia española?” “¿Quién podrá substituir a Menéndez Pelayo?” ¿Se cegó el pozo de la ciencia”. “¿Dónde llenaremos nuestros cubos?” ¡Pobre Don Marcelino!
Cierto que no hay modo de substituir a Menéndez Pelayo, ni es posible que un hombre substituya a otro. Lo que importa es que un grande hombre tenga quien le suceda y si no tiene ¿dónde está su grandeza?
¿Por qué no escribe V. algo sobre esto? Yo esperaba la voz de una santa indignación contra tanta sacrílega burrada como se ha proferido desde las alturas. Hace algunos años hubiéramos protestado con muchas firmas, con noble escándalo, como del célebre homenaje a Echegaray.
En fin, no me haga V. mucho caso. Yo vivo muy apartado de la corte, leo poco de lo que por ahí se escribe, pienso también en otras cosas. Es posible, también, que ese ambiente haya cambiado mucho. ¿Habrá ya en ésa jóvenes encantados de haber nacido? Paréceme que se comienza a restaurar la tranquilidad, la conformidad, la alegría que juega al tute, descifra charadas y discute de toros. A mí me atrae la vida rural, la vida trágica del campo y del villorrio; creo que de este modo estoy más en contacto con la realidad española. Además esto me inspira a algo; aquello, nada.
Cuando los intelectuales, los sabios, los doctores se dignan ser folk-loristas y desciendan a estudiar la vida campesina, el llamado problema de nuestra regeneración comenzará a plantearse en términos precisos. Mientras la ciudad no invada al campo –no con productos de desasimilación, sino de nutrición, de cultura- el campo invadirá a la ciudad, gobernará –si es que puede gobernar lo inconsciente- dominará, impulsará la vida española. Esto es lo que pasa hoy. La mentalidad dominante española es de villorrio, campesina, cuando no montaraz. La ciudad manda al campo recaudadores de contribuciones, diputados, guardias civiles y revistas de toros; el campo envía a la ciudad, por un lado, al pardillo, al cacique, al abogado, al político, y, por otro, al cura. Este último es el elemento más fuerte, más fecundo, porque al fin tiene una virtud radical, esencialmente campesina, la castidad, que duplica la virilidad. Ambos productos del campo son los absolutos dominadores. Lo que llamaos cultura es algo que ni va ni viene, ni está más que en el cerebro de unos cuantos solitarios.
Con gran placer leía y releí sus artículos sobre arte en torno a la pintura de Zuloaga y todo lo poco y muy bello que V. publica. Por cierto que dejó V. sin terminar en “La lectura” su trabajo sobre las lecciones de Freud. También leo al maestro Unamuno, a quien cada día admiro más, a Azorín y a Maeztu.
En fin, quiero terminar, pues bien conozco que es mucha la extensión de esta carta para dirigida a un estudioso y a un sabio por un humilde profesor rural y poeta un poco trasnochado, pero que muy sinceramente le admira.



Carta, 17 de julio de 1912
Yo veo también la poesía como algo que es preciso hacer. Yo creo que la lírica española –con excepción de las Coplas de Don Jorge Manrique– vale muy poco, poquísimo… Paréceme a mí que el lírico español no ha nacido aun, acaso no nazca nunca. Sin embargo ningún momento tan propicio como el actual en que nos proponemos crear la patria3 Estos argumentos tan categóricos y duros con el pasado, pero

1º Que nuestra lírica no la hemos de sacar de nuestros clásicos. 2º Pero que sí la hemos de sacar de nuestra tierra y de nuestra raza. 3º Que la tradición tal como ha llegado a nosotros, no es un valor poético; con ella no se puede construir nada. 4º Que la poesía es siempre agua que corre, actual, de esa actualidad que tiene su raíz en lo eterno. 5º Que no se es castizo por vestir trajes o adoptar formas de lenguaje de otras épocas, sino ahondando en el hoy que contiene el ayer, mientras que el ayer no podía contener al hoy. 6º Que el poeta puede hacer hablar a las piedras, pero que debe también interrogar a los hombres. 7º Que no es el poeta un jaleador de su patria sino un revelador de ella. 8º Que es preciso buscar el poema fundamental nuestro que no está en la historia, ni en la tradición, sino en la vida.


En otras cartas a Ortega y Gasset y a Juan Ramón Jiménez, Machado expresa sus preocupaciones y ocupaciones en estos difíciles años de 1913-14. En una carta a Ortega, de 2 de mayo de 1913, dice:

Yo empiezo a trabajar con algún provecho. Desde hace poco empiezo a reponerme de mi honda crisis que me hubiera llevado al aniquilamiento espiritual. La muerte de mi mujer me dejó desgarrado y tan abatido que toda mi obra, apenas esbozada en Campos de Castilla, quedó truncada. Como la poesía no puede ser profesión sin degenerar en juglaría, yo empleo las infinitas horas del día en este poblachón en labores varias. He vuelto a mis lecturas filosóficas —únicas en verdad que me apasionan–. Leo a Platón, a Leibniz, a Kant, a los grandes poetas del pensamiento [en Antonio Machado, Epistolario, Barcelona, Octaedro, 2009, p. 111].

«Escuché en París al maestro Bergson, sutil judío que muerde el bronce kantiano, y he leído su obra. Me agrada su tendencia. No llega, ni con mucho, a los colosos de Alemania, pero excede bastante a los filósofos de patinillo que pululan en Francia»