Hebe. Leonor Izquierdo Cuevas. Carolina Riera.




Ilustración portada: Félicitée. Óleo sobre lienzo: Silvia Clapés Torres




HEBE O UNA GRIETA EN EL SILENCIO

Por Cristina Falcón Maldonado

https://www.escritores.org/libros/index.php/item/cristina-falcon-maldonado

«Mis ojos han encontrado en la pared una grieta donde refugiarse»

Una grieta que al ser escuchada, abre en su resquicio la posibilidad de un hallazgo, que puede allanar el camino de interrogantes que, a lo largo de más de cien años solo han encontrado el silencio como respuesta al inexplicable anonimato de una mujer, Leonor Izquierdo Cuevas, a quien, ni su condición, su juventud, sus orígenes o las convenciones sociales de la Soria en los albores del siglo XX, disuadieron de alzar el vuelo de una vida propia, breve, intensa y valiente. La Hebe que escanció el néctar de la vida en el ser y en la obra del señor de negro de estas páginas, el poeta Antonio Machado.

Pero, ¿qué subyace detrás de una búsqueda, de quien busca?

Un encuentro con Carolina Riera, que debo a la poesía y a la isla de Ibiza, me ha regalado el descubrimiento de “Hebe”, novela coral, polifónica, llena de matices, hondura y resistencias vitales, que enhebra desde un extremo insospechado, una madeja de detalles infraordinarios, desplegados con sutileza y a la vez, con la determinación que exige la búsqueda, que reivindiquen el vacío de la historia silenciada.

París, Nantes, Saint – Nazaire, una calle, La Baclerie, una cantina con el sugerente nombre de Timshel (tú podrás), nos inician en el viaje. Ida y vuelta entre dos siglos y una investigación que la autora va deshojando página a página, por las carreteras secundarias de las vidas de sus personajes, para redibujar las líneas de una cartografía humana, escurridiza, poblada de incógnitas.

«Busqué mis ojos y les reté a mirarme; no conseguía concentrarme y la mirada seguía comportándose de manera huidiza. Volví a intentarlo y fue entonces cuando un incomprensible rubor hizo su aparición. De manera incontrolable y sentí una plena, aunque efímera armonía. Me increpé: «¿Y tú? ¿Quién eres?»

Quien busca, quien se increpa es Agnés, quien investiga, imagina, entreteje aparentes coincidencias, siguiendo las pistas de una ficha de internamiento en un hospital de París, convencida de que habrán de conducirla a la única hipótesis de la que dispone para reconstruir los meses parisinos en la existencia de Leonor Izquierdo, aunque para ello tenga que verse en un precipicio, a punto de caerse.

 «Si me dejaba caer, significaba que abandonaba definitivamente el rastro marchito de aquella mujer, de aquellas mujeres que me habían llevado hasta allí»

Entonces, «esa hermenéutica extraña, que, es, al fin y al cabo, la vida de una mujer», las vidas de aquellas mujeres que habían conducido a Agnès de España a París, de París a Nantes, al puerto de Saint – Nazaire, al piso de Berhe Vittet, en la calle de La Baclerie, a una llave en el fondo de un buzón, se encargan de obrar los hallazgos: LUD, Cécile Berthe Barré, una de las cuentas sujetas al hilo que mantiene la memoria, esa memoria que ha llegado a la extenuación en medio de la búsqueda, hasta doler, para recomponerse una vez más en la claridad que aguarda a quien no desfallece.

«No recuerdo donde leí o escuché una vez que la verdadera amistad entre mujeres gozaba, además, de cierto poder de absolución. Quizás esa frase vuelve hoy irremediablemente a mi memoria porque solo con su clemencia y con la amnistía que otorga el tiempo cuando ya han pasado más de cien años, me he sentido capaz de comunicar el legado que nos dejó una mujer, Leonor. Fue, como tantas otras, una vida breve; acababa de cumplir dieciocho años cuando murió; pero apenas unos meses antes, como podremos observar a través de su azaroso diario, había estado ingresada cincuenta y cinco días en París. Enfermó el 14 de julio de 1911  

Traspasado el umbral de una puerta pintada de blanco en la que no se había reparado, camuflada por el olvido en el hueco de una escalera, el hilo argumental de la novela da un vuelco que lleva a Agnès a las calles que fueron testigos de la historia de Leonor y el poeta, al Hospital Fernand Vidal, antes Maison Municipale de Santé, en la calle del Fauborg Saint-Denis, 200, de París.

Agnès se pregunta «¿Qué había en ese rostro que volvía a dejarla inmóvil? Pero no, no era el rostro. Posiblemente fuese la sensación de estar pisando el mismo suelo que ella, Leonor, había pisado. O quizás no. ¿Acaso no la sujetó en sus brazos —tan menuda como era— y se adentró en este lugar en busca de ayuda y socorro? ¿Cómo llegaron hasta aquí ¿Por qué aquí?»

En la minuciosa y reveladora recreación de El diario de Leonor, al que Carolina Riera pone palabras y una voz propia que, desde la primera anotación, fechada el 11 de enero de 1911 (al día siguiente de la llegada del poeta y Leonor a París) va creciendo, mientras se cuenta a sí misma; la mujer que a lo largo de los seis primeros capítulos hemos esperado escuchar.

Sorprende el arriesgado andamiaje de la novela, que es un acierto de la escritora, porque en esos esos primeros capítulos están las claves de ese andar entre dos épocas, en la otra historia de la historia, la de mujeres adelantadas a su tiempo, independientes, intrépidas, arrobadoras.

