D. FRANCISCO
GINER DE LOS RÍOS[1]
A
D. Francisco Giner de los Ríos,
El
Porvenir Castellano, 4 de marzo de 1915
Por Antonio
Machado
Los
párvulos aguardábamos, jugando en el jardín de la Institución, al maestro
querido. Cuando aparecía D. Francisco, corríamos a él con infantil algazara y
lo llevábamos en volandas hasta la puerta de la clase. Hoy, al tener noticia de
su muerte, he recordado al maestro de hace treinta años. Yo era entonces un
niño; él tenía ya la barba el cabello blanco.
En
su clase de párvulos, como en su cátedra universitaria, Don Francisco se
sentaba siempre entre sus alumnos y trabajaba con ellos familiar y
amorosamente. El respeto lo ponían los niños o los hombres que congregaba el
maestro en torno suyo. Su modo de enseñar era el socrático, el diálogo sencillo
y persuasivo. Estimulaba el alma de sus discípulos - de los hombres o de los
niños – para que la ciencia fuese pensada, vivida por ellos mismos. Muchos
profesores piensan haber dicho bastante contra la enseñanza rutinaria y dogmática,
recomendando a sus alumnos que no aprendan las palabras, sino los conceptos de
textos o de conferencias. Ignoran que hay muy poca diferencia entre aprender
palabras y recitar conceptos. Son dos operaciones casi igualmente mecánicas. Lo
que importa es aprender a pensar, a utilizar nuestros propios sesos para el uso
a que están por naturaleza destinados y a calcar fielmente la línea sinuosa y
siempre original de nuestro propio sentir, a ser nosotros mismos, para poner
mañana el sello de nuestra alma en nuestra obra.
Don
Francisco Giner no creía que la ciencia es el fruto del árbol paradisíaco, el
fruto colgado de una alta rama, maduro y dorado en espera de una mano atrevida
y codiciosa; sino una semilla que ha de germinar y florecer y madurar en las
almas. Porque pensaba así, hizo casi tantos maestros como discípulos tuvo.
Desdeñaba
D. Francisco Giner todo lo aparatoso, lo decorativo, lo solemne, lo ritual, el
inerte y pintado caparazón que acompaña a las cosas del espíritu y que acaba
siempre por ahogarlas. Cuando veía aparecer en sus clases del Doctorado – él
tenía una pupila de lince para conocer a las gentes – a esos estudiantones
hueros, que van a las aulas sin vocación alguna, pero ávidos de obtener a fin
de año un papelito con una nota, para canjearlo más tarde por un diploma en
papel vitela, sentía una profunda tristeza, una amargura que rara vez
disimulaba. Llegaba hasta rogarles que se marchasen, que tomasen el programa H
o el texto B, para que, a fin de curso, el señor X los examinase. Sabido es que
el maestro de maestros no examinaba nunca.
Era
D. Francisco un hombre incapaz de mentir e incapaz de callar la verdad; pero su
espíritu fino, delicado, no podía adoptar la forma tosca y violenta de la
franqueza catalana derivada necesariamente hacia la ironía desconcertante y
cáustica, con la cual no pretendió nunca herir o denigrar a su prójimo, sino
mejorarle. Como todos los grandes andaluces, era don Francisco la viva
antítesis del andaluz de pandereta, del andaluz mueble, jactancioso,
hiperbolizante y amigo de lo que brilla y de lo que truena. Era sencillo,
austero hasta la santidad, amigo de las proporciones justas y de las medidas
cabales. Era un místico, pero no contemplativo y estático, sino laborioso y
activo. Tenía el alma fundadora de Teresa de Ávila y de Iñigo de Loyola; pero
él se adueñaba de los espíritus por la libertad y por el amor. Toda la España
viva, joven y fecunda acabó por agruparse en torno al imán invisible de aquel
alma tan fuerte y tan pura.
Y
hace unos días se nos marchó, no sabemos a dónde. Yo pienso que se fue hacia la
luz. Jamás creeré en su muerte. Solo pasan para siempre los muertos y las
sombras, los que no vivían la propia vida. Yo creo que solo mueren
definitivamente – perdonadme esta fe un tanto herética – sin salvación posible,
los malvados y los farsantes, esos hombres de presa que llamamos caciques, esos
repugnantes cucañistas que se dicen políticos, los histriones de todos los
escenarios, los fariseos de todos los cultos, y que muchos, cuyas estatuas de
bronce enmohece el tiempo han muerto aquí y, probablemente allá, aunque sus
nombres se conservan escritos en pedestales marmóreos.
Bien
harán, amigos y discípulos del maestro inmortal, en llevar su cuerpo a los
montes de Guadarrama. Su cuerpo casto y noble, merece bien el salmo del viento
en los pinares, el olor de las hierbas montaraces, la gracia alada de las
mariposas de oro que juegan con el sol entre los tomillos. Allí, bajo las
estrellas, en el corazón de la tierra española, reposarán un día los huesos del
maestro. Su alma vendrá a nosotros en el sol matinal que alumbra los talleres,
las moradas del pensamiento y del trabajo.