jueves, 10 de septiembre de 2015

Carlos Barral 1980

MACHADO, EN COLLIOURE


CARLOS BARRAL
Exclusiva Agencia Efe, S. A., 1980

¿Conoces a monsieur Valls? Es la persona que reconoció a Antonio Machado a su llegada a Collioure el 28 de enero de 1939. El señor Valls era entonces ferroviario. Saludo al señor Valls y conversó con él unos minutos. Es miembro del recién fundado Patronato del Premio Internacional de Literatura Antonio Machado, a cuya primera sesión pública, en este cuarenta y un aniversario de la muerte del poeta, he acudido esta vez a Colliure desde Barcelona. El señor Valls me habla de los libros que prestó a Machado durante las semanas de agonía del poeta en el pueblo, del orgullo que siente por haber sido su amigo, quizá el único, a lo largo de aquellos días y de un penoso paseo, muy al final de la estancia, desde la plazuela donde está aún el Hotel Quintana hasta la playa, hoy puertecillo, en el que siguen amarrando históricos faluchos. Me sorprende no haber conocido al señor Valls en viajes anteriores, en otras conmemoraciones machadianas y quisiera preguntarle por qué y dónde reconoció al poeta, que yo tenía entendido que llegó a este lugar en un automóvil que Corpus Barga había puesto a su disposición en la frontera, pero que don Antonio y su madre alcanzaron en ella, tras una larga caminata desde la masía donde habían pasado la noche, ya repleto de gente, de modo que el poeta tuvo que acomodar a la anciana sobre las fatigadas rodillas. Pero en ese momento un numeroso grupo de gente cruza la cercana puerta del cementerio y se acerca a la tumba, rodeándola, e inmediatamente después entran varios gendarmes con un mazo de flores y un señor al que todos hacen sitio, que debe ser el alcalde. Me quedaré sin saber cómo se conocieron Valls y Machado y sin acabar de ordenar los datos hasta ahora contradictorios que he ido acumulando sobre la última escala del poeta en esta hermosa orilla del Rosellón. El alcalde deposita las flores atadas con una fina cinta con los colores franceses y pide simplemente un minuto de silencio. No puedo menos que pensar en el despliegue de banderas republicanas de hace veinte años o de hace quince y aún menos y en los encendidos discursos de aquellas conmemoraciones. Luego, monsieur Le Maire nos pide que le acompañemos a la vecina tumba de madame Quintana, símbolo de la hospitalidad que Colliure brindó al poeta y que su tierra sigue otorgando a sus despojos y a los de Ana Ruiz. A madame Quintana sí que la conocí y hablé largamente con ella. Cuando el veinte aniversario, había reconstruido la cámara mortuoria, volviendo a armar las dos escuetas camas de hierro y restituyendo a su rincón un arrumbado aguamanil que los tristes viajeros usaron en aquel invierno de la derrota republicana. Era ya vieja y había hecho una devoción de práctica casi cotidiana del cuidado de la tumba, alrededor de la cual peinaba la grava y arrancaba las hierbecillas. Intenté en aquella época publicar un artículo de homenaje a la espontánea sacerdotisa de la beatería machadiana que, por supuesto, no tenía ningún contenido político, pero que no gustó a la censura franquista. Desde entonces la tumba ha cambiado muy poco. Es una losa grande con los nombres y los títulos de “poeta español” y “madre del poeta” y un espaldar de cemento en el que no recuerdo si había entonces, pero hay ahora, un retrato, más bien un daguerrotipo, y un buzón de hierro y vidrio en el que los devotos introducen mensajes y poemas. ¿Qué harán con ellos?
Han estado presentes hasta este domingo dos conferenciantes madrileños, el poeta José Luis Cano y José María Moreiro, dos profesores sorbonenses, Berard Sesé y Claude Couffon y algún artista, venido también de Madrid, como el escultor Juan Haro, pero en la ceremonia resultó ser el único español venido a propósito, con la excepción del cineasta Ricardo Muñoz Suay, que aparece como mágicamente a mitad del acto. Me habían dicho que este cuarenta y un aniversario con premio, conferencias y coloquio, supliría el cuarenta no celebrado, pero nadie parece haberse dado cuenta de ello. Las conferencias han versado sobre un tema entre vidrioso y frívolo: “La mujer en la obra y la vida de Antonio Machado”, asunto más bien banal de crítica poética y oscuro en lo tocante a investigación biográfica. Y al coloquio han aflorado, claro está, numerosas cuestiones impertinentes. Don Antonio no se hubiera divertido. Pero muchos de los asistentes eran gente de la comarca o de comarcas cercanas y es de notar el arraigo que la presencia del gran poeta español ha ido tomando en este lugar y en sus cercanías. Una tumba honrada como parte del más noble patrimonio local, una calle con el nombre de Antonio Machado y un futuro museo en la que fue última residencia en vida del escritor, afianzan el derecho de la villa de Colliure a custodiar para siempre los despojos del que fue uno de los grandes poetas de este siglo.