Los diarios nos llevan, como si de un cuaderno de bitácora se tratara, de París a la Soria de provincias de principios del siglo XX, al primer encuentro del poeta y quien será la Hebe de su vida.

«Martes 31 de enero

Ya han pasado tres años desde aquella mañana que me vio, por primera vez, pálida y extenuada, sin aliento. Subía corriendo desde la Plaza Mayor por la calle del Collado hasta la Plaza de Teatinos cuando me topé con él y, sollozando le dije que otra vez había sucedido un crimen y que dos niñas habían sido degolladas. En aquel momento quiso abrazarme y retenerme como si sus brazos fuesen mi única meta, el único lugar donde aquella niña risueña y hacendosa que yo era para él pudiera conseguir una pincelada de color que devolver a sus mejillas. Y así lo intentó pero no pudo retenerme ya que mi trayecto no finalizaba allí».

Ese trayecto de dos vidas, Leonor y el poeta, que comenzaba allí, y que conforme avanzamos, guiados por las fechas del diario, nos revela en su esencia lo que fueron el uno para el otro, en ese amor y admiración que les encendió la existencia.

«Viernes 3 de marzo

En casa, nunca oí a mis padres hablar de temas que no estuviesen relacionados con la casa, con el trabajo o con la comida y ahora me doy cuenta de que todas esas cosas, en el fondo no son las más importantes. Cuando me habla así, acabo quedándome callada y solo deseo escucharle. Le da vueltas y más vueltas a realidades que antes me hubieran pasado desapercibidas y quizás también ahora. Quiero aprender. Todavía estoy a tiempo. Estoy segura de que no es demasiado tarde».

El poeta y su compañera, de silencios, de esperas, de celebraciones, de incertidumbres, de esa intimidad compartida, del hombre poeta, de la mujer que se descubre dueña de sí misma, de su propio trayecto, de sus deseos, sus interrogantes, del ejercicio de esa compasión y admiración que se profesaban y les unía a los demás.

«Sé que afuera hace mucho frío pero es diferente al que siento aquí. Además, veo mujeres por las calles y muchas también caminan solas. Me gusta mirarlas. Sobre todo en el parque, cuando me siento y ellas pasan. Me miran y a veces sonrío cuando descubro que ya nos habíamos visto y que nos habíamos mirado. Algunas creen que estoy sola y su mirada descansa en mis ojos un momento»

Una de esas mujeres es Felicitée, en quien Leonor encuentra a una oyente coetánea que despierta de inmediato una conexión especial, a la vez que una profunda conmiseración, tras un primer encuentro casual en un callejón de la Ciudad de la Luz, y otros más tarde en los Jardines de Luxemburgo, que la llevan a plantearse su yo, su relación con ese nuevo destino; que serán cruciales en el devenir de Leonor, “esa mujer que camina diferente; como si por fin apoyase todo el pie en el suelo y ha dejado de caminar de puntillas”, también en el de Antonio Machado.

En el diario hay un salto temporal entre los apuntes del 7 y el 27 de julio, un espacio de tiempo que coincide con las primeras manifestaciones inequívocas de la enfermedad y las primeras semanas en el sanatorio donde Leonor ha sido ingresada, en el que hace mención de dos enfermeras que se ocupan de la primera planta, en especial de la enfermera más joven, con la que puede comunicarse en español, que es muy simpática y cariñosa «una mujer muy dulce y, cuando ella está, “Antonio se encuentra mucho más tranquilo»

¿Quién es esa mujer? ¿Qué nos deparan las páginas de esa segunda carta que da nombre al último capítulo? Es aquí donde el andamiaje de la novela nos tenderá el otro extremo de ese hilo engarzado con la última de las cuentas…

Podría continuar releyendo estas páginas, reparando en nuevas señales, disfrutando del aliento con el que se narra una vida, la de Leonor Izquierdo, para fortuna de quienes hemos llegado a esta novela necesaria.

Desde aquí animo a emprender este viaje de viajes, de convergencias humanas que se reflejan camino de Nantes. 

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"En esta novela nos encontramos con Leonor Izquierdo". 

Amparo Hurtado

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Leonor rescatada

Por Nadal Suau

El Mundo-Baleares

COINCIDEN en las librerías dos novedades que aluden a unos años cercanos en la vida de dos personajes en la sombra de la historia literaria. Por un lado, el Diario de juventud de Zenobia Camprubí (Fundación José Manuel Lara, edición de Emilia Cortés Ibáñez), esposa de Juan Ramón Jiménez. Por otro lado, la novela Hebe, de la ibicenca Carolina Riera, que acoge entre sus páginas otro diario, el de Leonor Izquierdo Cuevas, la chiquilla que se casó con Antonio Machado a los quince años y murió a los dieciocho, víctima de la tuberculosis. Un diario real; otro imaginado, novelesco. Ambos dicen cierta verdad, aunque son verdades de naturaleza distinta.

