CAMPOS DE CASTILLA



“CAMPOS DE CASTILLA”

Antonio Machado


Índice

XCVII        Retrato
XCVIII       A orillas del Duero
XCIX         Por Tierras de España
C                El Hospicio
C1              El Dios Íbero
CII              Orillas del Duero
CIII             Las encinas
CIV            “Eres tú, Guadarrama, viejo amigo…”
CV             En Abril, Las Aguas Mil
CVI            Un loco
CVII           Fantasía Iconográfica
CVIII          Un criminal
CVIX                   Amanecer de otoño
CX             El tren
CXI            Noche de verano
CXII           Pascua de Reresurreción
CXIII          Campos de Soria
                   La tierra de Alvargonzález
CXIV         La Tierra de Alvargonzález
CXV           A un olmo seco
CXVI                   Recuerdos
CXVII        Al Maestro “Azorín” por su libro “Castilla”.
CXVIII       Caminos
CXIX         “Señor, ya me arrancaste lo que más quería.”
CXX           “Dice la esperanza: un día...”
CXXI                  “Allá, en las tierras altas…”
CXXII        “Soñé que tú me llevabas…”
CXXIII       “Una noche de verano…”
CXXIV       “Al borrarse la nieve, se alejaron…”
CXXV        “En estos campos de la tierra mía…”
CXXVI       A José María Palacio
CXXVII     Otro viaje
CXXVII bis   Adiós, Campos de Castilla.
CXXVIII    Poema de un día
CXXIX       Noviembre 1913
CXXX        La saeta
CXXXI       Del pasado efímero
CXXXII     Los olivos
CXXXIII    Llanto de las virtudes y coplas por la muerte de don Guido
CXXXIV    La mujer manchega
CXXXV     El mañana efímero
CXXXVI    Proverbios y Cantares
CXXXVII   Parábolas
CXXXVIII Mi bufón

ELOGIOS

CXXXIX    A don Francisco Giner de los Ríos
CXL           Al joven meditador José Ortega y Gasset
CXLI          A Xavier Valcarce
CXLII         Mariposa de la sierra
CXLIII        Desde mi rincón
CXLIV       Una España joven
CXLV        España, en paz
CXLVI       “Esta leyenda en sabio romance campesino…”
CXLVII      Al maestro Rubén Darío
CXLVIII     A la muerte de Rubén Darío
CXLVIX    A Narciso Alonso Cortés, poeta de Castilla
CL              Mis poetas
CLI             A don Miguel de Unamuno
CLII            A Juan Ramón Jiménez
        

RETRATO

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.
Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido
—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—,
más recibí la flecha que me asignó Cupido,
y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.
Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.
Adoro la hermosura, y en la moderna estética
corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;
mas no amo los afeites de la actual cosmética,
ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.
Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.
¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera
mi verso, como deja el capitán su espada:
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada.
Converso con el hombre que siempre va conmigo
—quien habla solo espera hablar a Dios un día—;
mi soliloquio es plática con ese buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.
Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.
Y cuando llegue el día del último vïaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.


XCVIII

A ORILLAS DEL DUERO

Mediaba el mes de julio. Era un hermoso día.
Yo, solo, por las quiebras del pedregal subía,
buscando los recodos de sombra, lentamente.
A trechos me paraba para enjugar mi frente
y dar algún respiro al pecho jadeante;
o bien, ahincando el paso, el cuerpo hacia adelante
y hacia la mano diestra vencido y apoyado
en un bastón, a guisa de pastoril cayado,
trepaba por los cerros que habitan las rapaces
aves de altura, hollando las hierbas montaraces
de fuerte olor —romero, tomillo, salvia, espliego—.
Sobre los agrios campos caía un sol de fuego.
Un buitre de anchas alas con majestuoso vuelo
cruzaba solitario el puro azul del cielo.
Yo divisaba, lejos, un monte alto y agudo,
y una redonda loma cual recamado escudo,
y cárdenos alcores sobre la parda tierra
—harapos esparcidos de un viejo arnés de guerra—,
las serrezuelas calvas por donde tuerce el Duero
para formar la corva ballesta de un arquero
en torno a Soria. —Soria es una barbacana,
hacia Aragón, que tiene la torre castellana—.
Veía el horizonte cerrado por colinas
obscuras, coronadas de robles y de encinas;
desnudos peñascales, algún humilde prado
donde el merino pace y el toro, arrodillado
sobre la hierba, rumia; las márgenes del río
lucir sus verdes álamos al claro sol de estío,
y, silenciosamente, lejanos pasajeros,
¡tan diminutos! —carros, jinetes y arrieros—
cruzar el largo puente, y bajo las arcadas
de piedra ensombrecerse las aguas plateadas
del Duero.
El Duero cruza el corazón de roble
de Iberia y de Castilla.
¡Oh, tierra triste y noble,
la de los altos llanos y yermos y roquedas,
de campos sin arados, regatos ni arboledas;
decrépitas ciudades, caminos sin mesones,
y atónitos palurdos sin danzas ni canciones
que aun van, abandonando el mortecino hogar,
como tus largos ríos, Castilla, hacia la mar!
El Sol va declinando. De la ciudad lejana
me llega un armonioso tañido de campana
- e irán a su rosario las enlutadas viejas -.
De entre las peñas salen dos lindas comadrejas;
me miran y se alejan, huyendo, y aparecen
de nuevo ¡tan curiosas!... Los campos se obscurecen.
hacia el camino blanco está el mesón abierto
al campo ensombrecido y al pedregal desierto.

La Lectura (Madrid), nº 110, febrero 1910, con el título, "Campos de Castilla", Madrid, Renacimiento, 1912.


XCIX

POR TIERRAS DE ESPAÑA

El hombre de estos campos que incendia los pinares
y su despojo aguarda como botín de guerra,
antaño hubo raído los negros encinares,
talado los robustos robledos de la sierra.
Hoy ve a sus pobres hijos huyendo de sus lares;
la tempestad llevarse los limos de la tierra
por los sagrados ríos hacia los anchos mares;
y en páramos malditos trabaja, sufre y yerra.
Es hijo de una estirpe de rudos caminantes,
pastores que conducen sus hordas de merinos
a Extremadura fértil, rebaños trashumantes
que mancha el polvo y dora el sol de los caminos.
Pequeño, ágil, sufrido, los ojos de hombre astuto,
hundidos, recelosos, movibles; y trazadas
cual arco de ballesta, en el semblante enjuto
de pómulos salientes, las cejas muy pobladas.
Abunda el hombre malo del campo y de la aldea,
capaz de insanos vicios y crímenes bestiales,
que bajo el pardo sayo esconde un alma fea,
esclava de los siete pecados capitales.
Los ojos siempre turbios de envidia o de tristeza,
guarda su presa y llora la que el vecino alcanza;
ni para su infortunio ni goza su riqueza;
le hieren y acongojan fortuna y malandanza.
El numen de estos campos es sanguinario y fiero:
al declinar la tarde, sobre el remoto alcor,
veréis agigantarse la forma de un arquero,
la forma de un inmenso centauro flechador.
Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta
—no fue por estos campos el bíblico jardín—:
son tierras para el águila, un trozo de planeta
por donde cruza errante la sombra de Caín.


C

EL HOSPICIO

Es el hospicio, el viejo hospicio provinciano,
el caserón ruinoso de ennegrecidas tejas
en donde los vencejos anidan en verano
y graznan en las noches de invierno las cornejas.
Con su frontón al Norte, entre los dos torreones
de antigua fortaleza, el sórdido edificio
de grietados muros y sucios paredones,
es un rincón de sombra eterna. ¡El viejo hospicio!
Mientras el sol de enero su débil luz envía,
su triste luz velada sobre los campos yermos,
a un ventanuco asoman, al declinar el día,
algunos rostros pálidos, atónitos y enfermos,
a contemplar los montes azules de la sierra;
o, de los cielos blancos, como sobre una fosa,
caer la blanca nieve sobre la fría tierra,
¡sobre la tierra fría la nieve silenciosa!...



CI

EL DIOS ÍBERO

Igual que el ballestero
tahúr de la cantiga,
tuviera una saeta el hombre ibero
para el Señor que apedreó la espiga
y malogró los frutos otoñales,
y un "gloria a ti" para el Señor que grana
centenos y trigales
que el pan bendito le darán mañana.
    «Señor de la ruina,
adoro porque aguardo y porque temo:
con mi oración se inclina
hacia la tierra un corazón blasfemo.
     “¡Señor, por quien arranco el pan con pena,
sé tu poder, conozco mi cadena!
     “¡Oh dueño de la nube del estío
que la campiña arrasa,
del seco otoño, del helar tardío,
y del bochorno que la mies abrasa!
     “¡Señor del iris, sobre el campo verde
donde la oveja pace,
Señor del fruto que el gusano muerde
y de la choza que el turbión deshace,
     “tu soplo el fuego del hogar aviva,
tu lumbre da sazón al rubio grano,
y cuaja el hueso de la verde oliva,
la noche de San Juan, tu santa mano!
     “¡Oh dueño de fortuna y de pobreza,
ventura y malandanza,
que al rico das favores y pereza
y al pobre su fatiga y su esperanza!
     “¡Señor, Señor: en la voltaria rueda
del año he visto mi simiente echada,
corriendo igual albur que la moneda
del jugador en el azar sembrada!
     “¡Señor, hoy paternal, ayer cruento,
con doble faz de amor y de venganza,
a ti, en un dado de tahúr al viento
va mi oración, blasfemia y alabanza!»
     Este que insulta a Dios en los altares,
no más atento al ceño del destino,
también soñó caminos en los mares
y dijo: es Dios sobre la mar camino.
     ¿No es él quien puso a Dios sobre la guerra
más allá de la suerte,
más allá de la tierra,
más allá de la mar y de la muerte?
     ¿No dio la encina ibera
para el fuego de Dios la buena rama,
que fue en la santa hoguera
de amor una con Dios en pura llama?
     Mas hoy... ¡Qué importa un día!
Para los nuevos lares
estepas hay en la floresta umbría,
leña verde en los viejos encinares.
     Aún larga patria espera
abrir al corvo arado sus besanas;
para el grano de Dios hay sementera
bajo cardos y abrojos y bardanas.
     ¡Qué importa un día!  Está el ayer alerto
al mañana, mañana al infinito,
hombres de España, ni el pasado ha muerto,
no está el mañana —ni el ayer— escrito.
     ¿Quién ha visto la faz al Dios hispano?
Mi corazón aguarda
al hombre ibero de la recia mano,
que tallará en el roble castellano
el Dios adusto de la tierra parda.



CII

ORILLAS DEL DUERO

¡Primavera soriana, primavera
humilde, como el sueño de un bendito,
de un pobre caminante que durmiera
de cansancio en un páramo infinito!
¡Campillo amarillento,
como tosco sayal de campesina,
pradera de velludo polvoriento
donde pace la escuálida merina!
¡Aquellos diminutos pegujales
de tierra dura y fría,
donde apuntan centenos y trigales
que el pan moreno nos darán un día!
Y otra vez roca y roca, pedregales
desnudos y pelados serrijones,
la tierra de las águilas caudales,
malezas y jarales,
hierbas monteses, zarzas y cambrones.
¡Oh tierra ingrata y fuerte, tierra mía!
¡Castilla, tus decrépitas ciudades!
¡La agria melancolía
que puebla tus sombrías soledades!
¡Castilla varonil, adusta tierra,
Castilla del desdén contra la suerte,
Castilla del dolor y de la guerra,
tierra inmortal, Castilla de la muerte!
Era una tarde, cuando el campo huía
del sol, y en el asombro del planeta,
como un globo morado aparecía
la hermosa luna, amada del poeta.
En el cárdeno cielo violeta
alguna clara estrella fulguraba.
El aire ensombrecido
oreaba mis sienes, y acercaba
el murmullo del agua hasta mi oído.
Entre cerros de plomo y de ceniza
manchados de roídos encinares,
y entre calvas roquedas de caliza,
iba a embestir los ocho tajamares
del puente el padre río,
que surca de Castilla el yermo frío.
¡Oh Duero, tu agua corre
y correrá mientras las nieves blancas
de enero el sol de mayo
haga fluir por hoces y barrancas,
mientras tengan las sierras su turbante
de nieve y de tormenta.
y brille el olifante
del sol, tras de la nube cenicienta!...
¿Y el viejo romancero
fue el sueño de un juglar junto a tu orilla?
¿Acaso como tú y por siempre, Duero,
irá corriendo hacia la mar Castilla? 



CIII

LAS ENCINAS[1]

A los señores de Masriera,
en recuerdo de una expedición a El Pardo.

¡Encinares castellanos
en laderas y altozanos,
serrijones y colinas
llenos de oscura maleza,
encinas, pardas encinas;
humildad y fortaleza!
Mientras que llenándoos va
el hacha de calvijares,
¿nadie cantaros sabrá,
encinares?
El roble es la guerra, el roble
dice el valor y el coraje,
rabia inmoble
en su torcido ramaje;
y es más rudo
que la encina, más nervudo,
más altivo y más señor.
El alto roble parece
que recalca y ennudece
su robustez como atleta
que, erguido, afinca en el suelo.
El pino es el mar y el cielo
y la montaña: el planeta.
La palmera es el desierto,
el sol y la lejanía:
la sed; una fuente fría
soñada en el campo yerto.
Las hayas son la leyenda.
Alguien, en las viejas hayas,
leía una historia horrenda
de crímenes y batallas.
¿Quién ha visto sin temblar
un hayedo en un pinar?
Los chopos son la ribera,
liras de la primavera,
cerca del agua que fluye,
pasa y huye,
viva o lenta,
que se emboca turbulenta
o en remanso se dilata.
En su eterno escalofrío
copian del agua del río
las vivas ondas de plata.
De los parques las olmedas
son las buenas arboledas
que nos han visto jugar,
cuando eran nuestros cabellos
rubios y, con nieve en ellos,
nos han de ver meditar.
Tiene el manzano el olor
de su poma,
el eucalipto el aroma
de sus hojas, de su flor
el naranjo la fragancia;
y es del huerto
la elegancia
el ciprés oscuro y yerto.
¿Qué tienes tú, negra encina
campesina,
con tus ramas sin color
en el campo sin verdor;
con tu tronco ceniciento
sin esbeltez ni altiveza,
con tu vigor sin tormento,
y tu humildad que es firmeza?
En tu copa ancha y redonda
nada brilla,
ni tu verdioscura fronda
ni tu flor verdiamarilla.
Nada es lindo ni arrogante
en tu porte, ni guerrero,
nada fiero
que aderece su talante.
Brotas derecha o torcida
con esa humildad que cede
sólo a la ley de la vida,
que es vivir como se puede.
El campo mismo se hizo
árbol en ti, parda encina.
Ya bajo el sol que calcina,
ya contra el hielo invernizo,
el bochorno y la borrasca,
el agosto y el enero,
los copos de la nevasca,
los hilos del aguacero,
siempre firme, siempre igual,
impasible, casta y buena,
¡oh tú, robusta y serena,
eterna encina rural
de los negros encinares
de la raya aragonesa
y las crestas militares
de la tierra pamplonesa;
encinas de Extremadura,
de Castilla, que hizo a España,
encinas de la llanura,
del cerro y de la montaña;
encinas del alto llano
que el joven Duero rodea,
y del Tajo que serpea
por el suelo toledano;
encinas de junto al mar
—en Santander—, encinar
que pones tu nota arisca,
como un castellano ceño,
en Córdoba la morisca,
y tú, encinar madrileño,
bajo Guadarrama frío,
tan hermoso, tan sombrío,
con tu adustez castellana
corrigiendo,
la vanidad y el atuendo
y la hetiquez cortesana!...
Ya sé, encinas
campesinas,
que os pintaron, con lebreles
elegantes y corceles,
los más egregios pinceles,
y os cantaron los poetas
augustales,
que os asordan escopetas
de cazadores reales;
mas sois el campo y el lar
y la sombra tutelar
de los buenos aldeanos
que visten parda estameña,
y que cortan vuestra leña
con sus manos.



CIV

¿Eres tú, Guadarrama, viejo amigo,
la sierra gris y blanca.
la sierra de mis tardes madrileñas
que yo veía en el azul pintada?
   Por tus barrancos hondos
y por tus cumbres agrias,
mil Guadarramas y mil soles vienen,
cabalgando conmigo, a tus miradas.
Camino de Balsain, 1911


CV

EN ABRIL, LAS AGUAS MIL

Son de abril las aguas mil.
Sopla el viento achubascado,
y entre nublado y nublado
hay trozos de cielo añil.

Agua y sol. El iris brilla.
En una nube lejana,
zigzaguea
una centella amarilla.

La lluvia da en la ventana
y el cristal repiquetea.

A través de la neblina
que forma la lluvia fina,
se divisa un prado verde,
y un encinar se esfumina,
y una sierra gris se pierde.

Los hilos del aguacero
sesgan las nacientes frondas,
y agitan las turbias ondas
en el remanso del Duero.

Lloviendo está en los habares
y en las pardas sementeras;
hay sol en los encinares,
charcos por las carreteras.

Lluvia y sol. Ya se obscurece
el campo, ya se ilumina;
allí un cerro desparece,
allá surge una colina.

Ya son claros, ya sombríos
los dispersos caseríos,
los lejanos torreones.

Hacia la sierra plomiza
van rodando en pelotones
nubes de guata y ceniza.



CVI

UN LOCO

Es una tarde mustia y desabrida
de un otoño sin frutos, en la tierra
estéril y raída
donde la sombra de un centauro yerra.
Por un camino en la árida llanura,
entre álamos marchitos,
a solas con su sombra y su locura
va el loco, hablando a gritos.
Lejos se ven sombríos estepares,
colinas con malezas y cambrones,
y ruinas de viejos encinares,
coronando los agrios serrijones.
El loco vocifera
a solas con su sombra y su quimera.
Es horrible y grotesca su figura;
flaco, sucio, maltrecho y mal rapado,
ojos de calentura
iluminan su rostro demacrado.
Huye de la ciudad... Pobres maldades,
misérrimas virtudes y quehaceres
de chulos aburridos, y ruindades
de ociosos mercaderes.
Por los campos de Dios el loco avanza.
Tras la tierra esquelética y sequiza
—rojo de herrumbre y pardo de ceniza—
hay un sueño de lirio en lontananza.
Huye de la ciudad. ¡El tedio urbano!
—¡carne triste y espíritu villano!—.
No fue por una trágica amargura
esta alma errante desgajada y rota;
purga un pecado ajeno: la cordura,
la terrible cordura del idiota.



