MACHADO,
EN COLLIOURE
CARLOS BARRAL
Exclusiva Agencia Efe, S. A., 1980
¿Conoces a monsieur Valls? Es la persona que reconoció a
Antonio Machado a su llegada a Collioure el 28 de enero de 1939. El señor Valls
era entonces ferroviario. Saludo al señor Valls y conversó con él unos minutos.
Es miembro del recién fundado Patronato del Premio Internacional de Literatura
Antonio Machado, a cuya primera sesión pública, en este cuarenta y un
aniversario de la muerte del poeta, he acudido esta vez a Colliure desde Barcelona.
El señor Valls me habla de los libros que prestó a Machado durante las semanas
de agonía del poeta en el pueblo, del orgullo que siente por haber sido su
amigo, quizá el único, a lo largo de aquellos días y de un penoso paseo, muy al
final de la estancia, desde la plazuela donde está aún el Hotel Quintana hasta
la playa, hoy puertecillo, en el que siguen amarrando históricos faluchos. Me
sorprende no haber conocido al señor Valls en viajes anteriores, en otras
conmemoraciones machadianas y quisiera preguntarle por qué y dónde reconoció al
poeta, que yo tenía entendido que llegó a este lugar en un automóvil que Corpus Barga había puesto a su disposición en la frontera, pero que don Antonio y su
madre alcanzaron en ella, tras una larga caminata desde la masía donde habían
pasado la noche, ya repleto de gente, de modo que el poeta tuvo que acomodar a
la anciana sobre las fatigadas rodillas. Pero en ese momento un numeroso grupo
de gente cruza la cercana puerta del cementerio y se acerca a la tumba, rodeándola,
e inmediatamente después entran varios gendarmes con un mazo de flores y un
señor al que todos hacen sitio, que debe ser el alcalde. Me quedaré sin saber
cómo se conocieron Valls y Machado y sin acabar de ordenar los datos hasta
ahora contradictorios que he ido acumulando sobre la última escala del poeta en
esta hermosa orilla del Rosellón. El alcalde deposita las flores atadas con una
fina cinta con los colores franceses y pide simplemente un minuto de silencio.
No puedo menos que pensar en el despliegue de banderas republicanas de hace
veinte años o de hace quince y aún menos y en los encendidos discursos de
aquellas conmemoraciones. Luego, monsieur Le Maire nos pide que le acompañemos
a la vecina tumba de madame Quintana, símbolo de la hospitalidad que Colliure
brindó al poeta y que su tierra sigue otorgando a sus despojos y a los de Ana
Ruiz. A madame Quintana sí que la conocí y hablé largamente con ella. Cuando el
veinte aniversario, había reconstruido la cámara mortuoria, volviendo a armar
las dos escuetas camas de hierro y restituyendo a su rincón un arrumbado
aguamanil que los tristes viajeros usaron en aquel invierno de la derrota
republicana. Era ya vieja y había hecho una devoción de práctica casi cotidiana
del cuidado de la tumba, alrededor de la cual peinaba la grava y arrancaba las
hierbecillas. Intenté en aquella época publicar un artículo de homenaje a la
espontánea sacerdotisa de la beatería machadiana que, por supuesto, no tenía
ningún contenido político, pero que no gustó a la censura franquista. Desde
entonces la tumba ha cambiado muy poco. Es una losa grande con los nombres y
los títulos de “poeta español” y “madre del poeta” y un espaldar de cemento en
el que no recuerdo si había entonces, pero hay ahora, un retrato, más bien un
daguerrotipo, y un buzón de hierro y vidrio en el que los devotos introducen
mensajes y poemas. ¿Qué harán con ellos?
Han estado presentes hasta este domingo dos conferenciantes
madrileños, el poeta José Luis Cano y José María Moreiro, dos profesores
sorbonenses, Berard Sesé y Claude Couffon y algún artista, venido también de
Madrid, como el escultor Juan Haro, pero en la ceremonia resultó ser el único
español venido a propósito, con la excepción del cineasta Ricardo Muñoz Suay,
que aparece como mágicamente a mitad del acto. Me habían dicho que este
cuarenta y un aniversario con premio, conferencias y coloquio, supliría el
cuarenta no celebrado, pero nadie parece haberse dado cuenta de ello. Las
conferencias han versado sobre un tema entre vidrioso y frívolo: “La mujer en
la obra y la vida de Antonio Machado”, asunto más bien banal de crítica poética
y oscuro en lo tocante a investigación biográfica. Y al coloquio han aflorado,
claro está, numerosas cuestiones impertinentes. Don Antonio no se hubiera
divertido. Pero muchos de los asistentes eran gente de la comarca o de comarcas
cercanas y es de notar el arraigo que la presencia del gran poeta español ha
ido tomando en este lugar y en sus cercanías. Una tumba honrada como parte del
más noble patrimonio local, una calle con el nombre de Antonio Machado y un
futuro museo en la que fue última residencia en vida del escritor, afianzan el
derecho de la villa de Colliure a custodiar para siempre los despojos del que
fue uno de los grandes poetas de este siglo.