El contraste entre esas dos mujeres es tremendo: Zenobia representa la burguesía internacional, con ramificaciones familiares en Nueva York y un pie en el gran mundo, y con una agenda hecha de tés, lecturas en tres idiomas, partidos de tenis muy interesantes, compras, vida social; Leonor, hija de la pareja que regentaba la pensión soriana en la que residía Machado, apenas ha salido de su ciudad provinciana cuando su matrimonio la lleva a París por primera vez; su cultura es limitada, su mirada popular. El Diario de juventud de Zenobia abarca de 1905 a 1911, y es sólo el periodo formativo de una biografía larga; el falso diario de Leonor en Hebe nos lleva de enero a julio de 1911, y en él cabe la plenitud de una vida que terminó en 1912 y fue más secreta que la de Zenobia, más desconocida. Apenas sabemos nada de Leonor, porque en su historia intervienen varios factores: el género es uno, la clase social otro, y una muerte prematura es el más insalvable de todos. El 20 de marzo, Zenobia apuntó que estaba leyendo La Maitre des Forges; ese mismo día, la Leonor imaginada confiesa que el francés le parece “un idioma misterioso” que a duras penas puede descifrar.

El texto de Zenobia, editado junto a otros escritos y traducciones suyos, desprende una verdad que resulta anecdótica sin el contexto que proporciona nuestro conocimiento de la historia, el texto que Riera ha imaginado para Leonor, jugando con la ventaja de conocer el final de sus días, miente en casi todo porque no sabemos casi nada de ella, pero es un relato coherente y autónomo, vertebrado en una dirección clara: aquí se insinúa su solidaridad con otra mujer, una cocotte, como origen de su enfermedad, y su invisibilidad se combate con una narración que va ligando los destinos de varias mujeres en el tiempo hasta llegar a su narradora principal y contemporánea, Agnès, una investigadora decidida a recuperar a Leonor del silencio. La escritura de Riera y su estrategia narrativa son indirectas, y el resultado es una buena novela, algo misteriosa, sutil, que imagina una historia oculta hecha de complicidad femenina.

Hebe se presenta el próximo viernes 5 de febrero a las 20,30, en Literanta. Yo estaré allí para preguntarle a Riera cuánta verdad puede rescatar una ficción, aunque ya ha respondido con su libro. 


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Carolina Riera debuta en una novela con una ficción sobre Leonor, esposa de Antonio Machado

Francisco Barrasa

Última Hora (Palma de Mallorca)

Con solo trece años de edad, Leonor Izquierdo se convirtió en la musa de Antonio Machado, uno de los grandes poetas españoles del siglo XX. Es el trasunto de Hebe, la primera novela de la escritora ibicenca Carolina Riera (Vila, 1964), profesora de Literatura en el IES Isidor Macabich de Eivissa, quien confiesa que la idea proviene de “la pasión que siento por la obra machadiana y el interés que despertó en mí la figura de Leonor, de quien nada sabemos durante su breve matrimonio con el escritor.”

Hebe nació de la decepción de la autora “tras la investigación que intenté sobre las huellas de Leonor en París sin encontrar datos o documentos relevantes incluso sobre su estancia en los hospitales de la ciudad.”

Riera ha planteado con la imaginación de novelista lo que la Historia no le quiso contar, mediante el relato de una relación de amistad entre mujeres “en la que se puede constatar que observando a alguien, aunque sea a cierta distancia, se puede acabar sabiendo mucho de esa persona”, señala.

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Hebe y Leonor

Por Jesús Bozal Alfaro

Director Fundación Española Antonio Machado (FAM) 

Todo comienza en París, podríamos decir. O en Eivissa, Ibiza, si pensamos en la autora de la novela, Hebe, Leonor Izquierdo Cuevas (1894-1912), Rilke, 2021, Carolina Riera.

En el contexto de una investigación sobre la estancia en la capital francesa de Leonor Izquierdo y Antonio Machado, entre enero y septiembre de 1911, Carolina Riera quiere compartir con sus lectores y lectoras la historia de una serie de mujeres pertenecientes a tres generaciones alejadas en el tiempo pero relacionadas entre sí por la figura de Leonor: Celeste y Charlotte, dos mujeres avanzadas de finales del siglo XIX; Berthe, Sophie y Agnès, representantes de la generación actual, y Cécile y Leonor, enfermera y paciente en la Maison Municipale de Santé en 1911.

Su protagonismo en la novela se verá reflejado en un variado ramillete de situaciones diferentes. Sabremos de Berthe, por ejemplo, en el capítulo III, y de Sophie, a través de dos cartas que envía a Agnés, protagonista principal de la novela, en los capítulos IV y VIII. Estos encuentros, el propio desarrollo de la investigación y la descripción de los espacios compartidos, nos irán aproximando a la biografía de Cécile Barré en los capítulos VI y VII (El Diario de Leonor). A pesar de la especificidad de sus experiencias vitales, “el hecho de haber nacido mujer” creará entre todas ellas un nexo común y solidario.

Para poner en valor cada una de estas historias individuales, Carolina Riera situará su relato en dos espacios urbanos diferentes. Nantes, en torno a la casa de la calle de la Bâclerie, “la casa de una mujer”, descrita por fuera y por dentro de una manera magistral. En ella, tanto Berthe Vittet como Elina, su propietaria, Cécile, Gertrude, Sophie y Agnès, en ausencia de la primera, encontrarán un hogar, un sitio de paz, un refugio, un “musée”, un templo; el punto de partida o de ruptura de cada una de las etapas de sus vidas. Y París. El Hospital de Laboisière, donde la becaria Agnès Casas busca información sobre Leonor; el número 2, rue du Perronet y la Maison Municipale de Santé en donde esta pone fin a su Diario.