CVII

FANTASÍA ICONOGRÁFICA

La calva prematura 
brilla sobre la frente amplia y severa; 
bajo la piel pálida tersura 
se trasluce la fina calavera. 
Mentón agudo y pómulos marcados 
por trazos de un punzón adamantino; 
y de insólita púrpura manchados 
los labios que soñara un florentino. 
Mientras la boca sonreír parece, 
los ojos perspicaces, 
que un ceño pensativo empequeñece, 
miran y ven, profundos y tenaces. 
Tiene sobre la mesa un libro viejo 
donde posa la mano distraída. 
Al fondo de la cuadra, en el espejo, 
una tarde dorada está dormida. 
Montañas de violeta 
y grasientos breñales, 
la tierra que ama el santo y el poeta, 
los buitres y las águilas caudales. 
Del abierto balcón al blanco muro 
va una franja de sol anaranjada 
que inflama el aire, en el ambiente obscuro 
que envuelve la armadura arrinconada.



CVIII


UN CRIMINAL

El acusado es pálido y lampiño. 
Arde en sus ojos una fosca lumbre, 
que repugna a su máscara de niño 
y ademán de piadosa mansedumbre. 
Conserva del obscuro seminario 
el talante modesto y la costumbre 
de mirar a la tierra o al breviario. 
Devoto de María, 
madre de pecadores, 
por Burgos bachiller en teología, 
presto a tomar las órdenes menores. 
Fue su crimen atroz. Hartóse un día 
de los textos profanos y divinos, 
sintió pesar del tiempo que perdía 
enderezando hipérbatons latinos. 
Enamoróse de una hermosa niña, 
subiósele el amor a la cabeza 
como el zumo dorado de la viña, 
y despertó su natural fiereza. 
En sueños vio a sus padres ?labradores 
de mediano caudal? iluminados 
del hogar por los rojos resplandores, 
los campesinos rostros atezados. 
Quiso heredar. ¡Oh guindos y nogales 
del huerto familiar, verde y sombrío, 
y doradas espigas candeales 
que colmarán las trojes del estío!. 
Y se acordó del hacha que pendía 
en el muro, luciente y afilada, 
el hacha fuerte que la leña hacía 
de la rama de roble cercenada. 
................................................ 
Frente al reo, los jueces con sus viejos 
ropones enlutados; 
y una hilera de obscuros entrecejos 
y de plebeyos rostros: los jurados. 
El abogado defensor perora, 
golpeando el pupitre con la mano; 
emborrona papel un escribano, 
mientras oye el fiscal, indiferente, 
el alegato enfático y sonoro, 
y repasa los autos judiciales 
o, entre sus dedos, de las gafas de oro 
acaricia los límpidos cristales. 
Dice un ujier: «Va sin remedio al palo». 
El joven cuervo la clemencia espera. 
Un pueblo, carne de horca, la severa 
justicia aguarda que castiga al malo.


CIX

AMANECER DE OTOÑO

Una larga carretera 
entre grises peñascales, 
y alguna humilde pradera 
donde pacen negros toros. Zarzas, malezas, jarales. 

Está la tierra mojada 
por las gotas del rocío, 
y la alameda dorada, 
hacia la curva del río. 
Tras los montes de violeta 
quebrado el primer albor: 
a la espalda la escopeta, 
entre sus galgos agudos, caminando un cazador.



CX

EL TREN

Yo, para todo viaje 
-siempre sobre la madera 
de mi vagón de tercera-, 
voy ligero de equipaje. 
Si es de noche, porque no 
acostumbro a dormir yo, 
y de día, por mirar 
los arbolitos pasar, 
yo nunca duermo en el tren, 
y, sin embargo, voy bien. 
¡Este placer de alejarse! 
Londres, Madrid, Ponferrada, 
tan lindos... para marcharse. 
Lo molesto es la llegada. 
Luego, el tren, al caminar, 
siempre nos hace soñar; 
y casi, casi olvidamos 
el jamelgo que montamos. 
¡Oh, el pollino 
que sabe bien el camino! 
¿Dónde estamos? 
¿Dónde todos nos bajamos? 
¡Frente a mí va una monjita 
tan bonita! 
Tiene esa expresión serena 
que a la pena 
da una esperanza infinita. 
Y yo pienso: Tú eres buena; 
porque diste tus amores 
a Jesús; porque no quieres 
ser madre de pecadores. 
Mas tú eres 
maternal, 
bendita entre las mujeres, 
madrecita virginal. 
Algo en tu rostro es divino 
bajo tus cofias de lino. 
Tus mejillas 
?esas rosas amarillas? 
fueron rosadas, y, luego, 
ardió en tus entrañas fuego; 
y hoy, esposa de la Cruz, 
ya eres luz, y sólo luz... 
¡Todas las mujeres bellas 
fueran, como tú, doncellas 
en un convento a encerrarse!... 
¡Y la niña que yo quiero, 
ay, preferirá casarse 
con un mocito barbero! 
El tren camina y camina, 
y la máquina resuella, 
y tose con tos ferina. 
¡Vamos en una centella!


CXI

NOCHE DE VERANO

Es una hermosa noche de verano. 
Tienen las altas casas 
abiertos los balcones 
del viejo pueblo a la anchurosa plaza. 
En el amplio rectángulo desierto, 
bancos de piedra, evónimos y acacias 
simétricos dibujan 
sus negras sombras en la arena blanca. 
En el cénit, la luna, y en la torre, 
la esfera del reloj iluminada. 
Yo en este viejo pueblo paseando 
solo, como un fantasma.


CXII

PASCUA DE RESURRECCIÓN

Mirad: el arco de la vida traza 
el iris sobre el campo que verdea. 
Buscad vuestros amores, doncellitas, 
donde brota la fuente de la piedra. 
En donde el agua ríe y sueña y pasa, 
allí el romance del amor se cuenta. 
¿No han de mirar un día, en vuestros brazos, 
atónitos, el sol de primavera, 
ojos que vienen a la luz cerrados, 
y que al partirse de la vida ciegan? 
¿No beberán un día en vuestros senos 
los que mañana labrarán la tierra? 
¡Oh, celebrad este domingo claro, 
madrecitas en flor, vuestras entrañas nuevas!. 
Gozad esta sonrisa de vuestra ruda madre. 
Ya sus hermosos nidos habitan las cigüeñas, 
y escriben en las torres sus blancos garabatos. 
Como esmeraldas lucen los musgos de las peñas. 
Entre los robles muerden 
los negros toros la menuda hierba, 
y el pastor que apacienta los merinos 
su pardo sayo en la montaña deja.



CXIII

CAMPOS DE SORIA

I  

Es la tierra de Soria, árida y fría.
Por las colinas y las sierras calvas,
verdes pradillos, cerros cenicientos,
la primavera pasa
dejando entre las hierbas olorosas
sus diminutas margaritas blancas.

La tierra no revive, el campo sueña.
Al empezar abril está nevada
la espalda del Moncayo;
el caminante lleva en su bufanda
envueltos cuello y boca, y los pastores
pasan cubiertos con sus luengas capas.

II

Las tierras labrantías,
como retazos de estameñas pardas,
el huertecillo, el abejar, los trozos
de verde oscuro en que el merino pasta,
entre plomizos peñascales, siembran
el sueño alegra de infantil Arcadia.
En los chopos lejanos del camino,
parecen humear las yertas ramas
como un glauco vapor -las nuevas hojas-
y en las quiebras de valles y barrancas
blanquean los zarzales florecidos,
y brotan las violetas perfumadas.


III

   Es el campo ondulado, y los caminos
ya ocultan los viajeros que cabalgan
en pardos borriquillos,
ya al fondo de la tarde arrebolada
elevan las plebeyas figurillas,
que el lienzo de oro del ocaso manchan.
Mas si trepáis a un cerro y veis el campo
desde los picos donde habita el águila,
son tornasoles de carmín y acero,
llanos plomizos, lomas plateadas,
circuidos por montes de violeta,
con las cumbres de nieve sonrosada.

IV

   ¡Las figuras del campo sobre el cielo!
Dos lentos bueyes aran
en un alcor, cuando el otoño empieza,
y entre las negras testas doblegadas
bajo el pesado yugo,
pende un cesto de juncos y retama,
que es la cuna de un niño;
y tras la yunta marcha
un hombre que se inclina hacia la tierra,
y una mujer que en las abiertas zanjas
arroja la semilla.
Bajo una nube de carmín y llama,
en el oro fluido y verdinoso
del poniente, las sombras se agigantan.

V

   La nieve. En el mesón al campo abierto
se ve el hogar donde la leña humea
y la olla al hervir borbollonea.
El cierzo corre por el campo yerto,
alborotando en blancos torbellinos
la nieve silenciosa.
La nieve sobre el campo y los caminos
cayendo está como sobre una fosa.
Un viejo acurrucado tiembla y tose
cerca del fuego; su mechón de lana
la vieja hila, y una niña cose
verde ribete a su estameña grana.
Padres los viejos son de un arriero
que caminó sobre la blanca tierra
y una noche perdió ruta y sendero,
y se enterró en las nieves de la sierra.
En torno al fuego hay un lugar vacío,
y en la frente del viejo, de hosco ceño,
como un tachón sombrío
-tal el golpe de un hacha sobre un leño-.
La vieja mira al campo cual si oyera
pasos sobre la nieve. Nadie pasa.
Desierta la vecina carretera,
desierto el campo en torno de la casa.
La niña piensa que en los verdes prados
ha de correr con otras doncellitas
en los días azules y dorados,
cuando crecen las blancas margaritas.

VI

   ¡Soria fría, Soria pura,
cabeza de Extremadura,
con su castillo guerrero
arruinado, sobre el Duero;
con sus murallas roídas
y sus casas denegridas!    
¡Muerta ciudad de señores,
soldados o cazadores;
de portales con escudos
con cien linajes hidalgos,
y de famélicos galgos,
de galgos flacos y agudos,
que pululan
por las sórdidas callejas,
y a la medianoche ululan,
cuando graznan las cornejas!

¡Soria fría! La campana
de la Audiencia da la una.
Soria, ciudad castellana
¡tan bella! bajo la luna.

VII

   ¡Colinas plateadas,
grises alcores, cárdenas roquedas
por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria, obscuros encinares,
ariscos pedregales, calvas sierras,
caminos blancos y álamos del río,
tardes de Soria, mística y guerrera,
hoy siento por vosotros, en el fondo
del corazón, tristeza,
tristeza que es amor! ¡Campos de Soria
donde parece que las rocas sueñan,
conmigo vais! ¡Colinas plateadas,
grises alcores, cárdenas roquedas!...

VIII

   He vuelto a ver los álamos dorados,
álamos del camino en la ribera
del Duero, entre San Polo y San Saturio,
tras las murallas viejas
de Soria -barbacana
hacia Aragón, en castellana tierra-.
   Estos chopos del río, que acompañan
con el sonido de sus hojas secas
el son del agua cuando el viento sopla,
tienen en sus cortezas
grabadas iniciales que son nombres
de enamorados, cifras que son fechas.
   ¡Álamos del amor que ayer tuvisteis
de ruiseñores vuestras ramas llenas;
álamos que seréis mañana liras
del viento perfumado en primavera;
álamos del amor cerca del agua
que corre y pasa y sueña,
álamos de las márgenes del Duero,
conmigo vais, mi corazón os lleva!

IX

   ¡Oh, sí! Conmigo vais, campos de Soria,
tardes tranquilas, montes de violeta,
alamedas del río, verde sueño
del suelo gris y de la parda tierra,
agria melancolía
de la ciudad decrépita,
me habéis llegado al alma,
¿o acaso estabais en el fondo de ella?
¡Gente del alto llano numantino
que a Dios guardáis como cristianas viejas,
que el sol de España os llene
de alegría, de luz y de riqueza!



LA TIERRA DE ALVARGONZALEZ
(CUENTO-LEYENDA)