Varias veces, a lo largo de la inacabable noche del franquismo, las conmemoraciones machadianas en Colliure fueron ocasión de extraordinarios encuentros entre intelectuales del exilio interior y escritores y políticos exiliados. En 1959, en el vigésimo aniversario de la muerte, coincidimos allí con los entonces ya famosos Gabriel Celaya y Blas de Otero, un numeroso grupo de escritores de versos todavía jóvenes que iríamos constituyendo lo que Juan García Hortelano llama “grupo de los años cincuenta”: José Angel Valente, José Agustín Goytisolo, José Manuel Caballero Bonald, Jaime Gil de Biedma, Angel González, yo mismo..., al lado de novelistas, críticos, gentes de teatro y numerosos artistas plásticos venidos de todos los rincones de la España enrejada. Para un grupo de entre nosotros, ese primer encuentro en Colliure fue algo así como el centenario de Góngora para nuestros abuelos literarios de la generación del veintisiete. Para casi todos la fundación de una amistad y de un compañerismo que echaba allí, a la sombra de un Machado que no era sólo un escritor, sino también un símbolo cívico y una referencia histórica, raíces literarios y políticas. Eran tiempos de reivindicaciones y protestas, de arriesgados pliegos de firmas y de proyectos de lucha cultural. Machado muerto era enormemente fecundo y no sólo por sus versos. En la biografía de muchos escritores españoles, las ingenuas y sentimentales liturgias de la devoción machadiana, las celebraciones fúnebres en ese acastillado puertecillo rosellonense, constituirán un obligado referente.
Años más tarde, quizás con ocasión del veinticinco aniversario, se otorgaron en Colliure los primeros premios de la editorial ruedo Ibérico. Esta vez los protagonistas del encuentro fueron novelistas y los jurados que debían deliberar y votar. Pero, de nuevo, acudieron a Colliure gentes de todas las profesiones que se insertan en las múltiples actividades de la creación cultural. Y coincidieron con ellos políticos e ideólogos y simples resistentes y exiliados forzosos y voluntarios. De nuevo las calles de la villa templaria se llenaron de voces entusiastas y conspiratorias y se reavivaron en muchos los proyectos y las esperanzas de un futuro cívico decoroso. Los huesos de Machado seguían ejerciendo una función histórica. Luego, a lo largo de los años, muchos hemos vuelto a Colliure sin ser convocados, en fechas de aniversario o con cualquier otra ocasión y hemos pasado por la escueta tumba del poeta y de su madre. La etapa rosellonense de la biografía de Machado no se limita al seguramente angustioso, ciertamente dolorido y poco estudiado periodo de su agonía, entre el 28 de enero y el 22 de febrero de 1939, sino que se prolonga a lo largo de los cuarenta años de dictadura franquista. Machado muerto y enterrado, aunque hubiera sido con tardíos honores, en cualquier lugar de España, no hubiera ejercido la función civil que ha llevado a cabo con la pura presencia de sus restos, desde su tumba extranjera. Se empieza a hablar de posibilidades de traslado a distintos lugares de España de los despojos de Antonio Machado, lo que no es nuevo, sino que es un proyecto que ya tentó hace tiempo a los falangistas durante el franquismo. Por fortuna, los que tendrían derecho a autorizar ese traslado se hubieran opuesto entonces y, según me dicen, se siguen oponiendo ahora y uno de los objetivos del patronato constituido en Colliure es el de combatir esa descabellada idea. ¿Qué lugar de España, podría reclamar, por otra parte, con justificadas razones, la custodia de las cenizas de Machado? Ni su Sevilla natal, ni la Soria de Leonor, ni Baeza, ni la Segovia de Guiomar, ni el Madrid de los últimos tiempos parecen tener especial derecho, por mucho que el poeta las hubiese amado. Los restos del poeta deben permanecer en Colliure, convertidos por la historia española en lugar de peregrinación no tanto literaria – que sería más bien tonta beatería – como cívica y en una permanente referencia a la desgraciada historia reciente de los españoles. Las ciudades y pueblos que se crean en la obligación de honrar la memoria de Antonio machado harán bien en dedicarles calles y monumentos. Tampoco estaría mal que los españoles que se sienten agradecidos a Antonio Machado como lectores o como conciudadanos contribuyeran a erigir un monumento en el cementerio francés o simplemente a mejorar con un testimonio de admiración en piedra la modesta tumba de la pequeña y pueblerina necrópolis de Collioure.