La aventura amorosa entre el doctor Morel, jefe del SÔP, y Agnès Casas, servirá a la autora de esta novela para resaltar la relación estable, feliz y justa del matrimonio español. Mas, esta temática amor/desamor no se limita a la relación entre hombre y mujer, sino que adquiere una dimensión superior con el protagonismo de Cécile Barré, nieta de Charlotte e hija de Celeste, y sus manifestaciones explícitas de fraternidad, solidaridad y compasión.

Hebe representa en fin un marco reconocible en el que los personajes principales, siempre mujeres, buscan una respuesta clara a las múltiples cuestiones relacionadas con “esa hermenéutica extraña que es, al fin y al cabo, la vida de una mujer”. Respuestas que la autora deja abiertas al juicio libre e inteligente de sus lectores y lectoras.

Desde el punto de vista literario, Hebe es un ejemplo de escritura correcta, equilibrada, respetuosa, atractiva, a veces socarrona, otras dolorida, chispeante, risueña, dulce, generosa, compasiva y justa cuando habla de sus protagonistas, audaz en las descripciones, mordaz y tajante cuando corresponde.

Su discurso reúne un rico mosaico de buena literatura, momentos de emoción, escenarios de seducción, brotes de humor exquisito, de ironía calculada, magia y fantasía bien trabajada e ingeniosa. Hablamos, en este último caso, de la desaparición en el mar de la madre de Rush, la entrada imposible de un piano en la casa de la rue de la Bâclerie, la presencia del “verdadero visitante”, la butaca ocupada o vacía...

Escribe Sartre en su Qu´est-ce que la littérature ? que el estilo es personal, pero no debe poner en cuestión el mensaje. En el caso de Hebe, Carolina Riera enriquece este último. Hebe mantiene en todo momento un ritmo cadencioso y fresco, que permite al lector saborear con fervor cada signo, cada símbolo encontrado. Su lectura, cómoda, atractiva, envolvente, nos convoca a compartir hasta los silencios de los personajes. El lenguaje pulcro, rico en matices y vocabulario, crea una permanente atmósfera positiva. Los planos narrativos separan y relacionan. Cada uno con su estilo, ritmo y estructuras adecuadas, que embellecen y agilizan su lectura. 

Carolina Riera demuestra en su novela una verdadera destreza para describir planos, recorridos, escenarios, situaciones, personajes, espacios concretos (mercado de frutas, cantina…), puntos de atención (una gata, una butaca, una historia antigua), dependiendo del marco narrativo, del paisaje físico, natural y humano, con absoluta finura, maestría y ternura.

Todo está absolutamente calculado en esta novela. El puzle es perfecto. Las etapas se suceden en un orden exigente. En medio de vacíos, frustración, belleza, cultura y espiritualidad, la figura de Leonor se convertirá, a través de su diario, en la oración sublime y poética que comprende todas las situaciones, protege a sus protagonistas y redime sus biografías porque, como escribe refiriéndose a Félicitée, lo que vi en esos ojos no era malo.

Las grietas, la lluvia, el misterio, la soledad, el azar, las despedidas, el vacío, el miedo, la belleza, los cambios y los mitos ilustran, en fin, el ansia de autonomía emocional y personal que inspira este magnífico trabajo.  

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Selección de textos 
 

I

(una grieta en la pared)

 

«Voy en tren camino de Nantes. Un paisaje colmado de neblina se adhiere por un instante al cristal y en mi retina como si intentase arrancar sus raíces, borrar los caminos y desviar los senderos para participar, aunque solo sea en un nuevo intento fallido, en la aventura de subirse a un tren que invade sin escrúpulos su espacio.

Dentro de mí, un anhelo de quietud. Albergo esperanzas contradictorias que con mejor fortuna han conseguido subir al tren y parecen dibujarme un gesto mucho más apacible que el de las últimas semanas, los últimos días, las últimas horas y hasta el último segundo antes de abandonar el andén y salir definitivamente de París”.

 

«Todavía no habían vuelto a esa casa que se perdía entre los estrechos callejones de la parte antigua de la ciudad y, después de tantos años, ese espacio olvidado reclamaba una mano compasiva que abriese —aunque solo fuese por unas horas— esos ventanales que daban a la calle de la Bâclerie.» 


II

(se miran, hablan…)

 

«Berthe Vittet vive en la calle de la Bâclerie, en Nantes. Es un callejón estrecho muy cercano a la plaza de l’Écluse, en uno de los barrios más antiguos de la ciudad. La casa es pequeña pero para ella es suficiente; la reformó hace ya algunos años. Las lluvias habían hinchado las maderas de las puertas que daban al callejón y tuvo que sustituirlas por otras que parecen cerrar herméticamente.

Seguramente, desde entonces, los inviernos son más llevaderos. Tiene geranios en un estrecho balcón donde apenas se puede dar un paso. Ahora las puertas son blancas y las cortinas también. No ha cambiado ni remodelado nada más. La fachada no tiene muy buen aspecto pero, por ahora, aguanta el paso del tiempo y parece que no exige ninguna reforma inmediata. Ello no quiere decir que Berthe, que no es una mujer precavida,

abandone todo el peso de su cuerpo en las barandillas que dan a la calle. Sabe que no debe hacerlo porque solo un poco de cemento las une a la fachada y se ve que están algo cedidas; sobre todo, la que queda a la izquierda cuando miras sus balcones desde el callejón. Aparentemente, desde la calle, cuando elevas un poco la mirada y observas ese balcón, te da la impresión de que los dos ventanales se hallan en la misma habitación en el interior de la casa, pero no es así. El de la izquierda comunica con su alcoba, único dormitorio, y el otro, el de la derecha, donde pasa la mayor parte del tiempo, comunica con un curioso salón”.