Publicado en la revista Mundial, de París, número 9, enero de 1912


Una mañana de los primeros días de octubre decidí visitar la fuente del Duero y tomé en Soria el coche de Burgos que había de llevarme hasta Cidones. Me acomodé en la delantera, cerca del mayoral y entre. dos viajeros: un indiano que tornaba de Méjico a su aldea natal, escondida en tierra de pinares, y un viejo campesino que venía de Barcelona, donde embarcara a dos de sus hijos para el Plata. No cruzaréis la alta estepa de Castilla sin encontrar gentes que os hablen de Ultramar.
Tomamos la ancha carretera de Burgos, dejando a nuestra izquierda el camino de Osma, bordeado de chopos que el otoño comenzaba a dorar. Soria quedaba a nuestra espalda entre grises colinas y cerros pelados. Soria, mística y guerrera, guardaba antaño la puerta de Castilla como una barbacana hacia los reinos moros que cruzó el Cid en su destierro. El Duero, en torno a Soria, forma una curva de ballesta. Nosotros llevábamos la dirección del venablo.
El indiano me hablaba de Veracruz, mas yo escuchaba al campesino que discutía con el mayoral sobre un crimen reciente. En los pinares de Duruelo, una joven vaquera había aparecido cosida a puñaladas y violada después de muerta. El campesino acusaba a un rico ganadero de Valdeavellano, preso por indicios en la cárcel de Soria, como autor indudable de tan bárbara fechoría, y desconfiaba de la justicia porque la víctima era pobre. En las pequeñas ciudades las gentes se apasionan del juego y de la política como en las grandes del arte y de la pornografía --ocios de mercaderes--, pero en los campos sólo interesan las labores que reclaman la tierra y los crímenes de los hombres.
- ¿Va usted muy lejos? -pregunté al campesino.
- A Covaleda, señor -me respondió-. ¿Y usted?
- El mismo camino llevo, porque pienso subir a Urbión y tomaré el valle del Duero. A la vuelta bajaré a Vinuesa por el puerto de Santa Inés.
- Mal tiempo para subir a Urbión. Dios le libre de una tormenta por aquella sierra.
Llegados a Cidones, nos apeamos el campesino y yo, despidiéndonos del indiano, que continuaba su viaje en la diligencia hasta San Leonardo, y emprendimos en sendas caballerías el camino de Vinuesa. Siempre que trato con hombres del campo pienso en lo mucho que ellos saben y nosotros ignoramos, y en lo poco que a ellos importa conocer cuánto nosotros sabemos.
El campesino cabalgaba delante de mi, silencioso. El hombre de aquellas tierras, serio y taciturno, habla cuando se le interroga, y es sobrio en la respuesta. Cuando la pregunta es tal que pudiera excusarse, apenas se digna contestar. Sólo se extiende en advertencias inútiles sobre las cosas que conoce bien o cuando narra historias de la tierra.
Volví los ojos al pueblecillo que dejábamos a nuestra espalda. La iglesia, con su alto campanario coronado por un hermoso nido de cigüeñas, descuella sobre unas cuantas casuchas de tierra. Hacia el camino real destacase la casa de un indiano, contrastando con el sórdido caserío. Es un hotelito moderno y mundano, rodeado de jardín y verja. Frente al pueblo se extiende una calva serrezuela de rocas grises surcadas de grietas rojizas.
Después de cabalgar dos horas llegamos a la Muedra, una aldea a medio camino entre Cidones y Vinuesa, y a pocos pasos cruzamos un puente de madera sobre el Duero.
- Por aquel sendero -me dijo el campesino, señalando a su diestra- se va a las tierras de Alvargonzález; campos malditos hoy; los mejores, antaño, de esta comarca.
-¿Alvargonzález es el nombre de su dueño? –le pregunté.
-Alvargonzález -me respondió- fue un rico labrador; mas nadie lleva ese nombre por estos contornos. La aldea donde vivió se llama como él se llamaba: Alvargonzález, y tierras de Alvargonzalez a los páramos que la rodean. Tomando esa vereda llegaríamos allá antes que a Vinuesa por este camino. Los lobos, en invierno, cuando el hambre les echa de los bosques, cruzan esa aldea y se les oye aullar al pasar por las majadas que fueron de Alvargonzález, hoy vacías y arruinadas.
Siendo niño, oí contar a un pastor la historia de Alvargonzález, y sé que anda inscrita en papeles y que los ciegos la cantan por tierra de Berlanga. Roguéle que me narrase aquella historia, y el campesino comenzó así su relato: Siendo Alvargonzález mozo, heredó de sus padres rica hacienda. Tenía casa con huerta y colmenar. dos prados de fina hierba, campos de trigo y de centeno, un trozo de encinar no lejos de la aldea, algunas yuntas para el arado, cien ovejas, un mastín y muchos lebreles de caza. Prendóse de una linda moza en tierras del Burgo, no lejos de Berlanga, y al año de conocerla la tomó por mujer. Era Polonia, de tres hermanas, la mayor y la más hermosa, hija de labradores que llaman los Peribáñez, ricos en otros tiempos, entonces dueños de menguada fortuna. Famosas fueron las bodas que se hicieron en el pueblo de la novia y las tornabodas que celebró en su aldea Alvargonzález. Hubo vihuelas, rabeles, flautas y tamboriles, danza aragonesa y fuegos al uso valenciano. De la comarca que riega el Duero, desde Urbión, donde nace, hasta que se aleja por tierras de Burgos, se habla de las bodas de Alvargonzalez y se recuerdan las fiestas de aquellos días, porque el pueblo no olvida nunca lo que brilla y truena.
Vivió feliz Alvargonzález con el amor de su esposa y el medro de sus tierras y ganados. Tres hijos tuvo, y, ya crecidos, puso el mayor a cuidar huerta y abejar; otro, al ganado, y mandó al menor a estudiar en Osma, porque lo destinaba a la iglesia. Mucha sangre de Caín tiene la gente labradora. La envidia armó pelea en el hogar de Alvargonzález. Casáronse los mayores, y el buen padre tuvo nueras que antes de darle nietos le trajeron cizaña. Malas hembras y tan codiciosas para sus casas, que sólo pensaban en la herencia que les cabría a la muerte de Alvargonzález; por ansia de lo que esperaban no gozaban lo que tenían.
El menor, a quien los padres pusieron en el seminario, prefería las lindas mozas a rezos y latines, y colgó un día la sotana, dispuesto a no vestirse más por la cabeza. Declaró que estaba dispuesto a embarcarse para las Américas. Soñaba con correr tierras y pasar los mares y ver el mundo entero. Mucho lloró la madre. Alvargonzález vendió el encinar y dio a su hijo cuanto había de heredar.
-Toma lo tuyo, hijo mío, y que Dios te acompañe. Sigue tu idea, y sabe que mientras tu padre viva, pan y techo tienes en esta casa; pero a mi muerte, todo será de tus hermanos.
Ya tenia Alvargonzález la frente arrugada, y por la barba le plateaba el bozo azul de la cara. Eran sus hombros todavía robustos y erguida la cabeza, que sólo blanqueaba en las sienes. Una mañana de otoño salió solo de su casa; no iba, como otras veces, entre sus finos galgos, terciada a la espalda la escopeta. No llevaba arreo de cazador ni pensaba en cazar. Largo camino anduvo bajo los álamos amarillos de la ribera, cruzó el encinar, y, junto a una fuente que un olmo gigantesco sombreaba, detúvose fatigado. Enjugó el sudor de su frente, bebió algunos sorbos de agua y acostóse en la tierra. y a solas hablaba con Dios Alvargonzález, diciendo: "Dios, mi señor, que colmaste las tierras que labran mis manos, a quien debo pan en mi mesa, mujer en mi lecho y por quien crecieron robustos los hijos que engendré, por quien mis majadas rebosan de blancas merinas y se cargan de fruto los árboles de mi huerto y tienen miel las colmenas de mi abejar, sabe, Dios mío, que sé cuánto me has dado antes de que me lo quites."Se fue quedando dormido mientras así rezaba, porque la sombra de las ramas y el agua que brotaba la piedra parecían decir le: "Duerme y descansa." y durmió Alvargonzález; pero su ánimo no había de reposar porque los sueños aborrascan el dormir del hombre. y Alvargonzález soñó que una voz le hablaba, y veía, como Jacob, una escala de luz que iba del cielo a la tierra. Seria tal vez la franja del sol que filtraban las ramas del olmo.
Difícil es interpretar los sueños que desatan el haz de nuestros propósitos para mezclarlos con recuerdos y temores. Muchos creen adivinar lo que ha de venir estudiando los sueños. Casi siempre yerran, pero alguna vez aciertan. En los sueños malos, que apesadumbran el corazón del durmiente, no es difícil acertar. Son estos sueños memorias de lo pasado, que teje y confunde la mano torpe y temblorosa de un personaje invisible: el miedo. Soñaba Alvargonzález en su niñez. La alegre fogata del hogar bajo la ancha y negra campana de la cocina y en torno al fuego sus padres y sus hermanos. Las nudosas manos del viejo acariciaban la rubia candela.
La madre pasaba las cuentas de un negro rosario. En la pared ahumada colgaba el hacha reluciente con que el viejo hacia leña de las ramas de roble. Seguia soñando Alvargonzález, y era en sus mejores días de mozo. Una tarde de verano y un prado verde tras los muros de una huerta. A la sombra y sobre la hierba, cuando el sol caía, tiñendo de luz anaranjada las copas de los castaños, Alvargonzález levantaba el odre de cuero y el vino rojo caía en su boca, refrescándole la seca garganta. En torno suyo estaba la familia de Peribáñez: los padres y las tres lindas hermanas. De las ramas de la huerta y de la hierba del prado se elevaba una armonía de oro y cristal, como si las estrellas cantasen en la tierra antes de aparecer dispersas en el cielo silencioso. Caía la tarde, y sobre el pinar oscuro aparecía, dorada y jadeante, la luna llena, hermosa luna del amor, sobre el campo tranquilo. Como si las hadas que hilan y tejen los sueños hubiesen puesto en sus ruecas un mechón de negra lana, ensombrecióse el soñar de Alvargonzález, y una puerta dorada abrióse, lastimando el corazón del durmiente. y apareció un hueco sombrío, y al fondo, por tenue claridad iluminado, el hogar desierto y sin leña. En la pared colgaba de una escarpia el hacha bruñida y reluciente.
El sueño abrióse al claro día. Tres niños juegan a la puerta de la casa. La mujer vigila, cose y a ratos sonríe. Entre los mayores brinca un cuervo negro y lustroso de ojo acerado.
- Hijos, ¿qué hacéis? -les pregunta. Los niños se miran y callan.
- Subid al monte, hijos míos, y antes que caiga la noche traedme un brazado de leña.
Los tres niños se alejan. El menor, que ha quedado atrás, vuelve la cara y su madre lo llama. El niño vuelve hacia la casa y los hermanos siguen su camino hacia el encinar. y es otra vez el hogar, el hogar apagado y desierto, y en el muro colgaba el hacha reluciente. Los mayores de Alvargonzález vuelven del monte con la tarde, cargados de estepas. La madre enciende el candil y el mayor arroja astillas y jaras sobre el tronco de roble, y quiere llacer el fuego en el hogar; cruje la leña, y los tueros, apenas encendidos, se apagan. No brota la llama en el lar de Alvargonzález. A la luz del candil brilla el hacha en el muro, y esta vez parece que gotea sangre.
- Padre, la hoguera no prende: está la leña mojada. Acude el segundo y también se afana por hacer lumbre. Pero el fuego no quiere brotar. El más pequeño echa sobre el hogar un puñado de estepas, y una roja llama alumbra la cocina. La madre sonríe, y Alvargonzález coge en brazos al hijo y le sienta en sus rodillas, a la diestra del fuego.
- Aunque último has nacido, tú eres el primero en mi corazón y el mejor de mi casa; porque tus manos hacen el fuego.
Los hermanos, pálidos como la muerte, se alejan por los rincones del sueño. En la diestra del mayor brilla el hacha de hierro. Junto a la fuente dormía Alvargonzález, cuando el primer lucero brillaba en el azul, y una enorme luna teñida de púrpura se asomaba al campo ensombrecido. El agua que brotaba en la piedra parecía relatar una historia vieja y triste: la historia del crimen del campo. Los hijos de Alvargonzález caminaban silenciosos, y vieron al padre dormido junto a la fuente. Las sombras que alargaban la tarde llegaron al durmiente antes que los asesinos. La frente de Alvargonzalez tenía un tachón sombrío entre las cejas, como la huella de una segur sobre el tronco de un roble. Soñaba Alvargonzález que sus hijos venían a matarle, y al abrir los ojos vio que era cierto lo que soñaba. Mala muerte dieron al labrador los malos hijos a la vera de la fuente. Un hachazo en el cuello y cuatro puñaladas en el pecho pusieron fin al sueño de Alvargonzález. El hacha que tenían de sus abuelos y que tanta leña cortó para el hogar, tajó el robusto cuello que los años no habían doblado todavía, y el cuchillo con que el buen padre cortaba el pan moreno que repartía a los suyos en torno a la mesa, hendido había el más noble corazón de aquella tierra. Porque Alvargonzález era bueno para su casa, pero era también mucha su caridad en la casa del pobre. Como padre habían de llorarle cuantos alguna vez llamaron a su puerta, o alguna vez le vieron en los umbrales de las suyas.
Los hijos de Alvargonzález no saben lo que han hecho. Al padre muerto arrastran hacia un barranco por donde corre un río que busca al Duero. Es un valle sombrío lleno de helechos, hayedos y pinares. y lo llevan a la Laguna Negra, que no tiene fondo, y allí lo arrojan con una piedra atada a los pies. La laguna está rodeada de una muralla gigantesca de rocas grises y verdosas, donde anidan las águilas y los buitres. Las gentes de la sierra en aquellos tiempos no osaban acercarse a la laguna ni aun en los días claros. Los viajeros, que, como usted, visitan estos lugares han hecho que se les pierda el miedo. Los hijos de Alvargonzález tornaban por el valle entre los pinos gigantescos y las hayas decrépitas. No oían el agua que sonaba en el fondo del barranco. Dos lobos asomaron al verles pasar. Los lobos huyeron espantados. Fueron a cruzar el río, y el río tomó por otro cauce, y en seco lo pasaron. Caminaban por el bosque para tornar a su aldea con la noche cerrada, y los pinos, las rocas y los helechos por todas partes les dejaban vereda como si huyesen de los asesinos. Pasaron otra vez junto a la fuente, y la fuente, que contaba su vieja historia, calló mientras pasaban, y aguardó a que se alejasen para seguir contándola. Así heredaron los malos hijos la hacienda del buen labrador que una mañana de otoño salió de su casa y no volvió ni podía volver. Al otro día se encontró su manta cerca de la fuente y un reguero de sangre camino del barranco. Nadie osó acusar del crimen a los hijos de Alvargonzález, porque el hombre del campo teme al poderoso, y nadie se atrevió a sondar la laguna, porque hubiera sido inútil. La laguna jamás devuelve lo que se traga. Un buhonero que erraba por aquellas tierras fue preso y ahorcado en Soria, a los dos meses, porque los hijos de Alvargonzález le entregaron a la justicia, y con testigos pagados lograron perderle.
La maldad de los hombres es como la Laguna Negra, que no tiene fondo. La madre murió a los pocos meses. Los que la vieron muerta una mañana, dicen que tenía cubierto el rostro entre las manos frías y agarrotadas.

****

El sol de primavera iluminaba el campo verde, y las cigüeñas sacaban a volar a sus hijuelos en el azul de los primeros días de mayo. Crotoraban las codornices entre los trigos jóvenes; verdeaban los álamos del camino y de las riberas, y los ciruelos del huerto se llenaban de blancas flores. Sonreían las tierras de Alvargonzález a sus nuevos amos, y prometían cuanto habían rendido al viejo labrador. Fue un año de abundancia en aquellos campos. Los hijos de Alvargonzález comenzaron a descargarse del peso de su crimen, porque a los malvados muerde la culpa cuando temen el castigo de Dios o de los hombres; pero si la fortuna ayuda y huye el temor, comen su pan alegremente, como si estuviera bendito. Mas la codicia tiene garras para coger, pero no tiene manos para labrar. Cuando llegó el verano siguiente, la tierra empobrecida parecía fruncir el ceño a sus señores. Entre los trigos había más amapolas y hierbajos que rubias espigas. Heladas tardías habían matado en flor los frutos de la huerta. Las ovejas morían por docenas porque una vieja, a quien se tenía por bruja, les hizo mala hechicería. Y si un año era malo, otro peor le seguía. Aquellos campos estaban malditos, y los Alvargonzález venían tan a menos como iban a más querellas y enconos entre las mujeres. Cada uno de los hermanos tuvo dos hijos, que no pudieron lograrse porque el odio había envenenado la leche de las madres. Una noche de invierno, ambos hermanos y sus mujeres rodeaban el hogar, donde ardía un fuego mezquino que se iba extinguiendo poco a poco. No tenían leña, ni podían buscarla a aquellas horas. Un viento helado penetraba por las rendijas del postigo, y se le oía bramar en la chimenea. Fuera, caía la nieve en torbellinos. Todos miraban silenciosos las ascuas mortecinas, cuando llamaron a la puerta.
- ¿Quién será a estas horas? -dijo el mayor-. Abre tú.
Todos permanecieron inmóviles sin atreverse a abrir. Sonó otro golpe en la puerta y una voz que decía:
-Abrid,hermanos.
- ¡Es Miguel! Abrámosle.
Cuando abrieron la puerta, cubierto de nieve y embozado en un largo capote, entró Miguel, el menor de Alvargonzález, que volvía de las Indias. Abrazó a sus hermanos, y se sentó con ellos cerca del hogar. Todos quedaron silenciosos. Miguel tenia los ojos llenos de lágrimas, y nadie le miraba frente a frente. Miguel, que abandonó su casa de niño, tornaba hombre rico. Sabía las desgracias de su hogar, mas no sospechaba de sus hermanos. Era su porte, caballero. La tez morena algo quemada, y el rostro enjuto, porque las tierras de Ultramar dejan siempre huella, pero en la mirada de sus grandes ojos brillaba la juventud. Sobre la frente, ancha y tersa, su cabello castaño caía en finos bucles. Era el más bello de los tres hermanos, porque al mayor le afeaba el rostro lo espeso de las cejas velludas, y al segundo, los ojos pequeños, inquietos y cobardes, de hombre astuto y cruel. Mientras Miguel permanecía mudo y abstraído, sus hermanos le miraban al pecho, donde brillaba una gruesa cadena de oro. El mayor rompió el silencio, y dijo:
-¿Vivirás ron nosotros?
-Si queréis --contestó Miguel-. Mi equipaje llegará mañana.
- Unos suben y otros bajan -añadió el segundo-. Tú traes oro y nosotros, ya ves, ni leña tenemos para calentamos. El viento batía la puerta y el postigo, y aullaba en la chimenea. El frío era tan grande que estremecía los huesos. Miguel iba a hablar cuando llamaron otra vez a la puerta. Miró a sus hermanos como preguntándoles quién podría ser a aquellas horas. Sus hermanos temblaron de espanto. Llamaron otra vez, y Miguel abrió. Apareció el hueco sombrío de la noche, y una racha de viento le salpicó de nieve el rostro. No vio a nadie en la puerta, mas divisó una figura que se alejaba bajo los copos blancos. Cuando volvió a cerrar, notó que en el umbral había un montón de leña. Aquella noche ardió una hermosa llama en el hogar de Alvargonzález. Fortuna traía Miguel de las Américas, aunque no tanta como soñara la codicia de sus hermanos. Decidió afincar en aquella aldea donde había nacido, mas como sabia que toda la hacienda era de sus hermanos, les compró una parte, dándoles por ella mucho más oro del que nunca había valido. Cerróse el trato, y Miguel comenzó a labrar en las tierras malditas. El oro devolvió la alegría al corazón de los malvados. Gastaron sin tino en el regalo y el vicio y tanto mermaron su ganancia, que al año volvieron a cultivar la tierra abandonada. Miguel trabajaba de sol a sol. Removió la tierra con el arado, limpióla de malas hierbas, sembró trigo y centeno, y mientras los campos de sus hermanos parecían desmedrados y secos, los suyos se colmaron de rubias y macizas espigas. Sus hermanos le miraban con odio y con envidia. Miguel les ofreció el oro que le quedaba a cambio de las tierras malditas. Las tierras de Alvargonzález eran ya de Miguel, y a ellas tornaba la abundancia de los tiempos del viejo labrador. Los mayores gastaban su dinero en locas francachelas. El juego y el vino llevábanles otra vez a la ruina. Una noche volvían borrachos a su aldea, porque habían pasado el día bebiendo y festejando en una feria cercana. Llevaba el mayor el ceño fruncido y un pensamiento feroz bajo la frente.
- ¿Cómo te explicas tú la suerte de Miguel? –dijo a su hermano--. La tierra le colma de riquezas, y a nosotros nos niega un pedazo de pan.
- Brujería y artes de Satanás -contestó el segundo. Pasaban cerca de la huerta, y se les ocurrió asomarse a la tapia. La huerta estaba cuajada de frutos. Bajo los árboles, y entre los rosales, divisaron un hombre encorvado hacia la tierra.
- Mírale -dijo el mayor-. Hasta de noche trabaja.
- ¡Eh, Miguel! -le gritaron.
Pero el hombre aquel no volvía la cara. Seguía trabajando en la tierra, cortando ramas o arrancando hierbas. Los dos atónitos borrachos achacaron al vino, que les aborrascaba la cabeza, el cerco de luz que parecía rodear la figura del hortelano. Después, el hombre se levantó y avanzó hacIa ellos sin mirarles, como si buscase otro rincón del huerto para seguir trabajando. Aquel hombre tenía el rostro del viejo labrador. ¡De la laguna sin fondo había salido Alvargonzález para labrar el huerto de Miguel! Al día siguiente, ambos hermanos recordaban haber bebido mucho vino y visto cosas raras en su borrachera. y siguieron gastando su dinero hasta perder la última moneda. Miguel labraba sus tierras, y Dios le colmaba de riqueza. Los mayores volvieron a sentir en sus venas la sangre de Caín, y el recuerdo del crimen les azuzaba al crimen. Decidieron matar a su hermano, y así lo hicieron. Ahogáronle en la presa del molino, y una mañana apareció flotando sobre el agua. Los malvados lloraron aquella muerte con lágrimas fingidas, para alejar sospechas en la aldea donde nadie los quería. No faltaba quien los acusase del crimen en voz baja, aunque ninguno osó llevar pruebas a la justicia. y otra vez volvió a los malvados la tierra de Alvargonzález. y el primer año tuvieron abundancia porque cosecharon la labor de Miguel; pero al segundo, la tierra se empobreció. Un día seguía el mayor encorvado sobre la reja del arado, que abría penosamente un surco en la tierra. Cuando volvió los ojos, reparó que la tierra se cerraba y el surco desaparecía. Su hermano cavaba en la huerta, donde sólo medraban las malas hierbas, y vio que de la tierra brotaba sangre. Apoyado en la azada contemplaba la huerta, Y un frío sudor corría por su frente. Otro día, los hijos de Alvargonzález tomaron silenciosos el camino de la Laguna Negra. Cuando caía la tarde, cruzaban por entre las hayas y los pinos. Dos lobos se asomaron a verles; huyeron espantados.
- ¡Padre! -gritaron-. Y cuando en los huecos de las rocas el eco repetía: ¡Padre! ¡Padre! ¡Padre!, ya se los había tragado el agua de la laguna sin fondo.


