jueves, 10 de octubre de 2019


D. FRANCISCO GINER DE LOS RÍOS[1]


A D. Francisco Giner de los Ríos,

                                                                 El Porvenir Castellano, 4 de marzo de 1915

Por Antonio Machado 

        Los párvulos aguardábamos, jugando en el jardín de la Institución, al maestro querido. Cuando aparecía D. Francisco, corríamos a él con infantil algazara y lo llevábamos en volandas hasta la puerta de la clase. Hoy, al tener noticia de su muerte, he recordado al maestro de hace treinta años. Yo era entonces un niño; él tenía ya la barba el cabello blanco.
         En su clase de párvulos, como en su cátedra universitaria, Don Francisco se sentaba siempre entre sus alumnos y trabajaba con ellos familiar y amorosamente. El respeto lo ponían los niños o los hombres que congregaba el maestro en torno suyo. Su modo de enseñar era el socrático, el diálogo sencillo y persuasivo. Estimulaba el alma de sus discípulos - de los hombres o de los niños – para que la ciencia fuese pensada, vivida por ellos mismos. Muchos profesores piensan haber dicho bastante contra la enseñanza rutinaria y dogmática, recomendando a sus alumnos que no aprendan las palabras, sino los conceptos de textos o de conferencias. Ignoran que hay muy poca diferencia entre aprender palabras y recitar conceptos. Son dos operaciones casi igualmente mecánicas. Lo que importa es aprender a pensar, a utilizar nuestros propios sesos para el uso a que están por naturaleza destinados y a calcar fielmente la línea sinuosa y siempre original de nuestro propio sentir, a ser nosotros mismos, para poner mañana el sello de nuestra alma en nuestra obra.
         Don Francisco Giner no creía que la ciencia es el fruto del árbol paradisíaco, el fruto colgado de una alta rama, maduro y dorado en espera de una mano atrevida y codiciosa; sino una semilla que ha de germinar y florecer y madurar en las almas. Porque pensaba así, hizo casi tantos maestros como discípulos tuvo.
         Desdeñaba D. Francisco Giner todo lo aparatoso, lo decorativo, lo solemne, lo ritual, el inerte y pintado caparazón que acompaña a las cosas del espíritu y que acaba siempre por ahogarlas. Cuando veía aparecer en sus clases del Doctorado – él tenía una pupila de lince para conocer a las gentes – a esos estudiantones hueros, que van a las aulas sin vocación alguna, pero ávidos de obtener a fin de año un papelito con una nota, para canjearlo más tarde por un diploma en papel vitela, sentía una profunda tristeza, una amargura que rara vez disimulaba. Llegaba hasta rogarles que se marchasen, que tomasen el programa H o el texto B, para que, a fin de curso, el señor X los examinase. Sabido es que el maestro de maestros no examinaba nunca.
         Era D. Francisco un hombre incapaz de mentir e incapaz de callar la verdad; pero su espíritu fino, delicado, no podía adoptar la forma tosca y violenta de la franqueza catalana derivada necesariamente hacia la ironía desconcertante y cáustica, con la cual no pretendió nunca herir o denigrar a su prójimo, sino mejorarle. Como todos los grandes andaluces, era don Francisco la viva antítesis del andaluz de pandereta, del andaluz mueble, jactancioso, hiperbolizante y amigo de lo que brilla y de lo que truena. Era sencillo, austero hasta la santidad, amigo de las proporciones justas y de las medidas cabales. Era un místico, pero no contemplativo y estático, sino laborioso y activo. Tenía el alma fundadora de Teresa de Ávila y de Iñigo de Loyola; pero él se adueñaba de los espíritus por la libertad y por el amor. Toda la España viva, joven y fecunda acabó por agruparse en torno al imán invisible de aquel alma tan fuerte y tan pura.
         Y hace unos días se nos marchó, no sabemos a dónde. Yo pienso que se fue hacia la luz. Jamás creeré en su muerte. Solo pasan para siempre los muertos y las sombras, los que no vivían la propia vida. Yo creo que solo mueren definitivamente – perdonadme esta fe un tanto herética – sin salvación posible, los malvados y los farsantes, esos hombres de presa que llamamos caciques, esos repugnantes cucañistas que se dicen políticos, los histriones de todos los escenarios, los fariseos de todos los cultos, y que muchos, cuyas estatuas de bronce enmohece el tiempo han muerto aquí y, probablemente allá, aunque sus nombres se conservan escritos en pedestales marmóreos.
         Bien harán, amigos y discípulos del maestro inmortal, en llevar su cuerpo a los montes de Guadarrama. Su cuerpo casto y noble, merece bien el salmo del viento en los pinares, el olor de las hierbas montaraces, la gracia alada de las mariposas de oro que juegan con el sol entre los tomillos. Allí, bajo las estrellas, en el corazón de la tierra española, reposarán un día los huesos del maestro. Su alma vendrá a nosotros en el sol matinal que alumbra los talleres, las moradas del pensamiento y del trabajo.







[1] El Porvenir Castellano, 4 de Marzo de 1915