 


La casa de la calle de la Bâclerie.

III

(la casa de una mujer)

«Cuando uno entra en una casa (por ejemplo, en casa de Berthe)», repetía a modo de salmodia mientras me adentraba en calle de la Bâclerie. Habían terminado los delirios, las quimeras, los simulacros y los folios garabateados de simulaciones. Iba a entrar, por primera vez en casa de Berthe.

Posiblemente había sido la propia experiencia la que me había llevado a concluir que solo se llegaba a conocer a una persona si habías estado, aunque fuese solo una vez, en su casa y lo que no dudaba porque lo sabía con certeza era que se trataba de uno de los pocos o únicos dogmas que agilizaban mi vida. Lo sentía como un apéndice ligado al hábito de relacionar los rasgos faciales con el temperamento de las personas; no todo acababa ahí. Había más y necesitaba delatarme al contar que dichas interrelaciones aparecían de manera casi enfermiza. Eran juegos adictivos, juegos que rellenaban huecos, colmaban espacios y completaban silencios.

Variopintos decorados deslumbraban mis ojos cuando la llave abrió la puerta. Entré de puntillas en todos los sentidos que podamos interpretar esas palabras; mariposeé por todas las esquinas de aquel lugar. Abrí los ventanales; primero de una habitación y después de la otra. Entré en la cocina que, ante mi sorpresa, tenía el techo abuhardillado, y abrí, con cierta dificultad, una puerta de madera a la que se accedía tras bajar dos escalones de piedra que estaban situados en la parte donde el techo era más bajo. Nada más abrir, entró la gata que hasta ese momento había olvidado; lamió mis dedos y las tiras de cuero con las que ataba mis sandalias, ladeó hacia un lado y hacia el otro aquella cabecita que había inclinado de manera coqueta entre mis piernas y empezó a descender los mismos escalones que acababa de subir. Abrí totalmente aquella puerta que había quedado entornada ante la entrada repentina de la gata y descubrí que los dos escalones del interior eran solo el final de la escalera que subía de un patio exterior en forma de pasillo. Desde abajo quise aplaudir ante la belleza de aquel ambiente creado de la nada; aquel humedal verdecido entre dos pequeñas y antiguas construcciones, eran una lección arquitectónica para todo aquel que pudiera contemplarlo.

El pasillo lo diseñaban una serie de macetas colocadas en fila india y la oquedad, cuya amplitud era la que ocuparían dos personas que caminan juntas, se iba ensanchando a medida que avanzabas por él aunque también era cierto que el cruce con una tercera hubiese exigido, en cualquier punto del trayecto, que una cediese el paso a las otras. Al llegar al final, un jazmín gigantesco cubría, como si de una sombrilla se tratase, una pequeña mesa adornada de esmaltes y una silla.

Bajo la mesa, había dos pequeños cuencos de barro con comida y agua para Poupée. Me senté y respiré hasta sentir la ebriedad del jazmín: quería quedarme”.

 

Capítulo IV


(la carta de Sophie) 

«"Hola, soy Sophie. No sé cómo empezar ni sé si seré capaz de abrir unas compuertas que permanecen cerradas en mis adentros desde hace posiblemente demasiado tiempo. No te equivocabas, Agnès, al tacharme de

fría e impasible. Lo soy. Es cierto. Solo puedo decirte, aunque sé que no me escuchas y que ya es tarde, que esa fue la única opción que me quedaba si tenía que seguir viviendo; era el único sendero por donde podía atreverme a seguir caminando: vivir bajo un paraguas por un camino solitario y permanecer a resguardo de todas las inclemencias que sé que existen aunque sólo sea por el hecho de haber nacido mujer”.

 

Capítulo V

(el que observa)

«Nada hacía previsible aquella llamada. Ya habían transcurrido siete meses desde su vuelta y, aunque seguía de manera intermitente la investigación, ya no esperaba ninguna respuesta. Durante las primeras semanas, había guardado una tímida esperanza pero también era consciente de que, como suele ocurrir casi siempre, uno encuentra respuestas a modo de consuelo antes de que la esperanza se desvanezca. Algo así había ocurrido.

Estaba convencida de que si el doctor Morel la llamaba, sólo sería para informarla de la recién descubierta pérdida de cientos de historiales médicos que, por una razón u otra, habían permanecido en los sótanos del hospital a la espera de ser nuevamente clasificados; que las fuertes lluvias del pasado otoño, unidas al mal estado del alcantarillado, habían producido una inundación en los subterráneos donde se hallaban los malogrados documentos. Otra opción era que la pérdida hubiese sido el resultado de una ineficiente gestión administrativa, un caso más de desidia o error huma no. Lo cierto es que, al escuchar el mensaje en el contestador, la sorprendió que no hiciese mención alguna de aquellos miserables acontecimientos. Escuchó el mensaje sin prestar demasiada atención porque seguía atrapada intentando imaginar el estado de los ficheros, de sus expedientes y los residuos de tinta todavía húmeda que bañaban aquellos historiales apergaminados y descoloridamente azulados. Esos fueron los únicos pensamientos que la inquietaron antes de colgar definitivamente el teléfono.