Varias veces, a lo largo de la inacabable noche del
franquismo, las conmemoraciones machadianas en Colliure fueron ocasión de
extraordinarios encuentros entre intelectuales del exilio interior y escritores
y políticos exiliados. En 1959, en el vigésimo aniversario de la muerte,
coincidimos allí con los entonces ya famosos Gabriel Celaya y Blas de Otero, un
numeroso grupo de escritores de versos todavía jóvenes que iríamos
constituyendo lo que Juan García Hortelano llama “grupo de los años cincuenta”:
José Angel Valente, José Agustín Goytisolo, José Manuel Caballero Bonald, Jaime
Gil de Biedma, Angel González, yo mismo..., al lado de novelistas, críticos,
gentes de teatro y numerosos artistas plásticos venidos de todos los rincones
de la España enrejada. Para un grupo de entre nosotros, ese primer encuentro en
Colliure fue algo así como el centenario de Góngora para nuestros abuelos
literarios de la generación del veintisiete. Para casi todos la fundación de
una amistad y de un compañerismo que echaba allí, a la sombra de un Machado que
no era sólo un escritor, sino también un símbolo cívico y una referencia
histórica, raíces literarios y políticas. Eran tiempos de reivindicaciones y
protestas, de arriesgados pliegos de firmas y de proyectos de lucha cultural.
Machado muerto era enormemente fecundo y no sólo por sus versos. En la
biografía de muchos escritores españoles, las ingenuas y sentimentales
liturgias de la devoción machadiana, las celebraciones fúnebres en ese
acastillado puertecillo rosellonense, constituirán un obligado referente.
Años más tarde, quizás con ocasión del veinticinco
aniversario, se otorgaron en Colliure los primeros premios de la editorial
ruedo Ibérico. Esta vez los protagonistas del encuentro fueron novelistas y los
jurados que debían deliberar y votar. Pero, de nuevo, acudieron a Colliure
gentes de todas las profesiones que se insertan en las múltiples actividades de
la creación cultural. Y coincidieron con ellos políticos e ideólogos y simples
resistentes y exiliados forzosos y voluntarios. De nuevo las calles de la villa
templaria se llenaron de voces entusiastas y conspiratorias y se reavivaron en
muchos los proyectos y las esperanzas de un futuro cívico decoroso. Los huesos
de Machado seguían ejerciendo una función histórica. Luego, a lo largo de los
años, muchos hemos vuelto a Colliure sin ser convocados, en fechas de
aniversario o con cualquier otra ocasión y hemos pasado por la escueta tumba
del poeta y de su madre. La etapa rosellonense de la biografía de Machado no se
limita al seguramente angustioso, ciertamente dolorido y poco estudiado periodo de su agonía, entre el 28
de enero y el 22 de febrero de 1939, sino que se prolonga a lo largo de los
cuarenta años de dictadura franquista. Machado muerto y enterrado, aunque
hubiera sido con tardíos honores, en cualquier lugar de España, no hubiera
ejercido la función civil que ha llevado a cabo con la pura presencia de sus
restos, desde su tumba extranjera. Se empieza a hablar de posibilidades de
traslado a distintos lugares de España de los despojos de Antonio Machado, lo
que no es nuevo, sino que es un proyecto que ya tentó hace tiempo a los
falangistas durante el franquismo. Por fortuna, los que tendrían derecho a
autorizar ese traslado se hubieran opuesto entonces y, según me dicen, se siguen
oponiendo ahora y uno de los objetivos del patronato constituido en Colliure es
el de combatir esa descabellada idea. ¿Qué lugar de España, podría reclamar,
por otra parte, con justificadas razones, la custodia de las cenizas de
Machado? Ni su Sevilla natal, ni la Soria de Leonor, ni Baeza, ni la Segovia de
Guiomar, ni el Madrid de los últimos tiempos parecen tener especial derecho,
por mucho que el poeta las hubiese amado. Los restos del poeta deben permanecer
en Colliure, convertidos por la historia española en lugar de peregrinación no
tanto literaria – que sería más bien tonta beatería – como cívica y en una
permanente referencia a la desgraciada historia reciente de los españoles. Las
ciudades y pueblos que se crean en la obligación de honrar la memoria de
Antonio machado harán bien en dedicarles calles y monumentos. Tampoco estaría
mal que los españoles que se sienten agradecidos a Antonio Machado como
lectores o como conciudadanos contribuyeran a erigir un monumento en el
cementerio francés o simplemente a mejorar con un testimonio de admiración en
piedra la modesta tumba de la pequeña y pueblerina necrópolis de Collioure.