Libros de la Soria de Machado

LIBROS DE LA SORIA DE MACHADO

En esta página se irán recogiendo libros -comentados, si es el caso- relacionados con la Soria, paisaje y paisanaje, que conoció Antonio Machado durante su estancia (1907-1912).



Por Jesús Bozal Alfaro

La sierra florecida (Lastura, 2018) hace el número seis de los libros de poesía y narrativa (Cantos heroicos de mi tierra y de otros páramos olvidados, 1999; Profunda voz, 2001; Memoria de Ariel, 2002; Le poème du vieux meublé, 2006; Bruxaria, 2010; Herreros intrahistoria 1930-1950, 2019) publicados hasta ahora por el poeta, novelista, artículista, abogado de profesión, Jesús Gaspar Alcubilla (Soria, 1968). En 2018, recibió el Premio Cálamo de Poesía (Gijón) por su libro Poema del café azul.
Trata La sierra florecida de los recuerdos propios y próximos, recogidos por su autor con su pluma siempre tan sensible y elaborada. Mientras leemos esta pequeña obra literaria, sentimos como si estuviéramos inmersos en el fondo de su amplia memoria. Desde que amanece hasta que el sol -guía, a veces, medidor del tiempo, siempre- declina y pasa el testigo a la noche.
Son veinte relatos, cuentos, sueños (El árbol maldito), vividos o  escuchados, recorridos y dedicados, cinco de los cuales vieron la luz en la Revista Abanco Cosas de Soria (1999 y 2000). Su hilo conductor es el recuerdo. Para narrarlo, Jesús Gaspar Alcubilla acude a sus fuentes más cercanas: él mismo, su tío Jacinto, su abuela Marcelina, o su padre, Antonio, maestro de escuela, que, recuerda, le hacía aprender poemas. La nostalgia se convierte, en cada página, en el elemento trascendente de lugares y personajes: el Mundis, Sara García, Malasangre, los gatos, La Cruz, La Cuenca, Monasterio, el río Ebrillos, el Pantano, Matute, Yanguas y la torre de su iglesia, las hoces de Bretún, Quejigares, el cerro del Muedo, el cerro de la Vega Macona, los pozos y las leyendas de ahogados.
Nada nos distrae mientras leemos cada capítulo. No solo porque Jesús Gaspar Alcubilla describe a la perfección la emoción de sus sentimientos de protagonista en algunos casos, sino porque, además, se nota el minucioso y esmerado, a modo de homenaje a su tierra y a sus gentes, trabajo de investigación y creación.
Las descripciones de los paisajes serranos, los riscos, sus estaciones (otoño, verano, invierno,…), los movimientos del sol, las tardes de entierro, “los nidos de los cárabos”, son, además de vividas y soñadas, imágenes alegres, a veces dolorosas, frescas como la vida. Las águilas, el halcón, las lechuzas, las lagartijas, los jabalíes, los corzos, los abantos, los buitres, sobrevuelan, observadores, testigos y protagonistas, guardianes de miles de secretos, sobre las casas, la iglesia, los caminos y sus pobladores. Las voces, por otra parte, conviven con los silencios y el tañido de las campanas, en una especie de sinfonía completa. Y las tormentas, ¡ay las tormentas!, “agarradas a las sierras”, ese ruido que se acercaba, esa lluvia alborotada, esos truenos terribles, los rayos, son en el libro recuerdos siempre tan temidos y tan inolvidables.
Es difícil resumir esta arcadia “pasada y feliz”, ilustrada con 16 fotografías que cierran los capítulos correspondientes. Su autor la conoció, la recuerda y la describe, le rinde su particular y emocionado homenaje, invitándonos a nosotros, lectores y lectoras, a conocerla y a compartirla. Bastará para ello con abrir el libro por cualquier página o capítulo, un día cualquiera de cualquier mes o año, para recuperar así aquellos espacios florecidos. Todos son presencia y poseen el estilo propio y colorido de la pluma de su autor.


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Redoblada nostalgia

 Juan González Soto

Tarragona, 28 de julio de 2021

Tengo por muy cierta una de las afirmaciones mayores de José Lezama Lima. Escribía el poeta cubano en enero de 1960: «Es para mí el primer asombro de la poesía que, sumergida en el mundo de lo prelógico, no sea nunca ilógica». He aquí la fascinación: Habiendo nacido en la niebla de lo enigmático o lo incomprensible, se adentra en el territorio de lo accesible, lo racional. Se trata, claro, de una extraña capacidad para ir de una región a otra, para, sutil y decididamente, cambiar de lugar o para lograr una elevación. Pareciera que la poesía es capaz de crear un espacio que, a la vez, se contrae y se expande. Una mínima respiración en los versos logra ese prodigio.

Leyendo Negación y memoria (Madrid: Lastura, 2021), el reciente poemario de Jesús Gaspar Alcubilla (1968), he recordado la afirmación con que he iniciado este breve comentario.

A lo largo de todo el libro, el poeta dirige su atención hacia lo externo, hacia el paisaje, hacia ese aparato convocador de miradas, delicadas o intensas comparaciones, evocaciones. Negación y memoria decide el título. Tal decisión no señala una simultaneidad entre ambas palabras, sino una sucesión. La una lleva a la otra, la negación convoca a la memoria. ¿Qué es la negación? La negación no es otra cosa que el pasado, todo lo perdido, cuanto ha dejado de ser, y que, sin embargo, como en una excepcional paradoja, ahora se recrea, reaparece, vuelve a fulgurar. Aquello que es negación queda convertido, inusitadamente, en memoria.

Somos seres desvalidos. Y buena parte de nuestro desvalimiento viene causado por nuestra conciencia del paso del tiempo, nuestra conciencia de las pérdidas que, una tras otra, se van sucediendo. Revivimos la memoria del vuelo en la sangre es uno de los versos, a mi entender central, de este poemario.

Tres son las partes que integran el libro. La primera lleva por título «El cubo del muerto». Es una suerte de evocación de la tierra, de lo que, alguna vez, fue cercano, de todo lo que rodeó al poeta. El presente viene nombrado en el exacto final del primer poema: La lluvia se desliza enfrente | con una calma espesa | en un vano suplicio sin historia. Más adelante, el lector llega a un verso esencial: el tiempo me ha olvidado. Queda bien explícito, no hay duda, el punto de partida.

La segunda parte, «La estación y el olvido», sigue nombrando una geografía, ahora centrada en la estación ferroviaria que alguna vez visitó la tierra (Olvidada estación, dice poeta). Significativamente, si el recuerdo es el verdadero constructor de todo el poemario, en esta segunda parte el olvido es una permanente obstinación. He aquí versos de diferentes poemas: la llave del olvidoHacia el olvidoEl olvido iba deshaciéndosenuestro olvido

En la tercera parte, «Collado alto», el poeta otea y nombra una toponimia ante los ojos del lector. Y un verso, nítido, clarísimo, se levanta rotundo: El tiempo se deshace a nuestros pies como una ingente sombra.

La negación contenida en el título del poemario indica el mundo de lo prelógico a que aludía José Lezama Lima; la memoria, el señalamiento de las pérdidas, su plasmación lógica. Y, por encima de los perfiles de la diáfana belleza que los poemas sostienen, queda nombrada la tragedia de la existencia en un mundo que fue, que ya se ha ido, y que solo es capaz de perdurar en la memoria.