Cuando ya había entregado la tarjeta de embarque y se dirigía al avión, un repentino sobrecogimiento la hizo ser plenamente consciente de que el mensaje que había decidido su inmediato retorno no le ofrecía ninguna probabilidad de que hubiesen encontrado algo. Lo escuchó, de nuevo, antes del despegue: «Il se peut qu’il y ait quelque chose d’intéressant pour vous; mais je ne peux rien vous garantir. Je vous rapellerai. Au revoir, Madame.»

 

Hôpital Fernand Widal, Maison Dubois, Maison Municipale de Santé.

"A LA MÉMOIRE de ceux qui ont succombé dans cet établissement victimes de leur dévouement au service des malades".

 ("A LA MEMORIA de los que sucumbieron en esta institución víctimas de su entrega al servicio de los enfermos").

A LA MÉMOIRE des personnels des Hôpitaux Fernand Widal et Saint-Lazare morts ou disparus lors des deux Guerres Mondiales (Guerre 14-18 et Guerre 1939-1945.

(A LA MEMORIA del personal de los Hospitales Fernand Widal y Saint-Lazare muertos o desaparecidos en el transcurso de las dos Guerras Mundiales (Guerra 14-18 y Guerra 1939-1945).


Capítulo VI


(apuntes)


«Cécile Berthe Barré nació el 19 de febrero de 1888 en una pequeña región de Saint-Florent-Le Viel, situada a orillas del Loira, a escasos kilómetros de Nantes. Hija y nieta de farmacéuticos por el lado paterno, era la pequeña y la única hija del joven matrimonio Barré. Sus hermanos se llamaban Albert y Jean.


(Charlotte)

La madre de Cécile, Charlotte, había llegado a ser una mujer muy respetada en la comarca tanto por sus méritos artísticos como por sus cualidades humanas. No era oriunda de la ribera del Loira y, durante un tiempo, su fama remitió a unos orígenes desconocidos, tejedores de una aureola de misterio que por la extraña belleza de sus rasgos habían llegado a crear leyendas que se acercaban incluso a lo exótico. Asistía como oyente, con toda la regularidad que su labor como madre le permitía, a clases de Bellas Artes en el Liceo de Nantes, donde no tardó en figurar como una valiosa colaboradora en las prácticas de los talleres y como una eficaz ayudante en distintas disciplinas humanísticas. Destacaban sus preferencias por las lenguas clásicas y una predilección especial por la literatura alemana.

Era una mujer cuyo comportamiento la declaraba, irremediablemente, avanzada en su época; careciendo de estudios superiores de carácter oficial, era un ejemplo de mujer independiente y autodidacta. La educación que daba a sus hijos, con quienes permanecía gran parte del día, conciliando con una gracia envidiable sus responsabilidades como madre con las consabidas debilidades artísticas, se caracterizaba por la tolerancia y las buenas maneras.

Mlle. BARRÉ Cécile Berthe, 1ère Infirmière, 30 ans.

Décédée le 19 Octobre 1918 (Grippe Asiatique)

BARRÉ Célice, Enfermera Primera, 30 años. 
Fallecida el 18 de Octubre de 1913 (Gripe Asiática)

(Cécile)

La pequeña Cécile era la nieta que nunca llegó a conocer la intrépida Celeste; era un fruto tardío del matrimonio que había contraído Charlotte con Albert Barré. Se habían conocido en el Conservatorio de Nantes y su noviazgo había durado el tiempo estrictamente necesario para finalizar los arreglos de la casa familiar de Saint-Florent-le-Vieil y para obtener el permiso expreso de la autoridad eclesiástica.

Era una niña que había crecido en un ambiente afectivo en la casa familiar y muy cerca de su madre, a la que acompañaba al Liceo, donde era —como se pudo comprobar— conocida por todos, tanto por alumnos como por profesores. Rápidamente fueron también reconocidas las facultades artísticas de Cécile. Sus inolvidables participaciones en las representaciones teatrales del colegio y del Liceo eran valoradas unánimemente como brillantes. La jovencísima Cécile estaba especialmente unida a su hermano Jean, ocho años mayor que ella; con él compartía no solo unas líneas faciales esencialmente mediterráneas sino también la fortuna de haber sido bautizados por la vena humanística de su madre. El mayor, Bert —diminutivo de Albert—, había manifestado prematuramente su fascinación por todo lo relacionado con la navegación y no había tardado en vivir bajo la tutela de un tío abuelo paterno que era descendiente de una familia de armadores bretones que tenían sus instalaciones en el nuevo puerto de Saint Nazaire.

 

(Celeste)

"Celeste había decidido abandonar París e independizarse un 5 de septiembre de 1848, el mismo día que cumplía dieciocho años. Sus pasos la llevaron a Roma, ciudad que la recibió con una hospitalaria bienvenida sin ofrecerle seguramente ningún indicio que le permitiese inferir que, veinte años después, la muerte pondría punto final no solo a su vida sino a una celebración que había durado hasta el último minuto. Charlotte, su única hija, solo escribió una nota que señalaba el día y decía así: «Mi madre murió el 17 de agosto de 1868».