CXIV

LA TIERRA DE ALVARGONZÁLEZ

A Juan Ramón Jiménez

Siendo mozo Alvargonzález,
dueño de mediana hacienda,
que en otras tierras se dice
bienestar y aquí, opulencia,
en la feria de Berlanga
prendóse de una doncella,
y la tomó por mujer
al año de conocerla.
Muy ricas las bodas fueron
y quien las vio las recuerda;
sonadas las tornabodas
que hizo Alvar en su aldea;
hubo gaitas, tamboriles,
flauta, bandurria y vihuela,
fuegos a la valenciana
y danza a la aragonesa.

II

Feliz vivió Alvargonzález
en el amor de su tierra.
Naciéronle tres varones,
que en el campo son riqueza,
y, ya crecidos, los puso,
uno a cultivar la huerta,
otro a cuidar los merinos,
y dio el menor a la Iglesia.

III

Mucha sangre de Caín
tiene la gente labriega,
y en el hogar campesino
armó la envidia pelea.

Casáronse los mayores;
tuvo Alvargonzález nueras,
que le trajeron cizaña,
antes que nietos le dieran.

La codicia de los campos
ve tras la muerte la herencia;
no goza de lo que tiene
por ansia de lo que espera.

El menor, que a los latines
prefería las doncellas
hermosas y no gustaba
de vestir por la cabeza,
colgó la sotana un día
y partió a lejanas tierras.
La madre lloró; y el padre
diole bendición y herencia.

IV

Alvargonzález ya tiene
la adusta frente arrugada,
por la barba le platea
la sombra azul de la cara.

Una mañana de otoño
salió solo de su casa;
no llevaba sus lebreles,
agudos canes de caza;

iba triste y pensativo
por la alameda dorada;
anduvo largo camino
y llegó a una fuente clara.

Echóse en la tierra; puso
sobre una piedra la manta,
y a la vera de la fuente
durmió al arrullo del agua.


EL SUEÑO

I

Y Alvargonzález veía,
como Jacob, una escala
que iba de la tierra al cielo,
y oyó una voz que le hablaba.
Mas las hadas hilanderas,
entre las vedijas blancas
y vellones de oro, han puesto
un mechón de negra lana.

II

Tres niños están jugando
a la puerta de su casa;
entre los mayores brinca
un cuervo de negras alas.
La mujer vigila, cose
y, a ratos, sonríe y canta.
—Hijos, ¿qué hacéis? —les pregunta.

Ellos se miran y callan.
—Subid al monte, hijos míos,
y antes que la noche caiga,
con un brazado de estepas
hacedme una buena llama.

III

Sobre el lar de Alvargonzález
está la leña apilada;
el mayor quiere encenderla,
pero no brota la llama.
—Padre, la hoguera no prende,
está la estepa mojada.

Su hermano viene a ayudarle
y arroja astillas y ramas
sobre los troncos de roble;
pero el rescoldo se apaga.
Acude el menor, y enciende,
bajo la negra campana
de la cocina, una hoguera
que alumbra toda la casa.

IV

Alvargonzález levanta
en brazos al más pequeño
y en sus rodillas lo sienta;
—Tus manos hacen el fuego;
aunque el último naciste
tú eres en mi amor primero.

Los dos mayores se alejan
por los rincones del sueño.
Entre los dos fugitivos
reluce un hacha de hierro.

AQUELLA TARDE...

I

Sobre los campos desnudos,
la luna llena manchada
de un arrebol purpurino,
enorme globo, asomaba.
Los hijos de Alvargonzález
silenciosos caminaban,
y han visto al padre dormido
junto de la fuente clara.

II

Tiene el padre entre las cejas
un ceño que le aborrasca
el rostro, un tachón sombrío
como la huella de un hacha.
Soñando está con sus hijos,
que sus hijos lo apuñalan;
y cuando despierta mira
que es cierto lo que soñaba.

III

A la vera de la fuente
quedó Alvargonzález muerto.
Tiene cuatro puñaladas
entre el costado y el pecho,
por donde la sangre brota,
más un hachazo en el cuello.
Cuenta la hazaña del campo
el agua clara corriendo,
mientras los dos asesinos
huyen hacia los hayedos.
Hasta la Laguna Negra,
bajo las fuentes del Duero,
llevan el muerto, dejando
detrás un rastro sangriento,
y en la laguna sin fondo,
que guarda bien los secretos,
con una piedra amarrada
a los pies, tumba le dieron.

IV

Se encontró junto a la fuente
la manta de Alvargonzález,
y, camino del hayedo,
se vio un reguero de sangre.
Nadie de la aldea ha osado
a la laguna acercarse,
y el sondarla inútil fuera,
que es la laguna insondable.
Un buhonero, que cruzaba
aquellas tierras errante,
fue en Dauria acusado, preso
y muerto en garrote infame.

V

Pasados algunos meses,
la madre murió de pena.
Los que muerta la encontraron
dicen que las manos yertas
sobre su rostro tenía,
oculto el rostro con ellas.

VI

Los hijos de Alvargonzález
ya tienen majada y huerta,
campos de trigo y centeno
y prados de fina hierba;
en el olmo viejo, hendido
por el rayo, la colmena,
dos yuntas para el arado,
un mastín y mil ovejas.

OTROS DÍAS

I

Ya están las zarzas floridas
y los ciruelos blanquean;
ya las abejas doradas
liban para sus colmenas,
y en los nidos, que coronan
las torres de las iglesias,
asoman los garabatos
ganchudos de las cigüeñas.
Ya los olmos del camino
y chopos de las riberas
de los arroyos, que buscan
al padre Duero, verdean.
El cielo está azul, los montes
sin nieve son de violeta.
La tierra de Alvargonzález
se colmará de riqueza;
muerto está quien la ha labrado,
mas no le cubre la tierra.

II

La hermosa tierra de España
adusta, fina y guerrera
Castilla, de largos ríos,
tiene un puñado de sierras
entre Soria y Burgos como
reductos de fortaleza,
como yelmos crestonados,
y Urbión es una cimera.

III

Los hijos de Alvargonzález,
por una empinada senda,
para tomar el camino
de Salduero a Covaleda,
cabalgan en pardas mulas,
bajo el pinar de Vinuesa.
Van en busca de ganado
con que volver a su aldea,
y por tierra de pinares
larga jornada comienzan.
Van Duero arriba, dejando
atrás los arcos de piedra
del puente y el caserío
de la ociosa y opulenta
villa de indianos. El río,
al fondo del valle, suena,
y de las cabalgaduras
los cascos baten las piedras.
A la otra orilla del Duero
canta una voz lastimera:
«La tierra de Alvargonzález
se colmará de riqueza,
y el que la tierra ha labrado
no duerme bajo la tierra.»

IV

Llegados son a un paraje
en donde el pinar se espesa,
y el mayor, que abre la marcha,
su parda mula espolea,
diciendo: —Démonos prisa;
porque son más de dos leguas
de pinar y hay que apurarlas
antes que la noche venga.
Dos hijos del campo, hechos
a quebradas y asperezas,
porque recuerdan un día
la tarde en el monte tiemblan.
Allá en lo espeso del bosque
otra vez la copla suena:
«La tierra de Alvargonzález
se colmará de riqueza,
y el que la tierra ha labrado
no duerme bajo la tierra».

V

Desde Salduero el camino
va al hilo de la ribera;
a ambas márgenes del río
el pinar crece y se eleva,
y las rocas se aborrascan,
al par que el valle se estrecha.
Los fuertes pinos del bosque
con sus copas gigantescas
y sus desnudas raíces
amarradas a las piedras;
los de troncos plateados
cuyas frondas azulean,
pinos jóvenes; los viejos,
cubiertos de blanca lepra,
musgos y líquenes canos
que el grueso tronco rodean,
colman el valle y se pierden
rebasando ambas laderas
Juan, el mayor, dice: —Hermano,
si Blas Antonio apacienta
cerca de Urbión su vacada,
largo camino nos queda.
—Cuando hacia Urbión alarguemos
se puede acortar de vuelta,
tomando por el atajo,
hacia la Laguna Negra
y bajando por el puerto
de Santa Inés a Vinuesa.
—Mala tierra y peor camino.
Te juro que no quisiera
verlos otra vez. Cerremos
los tratos en Covaleda;
hagamos noche y, al alba,
volvámonos a la aldea
por este valle, que, a veces,
quien piensa atajar rodea.
Cerca del río cabalgan
los hermanos, y contemplan
cómo el bosque centenario,
al par que avanzan, aumenta,
y la roqueda del monte
el horizonte les cierra.
El agua, que va saltando,
parece que canta o cuenta:
«La tierra de Alvargonzález
se colmará de riqueza,
y el que la tierra ha labrado
no duerme bajo la tierra».

CASTIGO

I

Aunque la codicia tiene
redil que encierre la oveja,
trojes que guarden el trigo,
bolsas para la moneda,
y garras, no tiene manos
que sepan labrar la tierra.
Así, a un año de abundancia
siguió un año de pobreza.

II

En los sembrados crecieron
las amapolas sangrientas;
pudrió el tizón las espigas
de trigales y de avenas;
hielos tardíos mataron
en flor la fruta en la huerta,
y una mala hechicería
hizo enfermar las ovejas.
A los dos Alvargonzález
maldijo Dios en sus tierras,
y al año pobre siguieron
largos años de miseria.

III

Es una noche de invierno.
Cae la nieve en remolinos.
Los Alvargonzález velan
un fuego casi extinguido.
El pensamiento amarrado
tienen a un recuerdo mismo,
y en las ascuas mortecinas
del hogar los ojos fijos.
No tienen leña ni sueño.
Larga es la noche y el frío
arrecia. Un candil humea
en el muro ennegrecido.
El aire agita la llama,
que pone un fulgor rojizo
sobre las dos pensativas
testas de los asesinos.
El mayor de Alvargonzález,
lanzando un ronco suspiro,
rompe el silencio, exclamando:
—Hermano, ¡qué mal hicimos!
El viento la puerta bate
hace temblar el postigo,
y suena en la chimenea
con hueco y largo bramido.
Después, el silencio vuelve,
y a intervalos el pabilo
del candil chisporrotea
en el aire aterecido.
El segundo dijo: —Hermano,
¡demos lo viejo al olvido!


EL VIAJERO

I

Es una noche de invierno.
Azota el viento las ramas
de los álamos. La nieve
ha puesto la tierra blanca.
Bajo la nevada, un hombre
por el camino cabalga;
va cubierto hasta los ojos,
embozado en negra capa.
Entrado en la aldea, busca
de Alvargonzález la casa,
y ante su puerta llegado,
sin echar pie a tierra, llama.

II

Los dos hermanos oyeron
una aldabada a la puerta,
y de una cabalgadura
los cascos sobre las piedras.
Ambos los ojos alzaron
llenos de espanto y sorpresa.
— ¿Quién es? Responda —gritaron.
—Miguel —respondieron fuera.
Era la voz del viajero
que partió a lejanas tierras.

III

Abierto el portón, entróse
a caballo el caballero
y echó pie a tierra. Venía
todo de nieve cubierto.
En brazos de sus hermanos
lloró algún rato en silencio.
Después dio el caballo al uno,
al otro, capa y sombrero,
y en la estancia campesina
buscó el arrimo del fuego.

IV

El menor de los hermanos,
que niño y aventurero
fue más allá de los mares
y hoy torna indiano opulento,
vestía con negro traje
de peludo terciopelo,
ajustado a la cintura
por ancho cinto de cuero.
Gruesa cadena formaba
un bucle de oro en su pecho.
Era un hombre alto y robusto,
con ojos grandes y negros
llenos de melancolía;
la tez de color moreno,
y sobre la frente comba
enmarañados cabellos;
el hijo que saca porte
señor de padre labriego,
a quien fortuna le debe
amor, poder y dinero.
De los tres Alvargonzález
era Miguel el más bello;
porque al mayor afeaba
el muy poblado entrecejo
bajo la frente mezquina,
y al segundo, los inquietos
ojos que mirar no saben
de frente, torvos y fieros.

V

Los tres hermanos contemplan
el triste hogar en silencio;
y con la noche cerrada
arrecia el frío y el viento.
—Hermanos, ¿no tenéis leña?
—dice Miguel.
—No tenemos
—responde el mayor.
Un hombre,
milagrosamente, ha abierto
la gruesa puerta cerrada
con doble barra de hierro.
El hombre que ha entrado tiene
el rostro del padre muerto.
Un halo de luz dorada
orla sus blancos cabellos.
Lleva un haz de leña al hombro
y empuña un hacha de hierro.



EL INDIANO

I

De aquellos campos malditos,
Miguel a sus dos hermanos
compró una parte, que mucho
caudal de América trajo,
y aun en tierra mala, el oro
luce mejor que enterrado,
y más en mano de pobres
que oculto en orza de barro.
Diose a trabajar la tierra
con fe y tesón el indiano,
y a laborar los mayores
sus pegujales tornaron.
Ya con macizas espigas,
preñadas de rubios granos,
a los campos de Miguel
tornó el fecundo verano;
y ya de aldea en aldea
se cuenta como un milagro,
que los asesinos tienen
la maldición en sus campos.
Ya el pueblo canta una copla
que narra el crimen pasado:
«A la orilla de la fuente
lo asesinaron.
¡Qué mala muerte le dieron
los hijos malos!
En la laguna sin fondo
al padre muerto arrojaron.
No duerme bajo la tierra
el que la tierra ha labrado».

II

Miguel, con sus dos lebreles
y armado de su escopeta,
hacia el azul de los montes,
en una tarde serena,
caminaba entre los verdes
chopos de la carretera,
y oyó una voz que cantaba:
«No tiene tumba en la tierra.
Entre los pinos del valle
del Revinuesa,
al padre muerto llevaron
hasta la Laguna Negra».

LA CASA

I

La casa de Alvargonzález
era una casona vieja,
con cuatro estrechas ventanas,
separada de la aldea
cien pasos y entre dos olmos
que, gigantes centinelas,
sombra le dan en verano,
y en el otoño hojas secas.
Es casa de labradores,
gente aunque rica plebeya,
donde el hogar humeante
con sus escaños de piedra
se ve sin entrar, si tiene
abierta al campo la puerta.
Al arrimo del rescoldo
del hogar borbollonean
dos pucherillos de barro,
que a dos familias sustentan.
A diestra mano, la cuadra
y el corral; a la siniestra,
huerto y abejar, y, al fondo,
una gastada escalera,
que va a las habitaciones
partidas en dos viviendas.
Los Alvargonzález moran
con sus mujeres en ellas.
A ambas parejas que hubieron,
sin que lograrse pudieran,
dos hijos, sobrado espacio
les da la casa paterna.
En una estancia que tiene
luz al huerto, hay una mesa
con gruesa tabla de roble,
dos sillones de vaqueta,
colgado en el muro, un negro
ábaco de enormes cuentas,
y unas espuelas mohosas
sobre un arcón de madera.
Era una estancia olvidada
donde hoy Miguel se aposenta.
Y era allí donde los padres
veían en primavera
el huerto en flor, y en el cielo
de mayo, azul, la cigüeña
—cuando las rosas se abren
y los zarzales blanquean—
que enseñaba a sus hijuelos
a usar de las alas lentas.
Y en las noches del verano,
cuando la calor desvela,
desde la ventana al dulce
ruiseñor cantar oyeran.
Fue allí donde Alvargonzález,
del orgullo de su huerta
y del amor a los suyos,
sacó sueños de grandeza.
Cuando en brazos de la madre
vio la figura risueña
del primer hijo, bruñida
de rubio sol la cabeza,
del niño que levantaba
las codiciosas, pequeñas
manos a las rojas guindas
y a las moradas ciruelas,
o aquella tarde de otoño,
dorada, plácida y buena,
él pensó que ser podría
feliz el hombre en la tierra.
Hoy canta el pueblo una copla
que va de aldea en aldea:
«¡Oh casa de Alvargonzález,
qué malos días te esperan;
casa de los asesinos,
que nadie llame a tu puerta!»

II

Es una tarde de otoño.
En la alameda dorada
no quedan ya ruiseñores;
enmudeció la cigarra.
Las últimas golondrinas,
que no emprendieron la marcha,
morirán, y las cigüeñas
de sus nidos de retamas,
en torres y campanarios,
huyeron.
Sobre la casa
de Alvargonzález, los olmos
sus hojas que el viento arranca
van dejando. Todavía
las tres redondas acacias,
en el atrio de la iglesia,
conservan verdes sus ramas,
y las castañas de Indias
a intervalos se desgajan
cubiertas de sus erizos;
tiene el rosal rosas grana
otra vez, y en las praderas
brilla la alegre otoñada.
En laderas y en alcores,
en ribazos y en cañadas,
el verde nuevo y la hierba,
aún del estío quemada,
alternan; los serrijones
pelados, las lomas calvas,
se coronan de plomizas
nubes apelotonadas;
y bajo el pinar gigante,
entre las marchitas zarzas
y amarillentos helechos,
corren las crecidas aguas
a engrosar el padre río
por canchales y barrancas.
Abunda en la tierra un gris
de plomo y azul de plata,
con manchas de roja herrumbre,
todo envuelto en luz violada.
¡Oh tierras de Alvargonzález,
en el corazón de España,
tierras pobres, tierras tristes,
tan tristes que tienen alma!
Páramo que cruza el lobo
aullando a la luna clara
de bosque a bosque, baldíos
llenos de peñas rodadas,
donde roída de buitres
brilla una osamenta blanca;
pobres campos solitarios
sin caminos ni posadas,
¡oh pobres campos malditos,
pobres campos de mi patria!

LA TIERRA

I

Una mañana de otoño,
cuando la tierra se labra,
Juan y el indiano aparejan
las dos yuntas de la casa.
Martín se quedó en el huerto
arrancando hierbas malas.

II

Una mañana de otoño,
cuando los campos se aran,
sobre un otero, que tiene
el cielo de la mañana
por fondo, la parda yunta
de Juan lentamente avanza.

Cardos, lampazos y abrojos,
avena loca y cizaña,
llenan la tierra maldita,
tenaz a pico y a escarda.

