lunes, 7 de septiembre de 2015

Julián Marías

JULIÁN MARÍAS

Cuando entra en Soria, hace una nueva y más radical experiencia de amor y de dolor – y de pertenencia, de compartir una vida que es siempre otra –, no es que Machado pierda lirismo, no es que se vuelva poeta descriptivo, “objetivo” o anecdótico. Al contrario: su vida pierde un residuo de abstracción y se hace ligeramente concreta – y por ello más poética-; adquiere plena circunstancialidad. Y surge la experiencia de su propia vida en un lugar definido:

Yo en este viejo pueblo paseando
solo, como un fantasma.

Y la experiencia de la vida de los demás, con los cuales se siente en comunión fraterna: los viajeros que cabalgan en pardos borriquillos, las “plebeyas figurillas /que el lienzo de oro del ocaso manchan”, el hombre y la mujer que aran, mientras
bajo el pesado yugo,
pende un cesto de juncos y retama,
que es la cuna de un niño,

el viejo acurrucado junto al fuego, que tiembla y tose, la vieja que hila, la niña que “cose verde ribete a su estameña grana”; la nieve los envuelve, pero en medio de la escena invernal se desliza el futuro, la anticipación de la vida por venir:
La niña piensa que en los verdes prados
ha de correr con otras doncellitas
en los día azules y dorados,
cuando crecen las blancas margaritas.

Y la historia entera: la vida que pasa aquí y ahora: en Soria, en Castilla, en la ribera del Duero, entre San Polo y San Saturio, junto a los álamos del amor. La vida de que Antonio Machado tiene experiencia, cada vez es menos “la vida en general”; va siendo esta, la mía, la de cada cual, circunstancial y única, destino libremente aceptado, porque “nadie elige su amor.”


JULIÁN MARÍAS 
(Antonio Machado y la experiencia de la vida)