De su padre nunca se tuvo ninguna noticia. En Roma, año 1948, era todavía verano y solo habían pasado dos semanas desde su llegada, cuando un benévolo azar había llevado a Celeste, la abuela de Cécile, a compartir con otros huéspedes una accidentada experiencia en una pequeña pensión de la Piazza Barberini. Allí había conseguido una habitación mientras buscaba una casa donde instalarse y cumplir uno de los sueños que la habían empujado a iniciar ese viaje para el que solo había comprado el billete de ida. Fue víctima, como el resto de los huéspedes, de un repentino e improvisado registro militar. Ella no entendía exactamente lo que estaba ocurriendo pero, desde que había llegado, era un ambiente agitado el que se respiraba en las calles del Corso y sus alrededores. Se trataba, como pudo saber más tarde, del estallido de unas jornadas revolucionarias. Cinco extranjeros —tres hombres y dos mujeres—, fueron retenidos a lo largo de unas horas que debieron de resultar interminables; horas estas en que, según apuntaba Celeste en una carta de 1850, el tiempo había adquirido una esencia humana que lo convertía no solo en algo intangible sino también en una experiencia inconcebible. Fue entonces cuando la vio por primera vez. Era una mujer sin edad; su templanza desvelaba el armonioso casamiento de la sensualidad y la madurez cuando ambas respiran con tono sosegado y pleno. Admiraba el examen y la rápida asimilación que desplegaba aquella mujer sobre todo lo que estaba ocurriendo. Era una mujer magnánima y valiente que aceptaba las páginas de la vida conforme iban pasando. Hablaba de su hijo, el pequeño Angelo, al tiempo que evocaba sus largos y añorados paseos atravesando la isla de Fire, un banco de arena de cincuenta kilómetros que se extendía al sur de Long Island.

Se llamaba Margaret. Los tres jóvenes franceses, François, Pierre y Sebastian, compartían aspiraciones artísticas y recreaban un paradójico cuadro renacentista que sorprendía por su belleza exultante; una belleza que parecía expandirse por los rincones más siniestros de aquel lúgubre habitáculo donde esperaban ser liberados”.


"No recuerdo dónde leí o escuché una vez que la verdadera amistad entre mujeres gozaba, además, de cierto poder de absolución.

Quizás esa frase vuelve hoy irremediablemente a mi memoria porque solo con su clemencia y con la amnistía que otorga el tiempo cuando ya han pasado más de cien años, me he sentido capaz de comunicar el legado que nos dejó una mujer, Leonor. Fue, como tantas otras, una vida breve; acababa de cumplir dieciocho años cuando murió; pero apenas unos meses antes, como podremos observar a través de su azaroso diario, había estado ingresada cincuenta y cinco días en París. Enfermó el 14 de julio de 1911.

Agnès


VII

(El diario de Leonor)


Miércoles 11 de enero de 1911. París.

 

Llegamos ayer por la noche. Era muy tarde. Acabo de despertar y es la primera vez que lo hago en París. La verdad es que ya hace un rato que estaba despierta porque, aunque siempre intenta no hacer ruido, nunca lo consigue y yo me despierto enseguida. Hoy ha vuelto a ocurrir. Veo que hay cosas que no cambian aunque estemos en otro país. A veces pienso que no sé dormir del todo o que nunca he dormido profundamente. Me hago la dormida aunque no lo esté; me gusta escuchar sus movimientos mientras se viste y estoy segura de que él se habrá ido más tranquilo si piensa que sigo durmiendo. Sé que hoy solo debo esperarle. No sé qué manía tiene con el descanso. Yo ya se lo digo, que no estoy cansada, que no puedo estar cansada pero él dice que no, que necesito descansar.

Creo que todo lo que acabo de escribir debería borrarlo o arrancarlo y empezar de nuevo. Me he equivocado, estoy segura. Tía Concha me dijo que lo primero era poner la fecha y eso es lo único que está bien; después me dijo que le diese un repaso al día y no le puedo dar ningún repaso porque no me ha pasado nada. Ella debía de estar convencida de que escribiría por la noche y ahora es por la mañana. Prefiero escribir cuando estoy sola y, desde que salimos, es la primera vez que me quedo sola y tenía ganas de empezar así el día. No sé qué más puedo decir. Hemos llegado”.


VIII

(la segunda carta de Sophie)


«Cuando volvía a París, sentía una gran felicidad al descubrir que, a través de Gertrude, le llegaban noticias frescas de su hermana y, al viajar a Nantes para visitar a su familia, sentía lo mismo al ver a Cécile — o mejor, Lud, que era el apodo con el que él mismo había bautizado a su hermana desde que esta había sufrido aquella aparatosa caída—, ya que, entre ellas, mantenían una continua correspondencia. La relación alcanzó tal grado de estima y admiración que Cécile, recuperada de su lesión en la pierna, aceptó una beca como interna en la enfermería de la Maison Municipale de Santé en 1908 y, meses después, Gertrude, necesitada de un ambiente cálido donde poder avanzar en sus estudios musicales, aceptó la hospitalidad que le ofrecía la familia Barré y acabó estableciéndose en la calle de la Bâclerie atraída por el entorno que, gracias a Lud (como ella también solía llamarla), había descubierto en Nantes.