Del corvo arado de roble
la hundida reja trabaja
con vano esfuerzo; parece,
que al par que hiende la entraña
del campo y hace camino
se cierra otra vez la zanja.

«Cuando el asesino labre
será su labor pesada;
antes que un surco en la tierra,
tendrá una arruga en su cara».

III

Martín, que estaba en la huerta
cavando, sobre su azada
quedó apoyado un momento;
frío sudor le bañaba
el rostro.
Por el Oriente,
la luna llena, manchada
de un arrebol purpurino,
lucía tras de la tapia
del huerto.
Martín tenía
la sangre de horror helada.
La azada que hundió en la tierra
teñida de sangre estaba.

IV

En la tierra en que ha nacido
supo afincar el indiano;
por mujer a una doncella
rica y hermosa ha tomado.
La hacienda de Alvargonzález
ya es suya, que sus hermanos
todo le vendieron: casa,
huerto, colmenar y campo.

LOS ASESINOS

I

Juan y Martín, los mayores
de Alvargonzález, un día
pesada marcha emprendieron
con el alba, Duero arriba.

La estrella de la mañana
en el alto azul ardía.
Se iba tiñendo de rosa
la espesa y blanca neblina
de los valles y barrancos,
y algunas nubes plomizas
a Urbión, donde el Duero nace,
como un turbante ponían.

Se acercaban a la fuente.
El agua clara corría,
sonando cual si contara
una vieja historia, dicha
mil veces y que tuviera
mil veces que repetirla.

Agua que corre en el campo
dice en su monotonía:
Yo sé el crimen, ¿no es un crimen,
cerca del agua, la vida?

Al pasar los dos hermanos
relataba el agua limpia:
«A la vera de la fuente
Alvargonzález dormía».

II

—Anoche, cuando volvía
a casa— Juan a su hermano
dijo—, a la luz de la luna
era la huerta un milagro.

Lejos, entre los rosales,
divisé un hombre inclinado
hacia la tierra; brillaba
una hoz de plata en su mano.

Después irguióse y, volviendo
el rostro, dio algunos pasos
por el huerto, sin mirarme,
y a poco lo vi encorvado
otra vez sobre la tierra.
Tenía el cabello blanco.
La luz llena brillaba,
y era la huerta un milagro.

III

Pasado habían el puerto
de Santa Inés, ya mediada
la tarde, una tarde triste
de noviembre, fría y parda.
Hacia la Laguna Negra
silenciosos caminaban.

IV

Cuando la tarde caía,
entre las vetustas hayas,
y los pinos centenarios,
un rojo sol se filtraba.

Era un paraje de bosque
y peñas aborrascadas;
aquí bocas que bostezan
o monstruos de tierras garras;
allí una informe joroba,
allá una grotesca panza,
torvos hocicos de fieras
y dentaduras melladas,
rocas y rocas, y troncos
y troncos, ramas y ramas.
En el hondón del barranco
la noche, el miedo y el agua.

V

Un lobo surgió, sus ojos
lucían como dos ascuas.
Era la noche, una noche
húmeda, oscura y cerrada.
Los dos hermanos quisieron
volver. La selva ululaba.
Cien ojos fieros ardían
en la selva, a sus espaldas.

VI

Llegaron los asesinos
hasta la Laguna Negra,
agua transparente y muda
que enorme muro de piedra,
donde los buitres anidan
y el eco duerme, rodea;
agua clara donde beben
las águilas de la sierra,
donde el jabalí del monte
y el ciervo y el corzo abrevan;
agua pura y silenciosa
que copia cosas eternas;
agua impasible que guarda
en su seno las estrellas.
¡Padre!, gritaron; al fondo
de la laguna serena
cayeron, y el eco ¡padre!
repitió de peña en peña.



CXV

A UN OLMO SECO

Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo,
algunas hojas verdes le han salido.
¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.
No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.
Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
hunden sus telas grises las arañas.
Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que, rojo en el hogar, mañana
ardas, de alguna mísera caseta
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hacia la mar te empuje,
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.

El Porvenir Castellano (Soria), 20 de febrero de 1913.
Poesías escogidas, Madrid, Calleja, 1917.



CXVI

RECUERDOS

Oh Soria, cuando miro los frescos naranjales
cargados de perfume, y el campo enverdecido,
abiertos los jazmines, maduros los trigales,
azules las montañas y el olivar florido;
Guadalquivir corriendo al mar entre vergeles;
y al sol de abril los huertos colmados de azucenas,
y los enjambres de oro, para libar sus mieles
dispersos en los campos, huir de sus colmenas;
yo sé la encina roja crujiendo en tus hogares,
barriendo el cierzo helado tu campo empedernido;
y en sierras agrias sueño —¡Urbión, sobre pinares!
¡Moncayo blanco, al cielo aragonés, erguido!—
Y pienso: Primavera, como un escalofrío
irá a cruzar el alto solar del romancero,
ya verdearán de chopos las márgenes del río.
¿Dará sus verdes hojas el olmo aquel del Duero?
Tendrán los campanarios de Soria sus cigüeñas,
y la roqueda parda más de un zarzal en flor;
ya los rebaños blancos, por entre grises peñas,
hacia los altos prados conducirá el pastor.
¡Oh, en el azul, vosotras, viajeras golondrinas
que vais al joven Duero, rebaños de merinos,
con rumbo hacia las altas praderas numantinas,
por las cañadas hondas y al sol de los caminos
hayedos y pinares que cruza el ágil ciervo,
montañas, serrijones, lomazos, parameras,
en donde reina el águila, por donde busca el cuervo
su infecto expoliario; menudas sementeras
cual sayos cenicientos, casetas y majadas
entre desnuda roca, arroyos y hontanares
donde a la tarde beben las yuntas fatigadas,
dispersos huertecillos, humildes abejares!...
¡Adiós, tierra de Soria; adiós el alto llano
cercado de colinas y crestas militares,
alcores y roquedas del yermo castellano,
fantasmas de robledos y sombras de encinares!
En la desesperanza y en la melancolía
de tu recuerdo, Soria, mi corazón se abreva.
Tierra de alma, toda, hacia la tierra mía,
por los floridos valles, mi corazón te lleva.


CXVII

AL MAESTRO "AZORÍN" POR SU LIBRO CASTILLA

La venta de Cidones está en la carretera
que va de Soria a Burgos. Leonarda, la ventera,
que llaman la Ruipérez, es una viejecita
que aviva el fuego donde borbolla la marmita.
Ruipérez, el ventero, un viejo diminuto
—bajo las cejas grises, dos ojos de hombre astuto—,
contempla silencioso la lumbre del hogar.
Se oye la marmita al fuego borbollar.
Sentado ante una mesa de pino, un caballero
escribe. Cuando moja la pluma en el tintero,
dos ojos tristes lucen en un semblante enjuto.
El caballero es joven, vestido va de luto.
El viento frío azota los chopos del camino.
Se ve pasar de polvo un blanco remolino.
La tarde se va haciendo sombría. El enlutado,
la mano en la mejilla, medita ensimismado.
Cuando el correo llegue, que el caballero aguarda,
la tarde habrá caído sobre la tierra parda
de Soria. Todavía los grises serrijones,
con ruina de encinares y mellas de aluviones,
las lomas azuladas, las agrias barranqueras,
picotas y colinas, ribazos y laderas
del páramo sombrío por donde cruza el Duero,
darán al sol de ocaso su resplandor de acero.
La venta se oscurece. El rojo lar humea.
La mecha de un mohoso candil arde y chispea.
El enlutado tiene clavado en el fuego
los ojos largo rato; se los enjuga luego
con un pañuelo blanco. ¿Por qué le hará llorar
el son de la marmita, el ascua del hogar?
Cerró la noche. Lejos se escucha el traqueteo
y el galopar de un coche que avanza. Es el correo.



CXVIII

CAMINOS

De la ciudad moruna
tras las murallas viejas,
yo contemplo la tarde silenciosa,
a solas con mi sombra y con mi pena.

El río va corriendo,
entre sombrías huertas
y grises olivares,
por los alegres campos de Baeza.

Tienen las vides pámpanos dorados
sobre las rojas cepas.
Guadalquivir, como un alfanje roto
y disperso, reluce y espejea.

Lejos, los montes duermen
envueltos en la niebla,
niebla de otoño, maternal; descansan
las rudas moles de su ser de piedra
en esta tibia tarde de noviembre,
tarde piadosa, cárdena y violeta.

El viento ha sacudido
los mustios olmos de la carretera,
levantando en rosados torbellinos
el polvo de la tierra.
La luna está subiendo
amoratada, jadeante y llena.

Los caminitos blancos
se cruzan y se alejan,
buscando los dispersos caseríos
del valle y de la sierra.
Caminos de los campos...
¡Ay, ya, no puedo caminar con ella!
CXIX
Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería.
Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.
Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.
Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar.

CXX


Dice la esperanza: un día
la verás, si bien esperas.
Dice la desesperanza:
sólo tu amargura es ella.
Late, corazón... No todo
se lo ha tragado la tierra.

CXXI


Allá, en las tierras altas,
por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria, entre plomizos cerros
y manchas de raídos encinares,
mi corazón está vagando, en sueños...

¿No ves, Leonor, los álamos del río
con sus ramajes yertos?
Mira el Moncayo azul y blanco; dame
tu mano y paseemos.
Por estos campos de la tierra mía,
bordados de olivares polvorientos,
voy caminando solo,
triste, cansado, pensativo y viejo.
CXXII
Soñé que tú me llevabas
por una blanca vereda,
en medio del campo verde,
hacia el azul de las sierras,
hacia los montes azules,
una mañana serena.

Sentí tu mano en la mía,
tu mano de compañera,
tu voz de niña en mi oído
como una campana nueva,
como una campana virgen
de un alba de primavera.
¡Eran tu voz y tu mano,
en sueños, tan verdaderas! ...
Vive, esperanza, ¡quién sabe
lo que se traga la tierra!.
CXXIII
Una noche de verano
—estaba abierto el balcón
y la puerta de mi casa—
la muerte en mi casa entró.
Se fue acercando a su lecho
—ni siquiera me miró—,
con unos dedos muy finos,
algo muy tenue rompió.
Silenciosa y sin mirarme,
la muerte otra vez pasó
delante de mí. ¿Qué has hecho?
La muerte no respondió.
Mi niña quedó tranquila,
dolido mi corazón,
¡Ay, lo que la muerte ha roto
era un hilo entre los dos!.

CXXIV


Al borrarse la nieve, se alejaron
los montes de la sierra.
la vega ha verdecido
al sol de abril, la vega
tiene la verde llama,
la vida, que no pesa;
y piensa el alma en una mariposa,
atlas del mundo, y sueña.
Con el ciruelo en flor y el campo verde,
con el glauco vapor de la ribera,
en torno de las ramas,
con las primeras zarzas que blanquean,
con este dulce soplo
que triunfa de la muerte y de la piedra,
esta amargura que me ahoga fluye
en esperanza de Ella...


CXXV

En estos campos de la tierra mía,
y extranjero en los campos de mi tierra
—yo tuve patria donde corre el Duero
por entre grises peñas,
y fantasmas de viejos encinares,
allá en Castilla, mística y guerrera,
Castilla la gentil, humilde y brava,
Castilla del desdén y de la fuerza—,
en estos campos de mi Andalucía,
¡oh tierra en que nací!, cantar quisiera.
Tengo recuerdos de mi infancia, tengo
imágenes de luz y de palmeras,
y en una gloria de oro,
de lueñes campanarios con cigüeñas,
de ciudades con calles sin mujeres
bajo un cielo de añil, plazas desiertas
donde crecen naranjos encendidos
con sus frutas redondas y bermejas;
y en un huerto sombrío, el limonero
de ramas polvorientas
y pálidos limones amarillos,
que el agua clara de la fuente espeja,
un aroma de nardos y claveles
y un fuerte olor de albahaca y hierbabuena,
imágenes de grises olivares
bajo un tórrido sol que aturde y ciega,
y azules y dispersas serranías
con arreboles de una tarde inmensa;
mas falta el hilo que el recuerdo anuda
al corazón, el ancla en su ribera,
o estas memorias no son alma. Tienen,
en sus abigarradas vestimentas,
señal de ser despojos del recuerdo,
la carga bruta que el recuerdo lleva.
Un día tornarán, con luz del fondo ungidos,
los cuerpos virginales a la orilla vieja.

Lora del Río. 4 de abril de 1913



CXXVI

A JOSÉ MARÍA PALACIO


Palacio, buen amigo,
¿está la primavera
vistiendo ya las ramas de los chopos
del río y los caminos? En la estepa
del alto Duero, Primavera tarda,
¡pero es tan bella y dulce cuando llega!...
¿Tienen los viejos olmos
algunas hojas nuevas?
Aún las acacias estarán desnudas
y nevados los montes de las sierras.
¡Oh mole del Moncayo blanca y rosa,
allá, en el cielo de Aragón, tan bella!
¿Hay zarzas florecidas
entré las grises peñas,
y blancas margaritas
entre la fina hierba?
Por esos campanarios
ya habrán ido llegando las cigüeñas.
Habrá trigales verdes,
y mulas pardas en las sementeras,
y labriegos que siembran los tardíos
con las lluvias de abril. Ya las abejas
libarán del tomillo y el romero.
¿Hay ciruelos en flor? ¿Quedan violetas?
Furtivos cazadores, los reclamos
de la perdiz bajo las capas luengas,
no faltarán. Palacio, buen amigo,
¿tienen ya ruiseñores las riberas?
Con los primeros lirios
y las primeras rosas de las huertas,
en una tarde azul, sube al Espino,
al alto Espino donde está su tierra...

Baeza, 29 de abril de 1913


CXXVII

OTRO VIAJE

Ya en los campos de Jaén,
amanece. Corre el tren
por sus brillantes rieles,
devorando matorrales,
alcaceles,
terraplenes, pedregales,
olivares, caseríos,
praderas y cardizales,
montes y valles sombríos.
Tras la turbia ventanilla,
pasa la devanadera
del campo de primavera.
La luz en el techo brilla
de mi vagón de tercera.
Entre nubarrones blancos,
oro y grana;
la niebla de la mañana
huyendo por los barrancos.
¡Este insomne sueño mío!
¡Este frío
de un amanecer en vela!...
Resonante,
jadeante,
marcha el tren. El campo vuela.
Enfrente de mí, un señor
sobre su manta dormido;
un fraile y un cazador
—el perro a sus pies tendido—.
Yo contemplo mi equipaje,
mi viejo saco de cuero;
y recuerdo otro viaje
hacia las tierras del Duero.
Otro viaje de ayer
por la tierra castellana
—¡pinos del amanecer
entre Almazán y Quintana!—
¡Y alegría
de un viajar en compañía!
¡Y la unión
que ha roto la muerte un día!
¡Mano fría
que aprietas mi corazón!



ADIOS, CAMPOS DE CASTILLA

Adiós, campos de Soria
donde las rocas sueñan,
cerros del alto llano,
y montes de ceniza y de violeta.
Adiós, ya con vosotros
quedó la flor más dulce de la tierra.
Ya no puedo cantaros,
no os canta ya mi corazón, os reza...
Y nunca más la tierra de ceniza
a pisar volveré que Duero abraza.
¡Oh, loma de Santana, ancha y maciza,
placeta del Mirón! ¡desierta plaza
con el sol de la tarde en mis balcones
nunca os veré! No me pidáis presencia;
las almas huyen para dar canciones:
alma es distancia y horizonte: ausencia.
Mas quien escucha el agria melodía
con que divierto el corazón viajero
por estos campos de mi Andalucía;
ya sabe manantial, cauce y reguero
del agua santa de huerta mía.
no todas vais al mar, aguas del Duero.


A. M. Córdoba, 1913.
Copiado 1924.



 CXXVIII

POEMA DE UN DÍA

Meditaciones Rurales

Heme aquí ya, profesor
de lenguas vivas (ayer
maestro de gay-saber,
aprendiz de ruiseñor),
en un pueblo húmedo y frío,
destartalado y sombrío,
entre andaluz y manchego.

Invierno. Cerca del fuego.
Fuera llueve un agua fina,
que ora se trueca en neblina,
ora se torna aguanieve.

Fantástico labrador,
pienso en los campos.¡Señor
qué bien haces!  Llueve, llueve
tu agua constante y menuda
sobre alcaceles y habares,
tu agua muda,
en viñedos y olivares.

Te bendecirán conmigo
los sembradores del trigo;
los que viven de coger
la aceituna;
los que esperan la fortuna
de comer;
los que hogaño,
como antaño,
tienen toda su moneda
en la rueda,
traidora rueda del año.

¡Llueve, llueve; tu neblina
que se torne en aguanieve,
y otra vez en agua fina!

¡Llueve, Señor, llueve, llueve!
   En mi estancia, iluminada
por esta luz invernal
—la tarde gris tamizada
por la lluvia y el cristal—,
sueño y medito.

                 Clarea
el reloj arrinconado,
y su tic-tic, olvidado
por repetido, golpea.

Tic-tic, tic-tic... Ya te he oído.
Tic-tic, tic-tic... Siempre igual,
monótono y aburrido.

Tic-tic, tic-tic, el latido
de un corazón de metal.

En estos pueblos, ¿se escucha
el latir del tiempo?  No.

En estos pueblos se lucha
sin tregua con el reló,
con esa monotonía
que mide un tiempo vacío.

Pero ¿tu hora es la mía?
¿Tu tiempo, reloj, el mío?

(Tic-tic, tic-tic...) Era un día
(Tic-tic, tic-tic) que pasó,
y lo que yo más quería
la muerte se lo llevó.

   Lejos suena un clamoreo
de campanas...

Arrecia el repiqueteo
de la lluvia en las ventanas.

Fantástico labrador,
vuelvo a mis campos. ¡Señor,
cuánto te bendecirán
los sembradores del pan!

Señor, ¿no es tu lluvia ley,
en los campos que ara el buey,
y en los palacios del rey?

¡Oh, agua buena, deja vida
en tu huida!

¡Oh, tú, que vas gota a gota,
fuente a fuente y río a río,
como este tiempo de hastío
corriendo a la mar remota,
en cuanto quiere nacer,
cuanto espera
florecer
al sol de la primavera,
sé piadosa,
que mañana
serás espiga temprana,
prado verde, carne rosa,
y más: razón y locura
y amargura
de querer y no poder
creer, creer y creer!

   Anochece;
el hilo de la bombilla
se enrojece,
luego brilla,
resplandece
poco más que una cerilla.

Dios sabe dónde andarán
mis gafas... entre librotes
revistas y papelotes,
¿quién las encuentra?... Aquí están.

Libros nuevos. Abro uno
de Unamuno.

¡Oh, el dilecto,
predilecto
de esta España que se agita,
porque nace o resucita!

Siempre te ha sido, ¡oh Rector
de Salamanca!, leal
este humilde profesor
de un instituto rural.

Esa tu filosofía
que llamas diletantesca,
voltaria y funambulesca,
gran don Miguel, es la mía.

Agua del buen manantial,
siempre viva,
fugitiva;
poesía, cosa cordial.

¿Constructora?
—No hay cimiento
ni en el alma ni en el viento—.

Bogadora,
marinera,
hacia la mar sin ribera.

Enrique Bergson: Los datos
inmediatos
de la conciencia
. ¿Esto es
otro embeleco francés?

Este Bergson es un tuno;
¿verdad, maestro Unamuno?

Bergson no da como aquel
Immanuel
el volatín inmortal;
este endiablado judío
ha hallado el libre albedrío
dentro de su mechinal.

No está mal;
cada sabio, su problema,
y cada loco, su tema.

Algo importa 
que en la vida mala y corta
que llevamos
libres o siervos seamos:
mas, si vamos
a la mar,
lo mismo nos ha de dar.

¡Oh, estos pueblos!  Reflexiones,
lecturas y acotaciones
pronto dan en lo que son:
bostezos de Salomón.

¿Todo es
soledad de soledades.
vanidad de vanidades,
que dijo el Eciesiastés?

Mi paraguas, mi sombrero,
mi gabán...El aguacero
amaina...Vámonos, pues.

   Es de noche. Se platica
al fondo de una botica.

—Yo no sé,
don José,
cómo son los liberales
tan perros, tan inmorales.

—¡Oh, tranquilícese usté!
Pasados los carnavales,
vendrán los conservadores,
buenos administradores
de su casa.

Todo llega y todo pasa.
Nada eterno:
ni gobierno
que perdure,
ni mal que cien años dure.

—Tras estos tiempos vendrán
otros tiempos y otros y otros,
y lo mismo que nosotros
otros se jorobarán.

Así es la vida, don Juan.
—Es verdad, así es la vida.
—La cebada está crecida.
—Con estas lluvias...
                     Y van
las habas que es un primor.
—Cierto; para marzo, en flor.
Pero la escarcha, los hielos...
—Y, además, los olivares
están pidiendo a los cielos
aguas a torrentes.
                    —A mares.

¡Las fatigas, los sudores
que pasan los labradores!

En otro tiempo...
                   Llovía
también cuando Dios quería.

—Hasta mañana, señores.
   Tic-tic, tic-tic... Ya pasó
un día como otro día,
dice la monotonía
del reloj.

   Sobre mi mesa Los datos
de la conciencia
, inmediatos.

No está mal
este yo fundamental,
contingente y libre, a ratos,
creativo, original;
este yo que vive y siente
dentro la carne mortal
¡ay! por saltar impaciente
las bardas de su corral.


Marzo de 1913 (Baeza) 


CXXIX

NOVIEMBRE 1913

Un año más. El sembrador va echando 
la semilla en los surcos de la tierra. 
Dos lentas yuntas aran, 
mientras pasan la nubes cenicientas 
ensombreciendo el campo, 
las pardas sementeras, 
los grises olivares. Por el fondo 
del valle del río el agua turbia lleva. 
Tiene Cazorla nieve, 
y Mágina, tormenta, 
su montera, Aznaitín. Hacia Granada, 
montes con sol, montes de sol y piedra.

CXXX

LA SAETA

¡Oh, la saeta, el cantar 
al Cristo de los gitanos, 
siempre con sangre en las manos, 
siempre por desenclavar! 
¡Cantar del pueblo andaluz, 
que todas las primaveras 
anda pidiendo escaleras 
para subir a la cruz! 
¡Cantar de la tierra mía, 
que echa flores 
al Jesús de la agonía, 
y es la fe de mis mayores! 
¡Oh, no eres tú mi cantar! 
¡No puedo cantar, ni quiero 
a ese Jesús del madero, 
sino al que anduvo en el mar!


CXXXI

DEL PASADO EFÍMERO

Este hombre del casino provinciano 
que vio a Carancha recibir un día, 
tiene mustia la tez, el pelo cano, 
ojos velados por melancolía; 
bajo el bigote gris, labios de hastío, 
y una triste expresión, que no es tristeza, 
sino algo más y menos: el vacío 
del mundo en la oquedad de su cabeza.

Aún luce de corinto terciopelo 
chaqueta y pantalón abotinado, 
y un cordobés color de caramelo, 
pulido y torneado. 
Tres veces heredó; tres ha perdido 
al monte su caudal; dos ha enviudado.

Sólo se anima ante el azar prohibido, 
sobre el verde tapete reclinado, 
o al evocar la tarde de un torero, 
la suerte de un tahúr, o si alguien cuenta 
la hazaña de un gallardo bandolero, 
o la proeza de un matón, sangrienta.

Bosteza de política banales 
dicterios al gobierno reaccionario, 
y augura que vendrán los liberales, 
cual torna la cigüeña al campanario.

Un poco labrador, del cielo aguarda 
y al cielo teme; alguna vez suspira, 
pensando en su olivar, y al cielo mira 
con ojo inquieto, si la lluvia tarda.

Lo demás, taciturno, hipocondriaco, 
prisionero en la Arcadia del presente, 
le aburre; sólo el humo del tabaco 
simula algunas sombras en su frente.

Este hombre no es de ayer ni es de mañana, 
sino de nunca; de la cepa hispana 
no es el fruto maduro ni podrido, 
es una fruta vana 
de aquella España que pasó y no ha sido, 
esa que hoy tiene la cabeza cana.



CXXXII

LOS OLIVOS


I 

¡Viejos olivos sedientos 
bajo el claro sol del día, 
olivares polvorientos 
del campo de Andalucía! 
¡El campo andaluz, peinado 
por el sol canicular, 
de loma en loma rayado 
de olivar y de olivar! 
Son las tierras 
soleadas, 
anchas lomas, lueñes sierras 
de olivares recamadas. 
Mil senderos. Con sus machos, 
abrumados de capachos, 
van gañanes y arrieros. 
¡De la venta del camino 
a la puerta, soplan vino 
trabucaires bandoleros! 
¡Olivares y olivares 
de loma en loma prendidos 
cual bordados alamares! 
¡Olivares coloridos 
de una tarde anaranjada; 
olivares rebruñidos 
bajo la luna argentada! 
¡Olivares centellados 
en las tardes cenicientas, 
bajo los cielos preñados 
de tormentas!... 
Olivares, Dios os dé 
los eneros 
de aguaceros, 
los agostos de agua al pie, 
los vientos primaverales, 
vuestras flores racimadas; 
y las lluvias otoñales 
vuestras olivas moradas. 
Olivar, por cien caminos, 
tus olivitas irán 
caminando a cien molinos. 
Ya darán 
trabajo en las alquerías 
a gañanes y braceros, 
¡oh buenas frentes sombrías 
bajo los anchos sombreros!... 
¡Olivar y olivareros, 
bosque y raza, 
campo y plaza 
de los fieles al terruño 
y al arado y al molino, 
de los que muestran el puño 
al destino, 
los benditos labradores, 
los bandidos caballeros, 
los señores 
devotos y matuteros!... 
¡Ciudades y caseríos 
en la margen de los ríos, 
en los pliegues de la sierra!... 
¡Venga Dios a los hogares 
y a las almas de esta tierra 
de olivares y olivares! 

II 

A dos leguas de Úbeda, la Torre 
de Pero Gil, bajo este sol de fuego, 
triste burgo de España. El coche rueda 
entre grises olivos polvorientos. 
Allá, el castillo heroico. 
En la plaza, mendigos y chicuelos: 
una orgía de harapos... 
Pasamos frente al atrio del convento 
de la Misericordia. 
¡Los blancos muros, los cipreses negros! 
¡Agria melancolía 
como asperón de hierro 
que raspa el corazón! ¡Amurallada 
piedad, erguida en este basurero!... 
Esta casa de Dios, decid hermanos, 
esta casa de Dios, ¿qué guarda dentro? 
Y ese pálido joven, 
asombrado y atento, 
que parece mirarnos con la boca, 
será el loco del pueblo, 
de quien se dice: es Lucas, 
Blas o Ginés, el tonto que tenemos. 
Seguimos. Olivares. Los olivos 
están en flor. El carricoche lento, 
al paso de dos pencos matalones, 
camina hacia Peal. Campos ubérrimos. 
La tierra da lo suyo; el sol trabaja; 
el hombre es para el suelo: 
genera, siembra y labra 
y su fatiga unce la tierra al cielo. 
Nosotros enturbiamos 
la fuente de la vida, el sol primero, 
con nuestros ojos tristes, 
con nuestro amargo rezo, 
con nuestra mano ociosa, 
con nuestro pensamiento 
?se engendra en el pecado, 
se vive en el dolor. ¡Dios está lejos!?. 
Esta piedad erguida 
sobre este burgo sórdido, sobre este basurero, 
esta casa de Dios, decid, oh santos 
cañones de von Kluck, ¿qué guarda dentro?



CXXXIII

LLANTO DE LAS VIRTUDES Y COPLAS POR LA MUERTE DE DON GUIDO

Al fin, una pulmonía 
mató a don Guido, y están 
las campanas todo el día 
doblando por él ¡din-dán! 

Murió don Guido, un señor 
de mozo muy jaranero, 
muy galán y algo torero; 
de viejo, gran rezador. 

Dicen que tuvo un serrallo 
este señor de Sevilla; 
que era diestro 
en manejar el caballo, 

y un maestro 
en refrescar manzanilla. 

Cuando mermó su riqueza, 
era su monomanía 
pensar que pensar debía 
en asentar la cabeza. 

Y asentóla 
de una manera española, 
que fue casarse con una 
doncella de gran fortuna; 
y repintar sus blasones, 
hablar de las tradiciones 
de su casa, 
a escándalos y amoríos 
poner tasa, 
sordina a su desvaríos. 

Gran pagano, 
se hizo hermano 
de una santa cofradía; 
el Jueves Santo salía, 
llevando un cirio en la mano 
— ¡aquel trueno!—, 
vestido de nazareno. 
Hoy nos dice la campana 
que han de llevarse mañana 
al buen don Guido, muy serio, 
camino del cementerio. 

Buen don Guido, ya eres ido 
y para siempre jamás... 
Alguien dirá: ¿Qué dejaste? 
Yo pregunto: ¿Qué llevaste 
al mundo donde hoy estás? 

¿Tu amor a los alamares 
y a las sedas y a los oros, 
y a la sangre de los toros 
y al humo de los altares? 

Buen don Guido y equipaje, 
¡buen viaje!... 

El acá 
y el allá 
caballero, 
se ve en tu rastro marchito, 
lo infinito: 
cero, cero. 

¡Oh las enjutas mejillas, 
amarillas, 
y los párpados de cera, 
y la fina calavera 
en la almohada del lecho! 

¡Oh fin de una aristocracia! 
La barba canosa y lacia 
sobre el pecho; 
metido en tosco sayal, 
las yertas manos en cruz, 
¡tan formal!, 
el caballero andaluz.




CXXXIV

LA MUJER MANCHEGA

La Mancha y sus mujeres... Argamasilla, Infantes 
Esquivias, Valdepeñas, La novia de Cervantes, 
y del manchego heroico, el ama y la sobrina 
(el patio, la alacena, la cueva y la cocina, 
la rueca y la costura, la cuna y la pitanza), 
la esposa de don Diego y la mujer de Panza, 
la hija del ventero, y tantas como están 
bajo la tierra, y tantas que son y que serán 
encanto de manchegos y madres de españoles 
por tierras de lagares, molinos y arreboles. 

Es la mujer manchega garrida y bien plantada, 
muy sobre sí doncella, perfecta de casada. 

El sol de la caliente llanura vinariega 
quemó su piel, mas guarda frescura de bodega 
su corazón. Devota, sabe rezar con fe 
para que Dios nos libre de cuanto no se ve. 
Su obra es la casa ?menos celada que en Sevilla, 
más gineceo y menos castillo que en Castilla?. 
Y es del hogar manchego la musa ordenadora; 
alinea los vasares, los lienzos alcanfora; 
las cuentas de la plaza anota en su diario, 
cuenta garbanzos, cuenta las cuentas del rosario. 

¿Hay más? Por estos campos hubo un amor de fuego, 
dos ojos abrasaron un corazón manchego. 

¿No tuvo en esta Mancha su cuna Dulcinea? 
¿No es el Toboso patria de la mujer idea 
del corazón, engendro e imán de corazones, 
a quien varón no impregna y aun parirá varones? 

Por esta Mancha ?prados, viñedos y molinos? 
que so el igual del cielo iguala sus caminos, 
de cepas arrugadas en el tostado suelo 
y mustios pastos como raído terciopelo: 
por este seco llano de sol y lejanía, 
en donde el ojo alcanza su pleno mediodía 
(un diminuto bando de pájaros puntea 
el índigo del cielo sobre la blanca aldea, 
y allá se yergue un soto de verdes alamillos, 
tras leguas y más leguas de campos amarillos), 
por esta tierra, lejos del mar y la montaña, 
el ancho reverbero del claro sol de España, 
anduvo un pobre hidalgo ciego de amor un día 
?amor nublóle el juicio: su corazón veía?. 

Y tú, la cerca y lejos, por el inmenso llano 
eterna compañera y estrella de Quijano, 
lozana labradora fincada en tus terrones 
?oh madre de manchegos y numen de visiones?, 
viviste, buena Aldonza, tu vida verdadera 
cuando ta amante erguía su lanza justiciera, 
y en tu casona blanca ahechando el rubio trigo. 

Aquel amor de fuego era por ti y contigo. 

Mujeres de la Mancha con el sagrado mote 
de Dulcinea, os salve la gloria de Quijote.




CXXXV

EL MAÑANA EFÍMERO

La España de charanga y pandereta, 
cerrado y sacristía, 
devota de Frascuelo y de María, 
de espíritu burlón y alma inquieta, 
ha de tener su mármol y su día, 
su infalible mañana y su poeta. 
En vano ayer engendrará un mañana 
vacío y por ventura pasajero. 
Será un joven lechuzo y tarambana, 
un sayón con hechuras de bolero, 
a la moda de Francia realista 
un poco al uso de París pagano 
y al estilo de España especialista 
en el vicio al alcance de la mano. 
Esa España inferior que ora y bosteza, 
vieja y tahúr, zaragatera y triste; 
esa España inferior que ora y embiste, 
cuando se digna usar la cabeza, 
aún tendrá luengo parto de varones 
amantes de sagradas tradiciones 
y de sagradas formas y maneras; 
florecerán las barbas apostólicas, 
y otras calvas en otras calaveras 
brillarán, venerables y católicas. 
El vano ayer engendrará un mañana 
vacío y ¡por ventura! pasajero, 
la sombra de un lechuzo tarambana, 
de un sayón con hechuras de bolero; 
el vacuo ayer dará un mañana huero. 
Como la náusea de un borracho ahíto 
de vino malo, un rojo sol corona 
de heces turbias las cumbres de granito; 
hay un mañana estomagante escrito 
en la tarde pragmática y dulzona. 
Mas otra España nace, 
la España del cincel y de la maza, 
con esa eterna juventud que se hace 
del pasado macizo de la raza. 
Una España implacable y redentora, 
España que alborea 
con un hacha en la mano vengadora, 
España de la rabia y de la idea.


CXXXVI


PROVERBIOS Y CANTARES

I

Nunca perseguí la gloria 
ni dejar en la memoria 
de los hombres mi canción; 
yo amo los mundos sutiles,
 ingrávidos y gentiles 
como pompas de jabón
. Me gusta verlos pintarse 
de sol y grana, volar
 bajo el cielo azul, temblar 
súbitamente y quebrarse.


II

¿Para qué llamar caminos 
a los surcos del azar?... 
Todo el que camina anda,
 como Jesús, sobre el mar.


III

A quien nos justifica nuestra desconfianza 
llamamos enemigo, ladrón de una esperanza. 
Jamás perdona el necio si ve la nuez vacía 
que dio a cascar al diente de la sabiduría.


IV

Nuestras horas son minutos 
cuando esperamos saber, 
y siglos cuando sabemos 
lo que se puede aprender.


V

Ni vale nada el fruto 
cogido sin sazón... 
Ni aunque te elogie un bruto 
ha de tener razón.


VI

De lo que llaman los hombres 
virtud, justicia y bondad, 
una mitad es envidia, 
y la otra, no es caridad.


VII

Yo he visto garras fieras en las pulidas manos; 
conozco grajos mélicos y líricos marranos..
 El más truhán se lleva la mano al corazón, 
y el bruto más espeso se carga de razón.

VIII

En preguntar lo que sabes 
el tiempo no has de perder.. 
Y a preguntas sin respuesta 
¿quién te podrá responder?


IX

El hombre, a quien el hambre de la rapiña acucia, 
de ingénita malicia y natural astucia, 
formó la inteligencia y acaparó la tierra. 
¡Y aun la verdad proclama! ¡Supremo ardid de guerra!


X

La envidia de la virtud 
hizo a Caín criminal. 
¡Gloria a Caín! Hoy el vicio 
es lo que se envidia más.