Te preguntarás si he olvidado el jardín y el momento en que se convierte en una prolongación de la casa. No, no lo he olvidado. Verás, sigue así. Gertrude pensó en el extraordinario hábitat que le ofrecía Nantes y todos sus alrededores; pensó en los gratos momentos y las largas veladas que había pasado con su amiga Lud y también sintió cierta fascinación con la popularidad del vecino párroco al que, acompañada de Jean, no tardó en ir a visitar. Pasado un tiempo, ocurrió algo inesperado que volvió a causar un verdadero dolor a todos los vecinos y parroquianos de la ciudad: el joven párroco amaneció muerto en el claustro de la iglesia. Gertrude, terriblemente afectada y temerosa de que otra misteriosa desaparición fuese el inminente destino de aquel extraordinario piano, viajó a Burdeos con un solo objetivo: consultar con los responsables de los bienes de la Abadía, la posibilidad de comprarlo. Fue, sin duda, dicha reacción la que atestiguó claramente el verdadero espíritu bohemio que anidaba en ella y la savia innovadora que lo movía; tampoco aceptó lo que era evidente para cualquiera: la estructura arquitectónica de la Bâclerie se convertiría en un impedimento insalvable.

Algunos diocesanos que guardan la memoria legendaria de aquel piano cuentan que descendió desde la sacristía hasta el claustro, y que acabó entrando misteriosamente en la casa, donde permanece desde entonces. Unos comentaban que no había quedado resquicio alguno de aquella oquedad; otros, sin embargo, que aquella profunda herida causada en el centro neurálgico de la fachada interior de la casa, no cicatrizó hasta que una nueva cavidad oxigenó la llaga: un estrecho orificio, como una boca estrecha, consiguió comunicar el claustro de la parroquia con la Bâclerie.

Pues bien, aquella abertura, cerrada durante años, fue descubierta por Berthe. Paradójicamente, tu silencio resuena cuando observo el piano; son suaves acordes armónicos que susurran a lo lejos...”

                                                                                                                          Agnès"


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                    Referencias de la novela

«Pero nuestra salida del Hôtel de l’Académie apenas duró media hora. Las calles estaban cerradas, sin paso para los vehículos y, a pesar de todos sus esfuerzos, volvimos. Además, la tos ya no me permitía apenas respirar y los esputos de sangre eran cada vez más frecuentes». Hôtel de L’Académie. Rue du Perronet. Paris. Hebe. Carolina Riera.


Le Jardin du Luxembourg

No sé por qué sigo repitiendo los mismos pasos ni sé por qué voy todavía al mismo banco. Ya nada es lo mismo. Ella se fue y en su corazón se llevó todos los cantos de los pájaros. Tampoco el cielo es tan azul como el que mirábamos las dos a través del ramaje de los árboles”. HebeCarolina Riera.

Imaginas a Cécile sentada en un banco? ¿Imaginas a Cécile sentada en un banco de los Jardines de Luxemburgo? Cuando una mujer entra en un jardín, está sola en el jardín. Siempre hay una mujer que está entrando sola en un jardín”. Hebe. Carolina Riera.

«Daba la impresión de que el último mes hubiésemos viajado en el mismo tren pero en vagones distintos, y que ese tren había llegado a la estación: el banco del Jardín de Luxemburgo. Un viaje en el que yo había encontrado una amiga invisible y él se había encerrado en ese mundo que solo él conoce y del que vuelve con un caudaloso torrente de vida». HebeCarolina Riera. 


Maison Dubois - Maison Municipale de Santé - Hôpital Fernand Widal

Los tres nombres del mismo hospital de París en el que el matrimonio Leonor Izquierdo y Antonio Machado estuvieron alojados entre julio y septiembre de 1911



Hôpital Fernand Widal, 1959, anteriormente Maison Dubois y, en 1911, Maison Municipale de Santé




«Hospital Fernand Widal 200, calle Faubourg St Denis 75010 París. Era la misma dirección, no había ninguna duda; se hallaba por segunda vez ante el busto de Fernand Widal (1862-1929)». Hebe. Carolina Riera. 



Fernand Widal

«¿Qué había en ese rostro que volvía a dejarla inmóvil?» Hebe. Carolina Riera. 


Hospital Fernand Widal 200, calle Faubourg St Denis. Paris. 

«El señor de negro se ha dormido bajo un marronnier». Hebe. Carolina Riera.

Hospital Fernand Widal 200, calle Faubourg St Denis. París. 

 "Ahora voy a intentar dormir. Me duele la espalda y me siento muy cansada. ¡Ojalá no tarde en volver Cécile, mi dulce enfermera! Necesito hablar con ella antes de que Antonio despierte. Sé que es la única que puede ayudarme; ella es la otra cuenta". Hebe. Carolina Riera.



«El follaje recuperado de los castaños de indias le ofrecían una imagen diferente al decorado invernal y se asemejaba mucho más a la de aquel verano de 1911». Hebe. Carolina Riera


«—Mi vida sería hoy distinta si un tal señor Dimitri, un vecino ruso, no le hubiese regalado esas vacas a mi padre el mismo año que yo nací. De pequeña no fui nunca consciente de que las visitas de algunas personas estaban relacionadas con aquellas vacas; fue más tarde cuando lo supe». Hebe. Carolina Riera. 

1 rue Lola Dommange – Maison dans la Vallée – 77210 Avon

«Sonne à la porte du concierge et je viendrai t’ouvrir». (Lettre du 31 décembre 1922). Hebe. Carolina Riera. (Cliché Gildas Gourlay, 1997).


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Recortes de prensa




Ultima Hora




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            Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería. 
            Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar. 
            Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía. 
            Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar.

                      Antonio Machado (Campos de Castilla)



Broché que llevó Leonor Izquierdo Cuevas el día de su enlace matrimonial con Antonio Machado.


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