XI

La mano del piadoso nos quita siempre honor; 
mas nunca ofende al damos su mano el lidiador. 
Virtud es fortaleza, ser bueno es ser valiente; 
escudo, espada y maza llevar bajo la frente 
porque el valor honrado de todas armas viste: 
no sólo para, hiere, y más que aguarda, embiste. 
Que la piqueta arruine, y el látigo flagele; 
la fragua ablande el hierro, la lima pula y gaste, 
y que el buril burile, y que el cincel cincele, 
la espada punce y hienda y el gran martillo aplaste.


XII

¡Ojos que a luz se abrieron 
un día para, después, 
ciegos tornar a la tierra, 
hartos de mirar sin ver!


XIII

Es el mejor de los buenos 
quien sabe que en esta vida 
todo es cuestión de medida: 
un poco más, algo menos...


XIV

Virtud es la alegría que alivia el corazón 
más grave y desarruga el ceño de Catón. 
El bueno es el que guarda, cual venta del camino, 
para el sediento el agua, para el borracho el vino.


XV

Cantad conmigo en coro: Saber, nada sabemos, 
de arcano mar vinimos, a ignota mar iremos... 
Y entre los dos misterios está el enigma grave; 
tres arcas cierra una desconocida llave. 
La luz nada ilumina y el sabio nada enseña. 
¿Qué dice la palabra? ¿Qué el agua de la peña?

XVI

El hombre es por natura la bestia paradójica, 
un animal absurdo que necesita lógica. 
Creó de nada un mundo y, su obra terminada, 
«Ya estoy en el secreto -se dijo-, todo es nada.»


XVII

El hombre sólo es rico en hipocresía. 
En sus diez mil disfraces para engañar confía; 
y con la doble llave que guarda su mansión 
para la ajena hace ganzúa de ladrón.


XVIII

¡Ah, cuando yo era niño 
soñaba con los héroes de la Ilíada! 
Ayax era más fuerte que Diómedes, 
Héctor, más fuerte que Ayax, 
y Aquiles el más fuerte; porque era 
el más fuerte... ¡Inocencias de la infancia! 
¡Ah, cuando yo era niño 
soñaba con los héroes de la Ilíada!


XIX

El casca-nueces-vacías, 
Colón de cien vanidades, 
vive de supercherías 
que vende como verdades.


XX

¡Teresa, alma de fuego, 
Juan de la Cruz, espíritu de llama 
por aquí hay mucho frío, padres, nuestros 
corazoncitos de Jesús se apagan!


XXI

Ayer soñé que veía 
a Dios y que a Dios hablaba; 
y soñé que Dios me oía... 
Después soñé que soñaba.

XXII

Cosas de hombres y mujeres, 
los amoríos de ayer, 
casi los tengo olvidados, 
si fueron alguna vez.


XXIII

No extrañéis, dulces amigos, 
que esté mi frente arrugada; 
yo vivo en paz con los hombres 
y en guerra con mis entrañas.


XXIV

De diez cabezas, nueve 
embisten y una piensa. 
Nunca extrañéis que un bruto 
se descuerne luchando por la idea.


XXV

Las abejas de las flores 
sacan miel, y melodía 
del amor, los ruiseñores; 
Dante y yo -perdón, señores-, 
trocamos -perdón, Lucía-, 
el amor en Teología.


XXVI

Poned sobre los campos 
un carbonero, un sabio y un poeta. 
Veréis cómo el poeta admira y calla, 
el sabio mira y piensa... 
Seguramente, el carbonero busca 
las moras o las setas. 
LlevadIos al teatro 
y sólo el carbonero no bosteza. 
Quien prefiere lo vivo a lo pintado 
es el hombre que piensa, canta o sueña. 
El carbonero tiene 
llena de fantasías la cabeza.


XXVII

¿Dónde está la utilidad 
de nuestras utilidades? 
Volvamos a la verdad: 
vanidad de vanidades.


XXVIII

Todo hombre tiene dos 
batallas que pelear: 
en sueños lucha con Dios; 
y despierto, con el mar.


XXIX

Caminante, son tus huellas 
el camino, y nada más; 
caminante, no hay camino, 
se hace camino al andar. 
Al andar se hace camino, 
y al volver la vista atrás 
se ve la senda que nunca 
se ha de volver a pisar. 
Caminante, no hay camino, 
sino estelas en la mar.


XXX

El que espera desespera, 
dice la voz popular. 
¡Qué verdad tan verdadera!
La verdad es lo que es, 
y sigue siendo verdad 
aunque se piense al revés.


XXXI

Corazón, ayer sonoro,
¿ya no suena
tu monedilla de oro?
Tu alcancía,
antes que el tiempo la rompa,
¿se irá quedando vacía?
Confiemos
en que no será verdad
nada de lo que sabemos.

XXXII

¡Oh fe del meditabundo! 
¡Oh fe después del pensar! 
Sólo si viene un corazón al mundo 
rebosa el vaso humano y se hincha el mar.


XXXIII

Soñé a Dios como una fragua 
de fuego, que ablanda el hierro, 
como un forjador de espadas, 
como un bruñidor de aceros, 
que iba firmando en las hojas 
de luz: Libertad. -Imperio.



XXXII

¡Oh fe del meditabundo! 
¡Oh fe después del pensar! 
Sólo si viene un corazón al mundo 
rebosa el vaso humano y se hincha el mar.


XXXIII

Soñé a Dios como una fragua 
de fuego, que ablanda el hierro, 
como un forjador de espadas, 
como un bruñidor de aceros, 
que iba firmando en las hojas 
de luz: Libertad. -Imperio.


XXXIV

Yo amo a jesús, que nos dijo 
Cielo y tierra pasarán. 
Cuando cielo y tierra pasen 
mi palabra quedará. 
¿Cuál fue, jesús, tu palabra? 
¿Amor? ¿Perdón? ¿Caridad? 
Todas tus palabras fueron 
una palabra: Velad.


XXXV

Hay dos modos de conciencia: 
una es luz, y otra, paciencia.
 Una estriba en alumbrar 
un poquito el hondo mar; 
otra, en hacer penitencia
 con caña o red, y esperar 
el pez, como pescador. 
Dime tú. ¿Cuál es mejor? 
¿Conciencia de visionario 
que mira en el hondo acuario 
peces vivos, 
fugitivos,
que no se pueden pescar, 
o esa maldita faena 
de ir arrojando a la arena, 
muertos, los peces del mar?


XXXVI

Fe empirista. Ni somos ni seremos. 
Todo nuestro vivir es emprestado. 
Nada trajimos; nada llevaremos.


XXXVII

¿Dices que nada se crea?
 No te importe, con el barro 
de la tierra, haz una copa 
para que beba tu hermano.



XXXVIII

¿Dices que nada se crea?
 Alfarero, a tus cacharros. 
Haz tu copa y no te importe 
si no puedes hacer barro.


XXXIX

Dicen que el ave divina 
trocada en pobre gallina, 
por obra de las tijeras 
de aquel sabio profesor 
(fue Kant un esquilador 
de las aves altaneras; 
toda su filosofia, 
un sport de cetrería), 
dicen que quiere saltar 
las tapias del corralón, 
y volar 
otra vez, hacia Platón. 
¡Hurra! ¡Sea! 
¡Feliz será quien lo vea!


XL

Sí, cada uno y todos sobre la tierra iguales: 
el ómnibus que arrastran dos pencos matalones, 
por el camino, a tumbos, hacia las estaciones, 
el ómnibus completo de viajeros banales, 
y en medio un hombre mudo, hipocondríaco, austero, 
a quien se cuentan cosas y a quien se ofrece vino... 
Y allá, cuando se llegue, ¿descenderá un viajero 
no más? ¿O habránse todos quedado en el camino?


XLI

Bueno es saber que los vasos 
nos sirven para beber; 
lo malo es que no sabemos 
para qué sirve la sed.


XLII

¿Dices que nada se pierde? 
Si esta copa de cristal 
se me rompe, nunca en ella 
beberé, nunca jamás.


XLIII

Dices que nada se pierde, 
y acaso dices verdad; 
pero todo lo perdemos 
y todo nos perderá.


XLIV

Todo pasa y todo queda; 
pero lo nuestro es pasar, 
pasar haciendo caminos, 
caminos sobre la mar.


XLV

Morir.. ¿Caer como gota 
de mar en el mar inmenso? 
¿O ser lo que nunca ha sido: 
uno, sin sombra y sin sueño, 
un solitano que avanza 
sin camino y sin espejo?


XLVI

Anoche soné que oía 
a Dios, gritándome: ¡Alerta! 
Luego era Dios quien dormía, 
y yo gritaba: ¡Despierta!


XLVII

Cuatro cosas tiene el hombre
que no sirven en la mar:
ancla, gobernalle y remos,
y miedo de naufragar.


XLVIII

Mirando mi calavera 
un nuevo Hamlet dirá: 
He aquí un lindo fósil de una 
careta de carnaval.


XLIX

Ya noto, al paso que me torno viejo, 
que en el inmenso espejo, 
donde orgulloso me miraba un día, 
era el azogue lo que yo ponía. 
Al espejo del fondo de mi casa 
una mano fatal 
ya rayendo el azogue, y todo pasa 
por él como la luz por el cristal.


L

-Nuestro español bosteza. 
¿Es hambre? ¿Sueño? ¿Hastío? 
Doctor, ¿tendrá el estómago vacío? 
-El vacío es más bien en la cabeza.


LI

Luz del alma, luz divina, 
faro, antorcha, estrella, sol... 
Un hombre a tientas camina; 
lleva a la espalda un farol.


LII

Discutiendo están dos mozos 
si a la fiesta del lugar 
irán por la carretera 
o campo atraviesa irán. 
Discutiendo y disputando 
empiezan a pelear. 
Ya con las trancas de pino 
furiosos golpes se dan; 
ya se tiran de las barbas, 
que se las quieren pelar. 
Ha pasado un carretero, 
que va cantando un cantar: 
«Romero, para ir a Roma, 
lo que importa es caminar; 
a Roma por todas partes, 
por todas partes se va.»


LIII

Ya hay un español que quiere
vivir y a vivir empieza,
entre una España que muere
y otra España que bosteza.
Españolito que vienes
al mundo, te guarde Dios.
Una de las dos Españas
ha de helarte el corazón.




CXXXVII

PARÁBOLAS

I 

Era un niño que soñaba 
un caballo de cartón. 
Abrió los ojos el niño 
y el caballito no vio. 
Con un caballito blanco 
el niño volvió a soñar; 
y por la crin lo cogía... 
¡Ahora no te escaparás! 
Apenas lo hubo cogido, 
el niño se despertó. 
Tenía el puño cerrado. 
¡El caballito voló! 
Quedóse el niño muy serio 
pensando que no es verdad 
un caballito soñado. 
Y ya no volvió a soñar. 
Pero el niño se hizo mozo 
y el mozo tuvo un amor, 
y a su amada le decía: 
¿Tú eres de verdad o no? 
Cuando el mozo se hizo viejo 
pensaba: Todo es soñar, 
el caballito soñado 
y el caballo de verdad. 
Y cuando vino la muerte, 
el viejo a su corazón 
preguntaba: ¿Tú eres sueño? 
¡Quién sabe si despertó! 

II 

A D. Vicente Ciurana. 

Sobre la limpia arena, en el tartesio llano 
por donde acaba España y sigue el mar, 
hay dos hombres que apoyan la cabeza en la mano; 
uno duerme, y el otro parece meditar. 
El uno, en la mañana de tibia primavera, 
junto a la mar tranquila, 
ha puesto entre sus ojos y el mar que reverbera, 
los párpados, que borran el mar en la pupila. 
Y se ha dormido, y sueña con el pastor Proteo, 
que sabe los rebaños del marino guardar; 
y sueña que le llaman las hijas de Nereo, 
y ha oído a los caballos de Poseidón hablar. 
El otro mira al agua. Su pensamiento flota: 
hijo del mar, navega ?o se pone a volar? 
Su pensamiento tiene un vuelo de gaviota, 
que ha visto un pez de plata en el agua saltar. 
Y piensa: "Es esta vida una ilusión marina 
de un pescador que un día ya no puede pescar." 
El soñador ha visto que el mar se le ilumina, 
y sueña que es la muerte una ilusión del mar. 

III 

Érase de un marinero 
que hizo un jardín junto al mar, 
y se metió a jardinero. 
Estaba el jardín en flor, 
y el jardinero se fue 
por esos mares de Dios. 

IV 

CONSEJOS 


Sabe esperar, aguarda que la marea fluya 
?así en la costa un barco? sin que al partir te inquiete. 
Todo el que aguarda sabe que la victoria es suya; 
porque la vida es larga y el arte es un juguete. 
Y si la vida es corta 
y no llega la mar a tu galera, 
aguarda sin partir y siempre espera, 
que el arte es largo y, además, no importa. 

V 

PROFESIÓN DE FE 


Dios no es el mar, está en el mar, riela 
como luna en el agua, o aparece 
como una blanca vela; 
en el mar se despierta o se adormece. 
Creó la mar, y nace 
de la mar cual la nube y la tormenta; 
es el Criador y la criatura lo hace; 
su aliento es alma, y por el alma alienta. 
Yo he de hacerte, mi Dios, cual tú me hiciste, 
y para darte el alma que me diste 
en mí te he de crear. Que el puro río 
de caridad que fluye eternamente, 
fluya en mi corazón. ¡Seca, Dios mío, 
de una fe sin amor la turbia fuente! 

VI 

El Dios que todos llevamos, 
el Dios que todos hacemos, 
el Dios que todos buscamos 
y que nunca encontraremos. 
Tres dioses o tres personas 
del solo Dios verdadero. 

VII 

Dice la razón: Busquemos 
la verdad. 
Y el corazón: Vanidad. 
La verdad ya la tenemos. 
La razón: ¡Ay, quién alcanza 
la verdad! 
El corazón: Vanidad. 
La verdad es la esperanza. 
Dice la razón: Tú mientes. 
Y contesta el corazón: 
Quien miente eres tú, razón. 
que dices lo que no sientes. 
La razón: Jamás podremos 
entendernos, corazón. 
El corazón: Lo veremos. 

VIII 

Cabeza meditadora, 
¡qué lejos se oye el zumbido 
de la abeja libadora! 
Echaste un velo de sombra 
sobre el bello mundo y vas 
creyendo ver, porque mides 
la sombra con un compás. 
Mientras la abeja fabrica, 
melifica, 
con jugo de campo y sol, 
yo voy echando verdades 
que nada son, vanidades 
al fondo de mi crisol. 
De la mar al percepto, 
del percepto al concepto, 
del concepto a la idea 
?¡oh, la linda tarea!?, 
de la idea a la mar, 
¡Y otra vez a empezar!



CXXXVIII


MI BUFÓN

El demonio de mis sueños
ríe con sus labios rojos,
sus negros y vivos ojos,
sus dientes finos, pequeños.
Y jovial y picaresco
se lanza a un baile grotesco,
luciendo el cuerpo deforme
y su enorme joroba.

Es feo y barbudo,
y chiquitín y panzudo.
Yo no sé por qué razón,
de mi tragedia, bufón,
te ríes… Mas tú eres vivo
por tu danzar sin motivo.


ELOGIOS

CXXXIX

A DON FRANCISCO GINER DE LOS RÍOS

Como se fue el maestro,
la luz de esta mañana
me dijo: Van tres días
que mi hermano Francisco no trabaja.
¿Murió?... Sólo sabemos
que se nos fue por una senda clara,
diciéndonos: Hacedme
un duelo de labores y esperanzas.
Sed buenos y no más, sed lo que he sido
entre vosotros: alma.
Vivid, la vida sigue,
los muertos mueren y las sombras pasan;
lleva quien deja y vive el que ha vivido.
¡Yunques, sonad; enmudeced, campanas!

Y hacia otra luz más pura
partió el hermano de la luz del alba,
del sol de los talleres,
el viejo alegre de la vida santa.
...¡Oh, sí!, llevad, amigos,
su cuerpo a la montaña,
a los azules montes
del ancho Guadarrama.
Allí hay barrancos hondos
de pinos verdes donde el viento canta.
Su corazón repose
bajo una encina casta,
en tierra de tomillos, donde juegan
mariposas doradas...

Allí el maestro un día
soñaba un nuevo florecer de España.

CXL

AL JOVEN MEDITADOR JOSÉ ORTEGA Y GASSET

A ti laurel y yedra
corónente, dilecto
de Sofía, arquitecto.
Cincel, martillo y piedra
y masones te sirvan; las montañas
de Guadarrama frío
te brinden el azul de sus entrañas,
meditador de otro Escorial sombrío,
y que Felipe austero,
al borde de su regia sepultura,
asome a ver la nueva arquitectura
y bendiga la prole de Lutero.
 
 
CXLI

 
A XAVIER VALCARCE
 
… En el intermedio de la primavera.

Valcarce, dulce amigo, si tuviera
la voz que tuve antaño, cantaría
el intermedio de tu primavera
—porque aprendiz he sido de ruiseñor un día—.
Y el rumor de tu huerto —entre las flores
el agua oculta corre, pasa y suena
por acequias, regatos y atanores—,
y el inquieto bullir de tu colmena,
y esa doliente juventud que tiene
ardores de faunalias,
que pisando viene
la huella a mis sandalias.
Mas hoy… ¿será porque el enigma grave
me tentó en la desierta galería,
y abrí con una diminuta llave
el ventanal del fondo que da a la mar sombría?
¿Será porque se ha ido
quien asentó mis pasos en la tierra,
y en este nuevo ejido
sin rubia mies, la soledad me aterra?
No sé, Valcarce, mas cantar no puedo;
se ha dormido la voz en mi garganta,
y tiene el corazón un salmo quedo.
Ya sólo reza el corazón, no canta.
Mas hoy, Valcarce, como un fraile viejo
puedo hacer confesión, que es dar consejo.
En este día claro, en que descansa
tu carne de quimeras y amoríos
—así en amplio silencio se remansa
el agua bullidora de los ríos—,
no guardes en tu cofre la galana
veste dominical, el limpio traje,
para llenar de lágrimas mañana
la mustia seda y el marchito encaje,
sino viste, Valcarce, dulce amigo,
gala de fiesta para andar contigo.
Y cíñete la espada rutilante,
y lleva tu armadura,
el peto de diamante
debajo de la blanca vestidura.
¡Quién sabe! Acaso tu domingo sea
la jornada guerrera y laboriosa,
el día del Señor, que no reposa,
el claro día en que el Señor pelea.

 
CXLII

 
MARIPOSA DE LA SIERRA


A Juan Ramón Jiménez, por su libro Platero y yo

¿No eres tú, mariposa, 
el alma de estas sierras solitarias, 
de sus barrancos hondos
y de sus cumbres agrias? 
Para que tú nacieras, 
con su varita mágica
a las tormentas de la piedra, un día, 
mandó callar un hada, 
y encadenó los montes
para que tú volaras. 
Anaranjada y negra, 
morenita y dorada, 
mariposa montés, sobre el romero
plegadas las alillas o, voltarias, 
jugando con el sol, o sobre un rayo
de sol crucificadas. 
¡Mariposa montés y campesina, 
mariposa serrana, 
nadie ha pintado tu color; tú vives
tu color y tus alas
en el aire, en el sol, sobre el romero, 
tan libre, tan salada! ... 
Que Juan Ramón Jiménez
pulse por ti su lira franciscana. 

Sierra de Cazorla, 28 de mayo de 1915

CXLIII

DESDE MI RINCÓN

ELOGIOS
Al libro Castilla, del maestro
«Azorín», con motivos del mismo.

Con este libro de melancolía,
toda Castilla a mi rincón me llega;
Castilla la gentil y la bravía,
la parda y la manchega.
¡Castilla, España de los largos ríos
que el mar no ha visto y corre hacia los mares;
Castilla de los páramos sombríos,
Castilla de los negros encinares!
Labriegos transmarinos y pastores
trashumantes —arados y merinos—,
labriegos con talante de señores,
pastores de color de los caminos.
Castilla de grisientos peñascales,
pelados serrijones,
barbechos y trigales,
malezas y cambrones.
Castilla azafranada y polvorienta,
sin montes, de arreboles purpurinos,
Castilla visionaria y soñolienta
de llanuras, viñedos y molinos.
Castilla —hidalgos de semblante enjuto,
rudos jaques y orondos bodegueros—,
Castilla —trajinantes y arrieros
de ojos inquietos, de mirar astuto—,
mendigos rezadores,
y frailes pordioseros,
boteros, tejedores,
arcadores, perailes, chicarreros,
lechuzos y rufianes,
fulleros y truhanes,
caciques y tahúres y logreros.
¡Oh, venta de los montes! —Fuencebada,
Fonfría, Oncala, Manzanal, Robledo—.
¡Mesón de los caminos y posada
de Esquivias, Salas, Almazán, Olmedo!
La ciudad diminuta y la campana
de las monjas que tañe, cristalina…
¡Oh, dueña doñeguil tan de mañana
y amor de Juan Ruiz a doña Endrina!
Las comadres —Gerarda y Celestina—.
Los amantes —Fernando y Dorotea—.
¡Oh casa, oh huerto, oh sala silenciosa!
¡Oh divino vasar en donde posa
sus dulces ojos verdes Melibea!
¡Oh jardín de cipreses y rosales,
donde Calisto ensimismado piensa,
que tornan con las nubes inmortales
las mismas olas de la mar inmensa!
¡Y este hoy que mira a ayer; y este mañana
que nacerá tan viejo!
¡Y esta esperanza vana
de romper el encanto del espejo!
¡Y esta agua amarga de la fuente ignota!
¡Y este filtrar la gran hipocondría
de España siglo a siglo y gota a gota!
¡Y este alma de Azorín… y este alma mía
que está viendo pasar, bajo la frente,
de una España la inmensa galería,
cual pasa del ahogado en la agonía
todo su ayer, vertiginosamente!
Basta, Azorín, yo creo
en el alma sutil de tu Castilla,
y en esa maravilla
de tu hombre triste del balcón, que veo
siempre añorar, la mano en la mejilla.
Contra el gesto del persa, que azotaba
la mar con su cadena;
contra la flecha que el tahúr tiraba
al cielo, creo en la palabra buena.
Desde un pueblo que ayuna y se divierte,
ora y eructa, desde un pueblo impío
que juega al mus, de espaldas a la muerte,
creo en la libertad y en la esperanza,
y en una fe que nace
cuando se busca a Dios y no se alcanza,
y en el Dios que se lleva y que se hace.

ENVÍO

¡Oh, tú, Azorín, que de la mar de Ulises
viniste al ancho llano
en donde el gran Quijote, el buen Quijano,
soñó con Esplandianes y Amadises;
buen Azorín, por adopción manchego,
que guardas tu alma ibera,
tu corazón de fuego
bajo el recio almidón de tu pechera
—un poco libertario
de cara a la doctrina,
¡admirable Azorín, el reaccionario
por asco de la greña jacobina!—;
pero tranquilo, varonil —la espada
ceñida a la cintura
y con santo rencor acicalada—,
sereno en el umbral de tu aventura!
¡Oh, tú, Azorín, escucha: España quiere
surgir, brotar, toda una España empieza!
¿Y ha de helarse en la España que se muere?
¿Ha de ahogarse en la España que bosteza?
Para salvar la nueva epifanía
hay que acudir, ya es hora,
con el hacha y el fuego al nuevo día.
Oye cantar los gallos de la aurora.

Baeza, 1913.


CXLIV

UNA ESPAÑA JOVEN

Fué un tiempo de mentira, de infamia.  A España toda, 
la malherida España, de carnaval vestida 
nos la pusieron, pobre y escuálida y beoda, 
para que no acertara la mano con la herida.1
Fué ayer; éramos casi adolescentes; era 
con tiempo malo, encinta de lúgubres presagios, 
cuando montar quisimos en pelo2 una quimera, 
mientras la mar dormía ahita de naufragios.

Dejamos en el puerta la sórdida galera, 
y en una nave de oro nos plugo3 navegar 
hacia los altos mares, sin aguardar ribera4, 
lanzando velas y anclas y gobernalle al mar.

Ya entonces, por el fondo de nuestro sueño -- herencia 
de un siglo que vencido sin gloria se alejaba -- 
un alba entrar quería; con nuestra turbulencia 
la luz de las divinas ideas batallaba.

Mas cada cual el rumbo siguió de su locura; 
agilitó su brazo, acreditó su brío; 
dejó como un espejo bruñida su armadura5 
y dijo: "El hoy es malo, pero el mañana ...  es mío".

Y es hoy aquel mañana de ayer...  Y España toda, 
con sucios oropeles de carnaval vestida 
aún la tenemos:  pobre y escuálida y beoda; 
mas hoy de un vino malo:  la sangre de su herida.

Tú, juventud más joven, si de más alta cumbre 
la voluntad te llega, irás a tu aventura, 
despierta y transparente a la divina lumbre, 
como el diamante clara, como el diamante pura. 



CXLX

ESPAÑA EN PAZ

En mi rincón moruno, mientras repiquetea
el agua de la siembra bendita en los cristales,
yo pienso en la lejana Europa que pelea,
el fiero Norte, envuelto en lluvias otoñales.
Donde combaten galos, ingleses y teutones,
allá, en la vieja Flandes y en una tarde fría,
sobre jinetes, carros, infantes y cañones
pondrá la lluvia el velo de su melancolía.
Envolverá la niebla el rojo expolario
—sordina gris al férreo claror del campamento—,
las brumas de la mancha caerán como un sudario
de la flamenca duna sobre el fangal sangriento.
Un César ha ordenado las tropas de Germania
contra el francés avaro y el triste moscovita,
y osó hostigar la rubia pantera de Britania.
Medio planeta en armas contra el teutón milita.
¡Señor! La guerra es mala y bárbara; la guerra,
odiada por las madres, las almas entigrece;
mientras la guerra pasa, ¿quién sembrará la tierra?
¿Quién segará la espiga que junio amarillece?
Albión acecha y caza las quillas en los mares;
Germania arruina templos, moradas y talleres;
la guerra pone un soplo de hielo en los hogares,
y el hambre en los caminos, y el llanto en las mujeres.
Es bárbara la guerra y torpe y regresiva;
¿Por qué otra vez a Europa esta sangrienta racha
que siega el alma y esta locura acometiva?
¿Por qué otra vez el hombre de sangre se emborracha?
La guerra nos devuelve las podres y las pestes
del Ultramar cristiano; el vértigo de horrores
que trajo Atila a Europa con sus feroces huestes;
las hordas mercenarias, los púnicos rencores;
la guerra nos devuelve los muertos milenarios
de cíclopes, centauros, Heracles y Téseos;
la guerra resucita los sueños cavernarios
del hombre con peludos mammuthes giganteos.
¿Y bien? El mundo en guerra y en paz España sola.
¡Salud, oh buen Quijano! Por si este gesto es tuyo,
yo te saludo. ¡Salve! Salud, paz española,
si no eres paz cobarde, sino desdén y orgullo.
Si eres desdén y orgullo, valor de ti, si bruñes
en esa paz, valiente, la enmohecida espada,
para tenerla limpia, sin tacha, cuando empuñes
el arma de tu vieja panoplia arrinconada;
si pules y acicalas tus hierros para, un día,
vestir de luz, y erguida: heme aquí, pues, España,
en alma y cuerpo, toda, para una guerra mía,
heme aquí pues, vestida para la propia hazaña,
decir, para que diga quien oiga: es voz, no es eco,
el buen manchego habla palabras de cordura;
parece que el hidalgo amojamado y seco
entró en razón, y tiene espada a la cintura;
entonces, paz de España, yo te saludo.
Si eres vergüenza humana de esos rencores cabezudos
con que se matan miles de avaros mercaderes,
sobre la madre tierra que los parió desnudos;
si sabes como Europa entera se anegaba
en una paz sin alma, en un afán sin vida,
y que una calentura cruel la aniquilaba,
que es hoy la fiebre de esta pelea fratricida;
si sabes que esos pueblos arrojan sus riquezas
al mar y al fuego —todos— para sentirse hermanos
un día ante el divino altar de la pobreza,
gabachos y tudescos, latinos y britanos,
entonces, paz de España, también yo te saludo,
y a ti, la España fuerte, si, en esta paz bendita,
en tu desdeño esculpes como sobre un escudo,
dos ojos que avizoran y un ceño que medita.

Baeza, 10 de noviembre de 1914


CXLVI

Flor de santidad. – Novela milenaria, 
              por D. Ramón del Valle-lnclán.


Esta leyenda en sabio romance campesino, 
ni arcaico ni moderno, por Valle-Inclán escrita, 
revela en los halagos de un viento vespertino, 
la santa flor de alma que nunca se marchita.

Es la leyenda campo y campo. Un peregrino 
que vuelve solitario de la sagrada tierra 
donde Jesús morara, camina sin camino, 
entre los agrios montes de la galaica sierra.

Hilando, silenciosa, la rueca a la cintura. 
Adega, en cuyos ojos la llama azul fulgura 
de la piedad humilde, en el romero ha visto,

al declinar la tarde, la pálida figura, 
la frente gloriosa de luz y la amargura 
de amor que tuvo un día el SALVADOR DOM. CRISTO.



CXLVII

AL MAESTRO RUBÉN DARÍO

Este noble poeta, que ha escuchado 
los ecos de la tarde y los violines 
del otoño en Verlaine, y que ha cortado 
las rosas de Ronsard en los jardines 
de Francia, hoy, peregrino 
de un Ultramar de Sol, nos trae el oro 
de su verbo divino. 
¡Salterios del loor vibran en coro! 
La nave bien guarnida, 
con fuerte casco y acerada prora, 
de viento y luz la blanca vela henchida 
surca, pronta a arribar, la mar sonora. 
Y yo le grito: ¡Salve! a la bandera 
flamígera que tiene 
esta hermosa galera, 
que de una nueva España a España viene.



CXLVIII

AL LA MUERTE DE RUBÉN DARÍO

Si era toda en tu verso la armonía del mundo, 
¿dónde fuiste, Darío, la armonía a buscar? 
Jardinero de Hesperia, ruiseñor de los mares, 
corazón asombrado de la música astral, 

¿te ha llevado Dionysos de su mano al infierno 
y con las nuevas rosas triunfantes volverás? 
¿Te han herido buscando la soñada Florida, 
la fuente de la eterna juventud, capitán? 

Que en esta lengua madre la clara historia quede; 
corazones de todas las Españas, llorad. 
Rubén Darío ha muerto en sus tierras de Oro, 
esta nueva nos vino atravesando el mar. 

Pongamos, españoles, en un severo mármol, 
su nombre, flauta y lira, y una inscripción no más: 
Nadie esta lira pulse, si no es el mismo Apolo, 
nadie esta flauta suene, si no es el mismo Pan.


CXLIX

A NARCISO ALONSO CORTÉS, POETA DE CASTILLA

“Jam senior, sed cruda deo viridisque senectu.”
Virgilio, Eneida.

Tus versos me han llegado a este rincón manchego,
regio presente en arcas de rica taracea,
que guardan, entre ramos de castellano espliego,
narciso de Citeres y lirios de Judea.
En tu árbol viejo anida un canto adolescente,
del ruiseñor de antaño la dulce melodía.
Poeta, que declaras arrugas en tu frente,
tu musa es la más noble: se llama Todavía.
Al corazón del hombre con red sutil envuelve
el tiempo, como niebla de río una arboleda.
¡No mires; todo pasa; olvida: nada vuelve!
Y el corazón del hombre se angustia… ¡Nada queda!
El tiempo rompe el hierro y gasta los marfiles.
Con limas y barrenas, buriles y tenazas,
el tiempo lanza obreros a trabajar febriles,
enanos con punzones y cíclopes con mazas.
El tiempo lame y roe y pule y mancha y muerde;
socava el alto muro, la piedra agujerea;
apaga la mejilla y abrasa la hoja verde;
sobre las frentes cava los surcos de la idea.
Pero el poeta afronta el tiempo inexorable,
como David al fiero gigante filisteo;
de su armadura busca la pieza vulnerable,
y quiere obrar la hazaña a que no osó Teseo.
Vencer al tiempo quiere. ¡Al tiempo! ¿Hay un seguro
donde afincar la lucha? ¿Quién lanzará el venablo
que cace esta alimaña? ¿Se sabe de un conjuro
que ahuyente ese enemigo, como la cruz al diablo?
El alma. El alma vence —¡la pobre cenicienta,
que en este siglo vano, cruel, empedernido,
por esos mundos vaga escuálida y hambrienta!—
al ángel de la muerte y al agua del olvido.
Su fortaleza opone al tiempo, como el puente
al ímpetu del río sus pétreos tajamares;
bajo ella el tiempo lleva bramando su torrente,
sus aguas cenagosas huyendo hacia los mares.
Poeta, el alma sólo es ancha en la ribera,
dardo cruel y doble escudo adamantino;
y en el diciembre helado, rosal de primavera;
y sol del caminante y sombra del camino.
Poeta, que declaras arrugas en tu frente,
tu noble verso sea más joven cada día;
que en tu árbol viejo suene el canto adolescente,
del ruiseñor eterno la dulce melodía.

Venta de Cárdenas, 24 de octubre.

CL

MIS POETAS

El primero es Gonzalo de Berceo llamado, 
Gonzalo de Berceo, poeta y peregrino, 
que yendo en romería acaeció en un prado, 
y a quien los sabios pintan copiando un pergamino. 

Trovó a Santo Domingo, trovó a Santa María, 
y a San Millán, y a San Lorenzo y Santa Oria, 
y dijo: Mi dictado non es de juglaría; 
escrito lo tenemos; es verdadera historia. 

Su verso es dulce y grave; monótonas hileras 
de chopos invernales en donde nada brilla; 
renglones como surcos en pardas sementeras, 
y lejos, las montañas azules de Castilia. 

Él nos cuenta el repaire del romeo cansado; 
leyendo en santorales y libros de oración, 
copiando historias viejas, nos dice su dictado, 
mientras le sale afuera la luz del corazón.




CLI


A DON MIGUEL DE UNAMUNO

Por su libro Vida de Don Quijote y Sancho

Este donquijotesco 
don Miguel de Unamuno, fuerte vasco, 
lleva el arnés grotesco 
y el irrisorio casco 
del buen manchego. Don Miguel camina, 
jinete de quimérica montura, 
metiendo espuela de oro a su locura, 
sin miedo de la lengua que malsina. 

A un pueblo de arrieros, 
lechuzos y tahúres y logreros 
dicta lecciones de Caballería. 
Y el alma desalmada de su raza, 
que bajo el golpe de su férrea maza 
aún durme, puede que despierte un día. 

Quiere enseñar el ceño de la duda, 
antes de que cabalgue, el caballero; 
cual nuevo Hamlet, a mirar desnuda 
cerca del corazón la hoja de acero. 

Tiene el aliento de una estirpe fuerte 
que soñó más allá de sus hogares, 
y que el oro buscó tras de los mares. 
Él señala la gloria tras la muerte. 
Quiere ser fundador, y dice: Creo; 
Dios y adelante el ánima española... 
Y es tan bueno y mejor que fue Loyola: 
sabe a Jesús y escupe al fariseo.



CLII

A JUAN RAMÓN JIMÉNEZ

Por su libro Arias tristes.

Era una noche del mes 
de mayo, azul y serena. 
Sobre el agudo ciprés 
brillaba la luna llena, 
iluminando la fuente 
en donde el agua surtía 
sollozando intermitente. 
Sólo la fuente se oía. 
Después, se escuchó el acento 
de un oculto ruiseñor. 
Quebró una racha de viento 
la curva del surtidor. 
Y una dulce melodía 
vagó por todo el jardín: 
entre los mirtos tañía 
un músico su violín. 
Era un acorde lamento 
de juventud y de amor 
para la luna y el viento, 
el agua y el ruiseñor. 
«El jardín tiene una fuente 
y la fuente una quimera...» 
Cantaba una voz doliente, 
alma de la primavera. 
Calló la voz y el violín 
apagó su melodía. 
Quedó la melancolía 
vagando por el jardín. 
Sólo la fuente se oía.







[1] El Porvenir Castellano, 23 de julio de 1914