Discurso Homenaje Antonio Pérez de la Mata


DISCURSO EN EL HOMENAJE A ANTONIO PÉREZ DE LA MATA

Hoy recordamos la obra de un hombre que, después de rendir a la tierra su tributo, merece los elogios de la posteridad. Quisiera yo haceros comprender toda la fuerza mental que supone el dejar una huella en la memoria de las multitudes. La humanidad tiene una capacidad para el recuerdo que se colma con unos cuantos centenares de nombres y de hechos. Su capacidad para el olvido es infinita. Los tesoros de archivos y bibliotecas, donde sacian su voracidad sabios y eruditos, son bien exiguos comparados con el enorme caudal de humano esfuerzo que no alcanzó la consagración de la historia, de la antología, del catálogo, de la siempre tradición de unas cuantas generaciones. No penséis tampoco que aquellos valores espirituales que la posteridad selecciona y consagra han de ser necesariamente los mayores. Todos sabemos que la historia es algo que constantemente se altera y modifica. A varias generaciones de hombres cultos y laboriosos pueden suceder otras tantas generaciones de bárbaros que arruinen y entierren la obra de sus antepasados. Conservamos fragmentos del Partenón, mas nada queda de la maravillosa Minerva que esculpiera Fidias en marfil y oro para asombro de los siglos; los siglos no pueden ya asombrarse de tamaño portento; en Milán fue destruida la estatua ecuestre de Francisco Sforza, obra maestra de Leonardo de Vinci; buscaréis en vano las opulentas bibliotecas que fundara Abd-el-Rhaman en Córdoba. No tienen la ciencia, ni el arte, ni la cultura un ángel tutelar que los custodie. Y aun las obras que triunfan del olvido de los hombres y de los azares de la historia no han de vivir eternamente. Nuevas legiones de sabios, de eruditos, de evaluadores las criban, tamizan y seleccionan, y, a medida que la mente humana se enriquece con la labor de los vivos, se va aligerando del caudal que le legaron los muertos.
Cuanto llamamos con vanidosa hipérbole inmortalidad de la fama, es algo que no puede seducir a un espíritu filosófico, a un hombre pensador y reflexivo. Mata, que fue, sin duda, uno de estos hombres, no pudo sentir como estímulo de su labor el deseo de merecer un día la fama póstuma; porque él sabía que la fama póstuma, aun dentro de la historia de los pueblos, mero episodio de la vida universal, es un momento tan breve y fugitivo como el que media entre una voz que enmudece para siempre y el eco burlón que repita sus palabras. Su propio espíritu escéptico, quiero decir rebuscador y crítico, hubo de ser el primer enemigo de su obra. Sin embargo, Mata produjo su obra con la misma santa inocencia con que el árbol da su fruto, por una fatalidad creadora y fecunda. Mas esta fuerza creadora que rinde frutos de cultura sólo alienta en los privilegiados ejemplares de la especie, capaces de montar en pelo la quimera del ideal. Y no es sólo el espíritu escéptico, tan viejo como el pensar de los hombres y que en remotos tiempos produjo aquel universal, formidable bostezo salomónico del vanitas vanitatum et omnia vanitas sub sole, el enemigo del pensador y del filósofo. Contra este espíritu de los hombres se manifiesta por una necesidad y un placer de nutrirse y de acrecentar la especie, es también, en los hombres de fuerte mentalidad, la necesidad y el placer de pensar y exteriorizar el propio pensamiento. Contra la obra del filósofo, del pensador militan en España enemigos mucho más temibles.
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En una nación pobre e ignorante – mi patriotismo, señores, me impide adular a mis compatriotas – donde la mayoría del os hombres no tienen otra actividad que la necesaria para ganar el pan, o alguna más para conspirar contra el pan de su prójimo; en una nación casi analfabeta, donde la ciencia, la filosofía y el arte se desdeñan por superfluos, cuando no se persiguen por corruptores; en un pueblo sin ansias de renovarse ni respecto a la tradición de sus mayores; en esta España, tan querida y tan desdichada, que frunce el hosco ceño o vuelve la espalda desdeñosa a los frutos de la cultura, decidme: el hombre que eleva su mente y su corazón a un ideal cualquiera, ¿no es un Hércules de alientos gigantescos cuyos hombres de atlante podrían sustentar montañas?
La proverbial intransigencia española es una de las muchas mentiras con que nos obsequian nuestros oradores. Para ser intransigentes necesitamos una fe que no tenemos: fe en nuestros ideales, fe, sobre todo, en nosotros mismos. Transigimos todos los días y a todas las horas; transigimos hasta el absurdo de sacrificar nuestras ideas, opiniones y sentimientos y adoptar las ajenas, movido por el miedo, por el provecho personal o el capricho de las circunstancias. Pero nuestra decantada intolerancia, es cierta. Cuando hemos cambiado nuestras opiniones por las del vecino y adoptado su punto de vista para considerar las cosas, cerramos fieramente contra aquel que las mira desde la orilla opuesta, aunque las mire desde donde nosotros las veíamos antes. ¡Respeto, Dios lo dé; amor, ni soñarlo! Y en las luchas del espíritu, el primer deber que nos imponemos consiste en no comprender a nuestros adversarios, en ignorar sus razones, porque sospechamos desde el fondo de nuestras brutalidad que si lográramos penetrarlas, desaparecería el casus belli. Nuestra mentalidad, cuando no adopta la forma de alimaña cazadora y astuta, aparece como gallo reñidor, con espolones afilados. Prefiere pelear a comprender, y casi nunca esgrime las armas de la cultura, que son las armas del amor. Y cuando se pasa de las grandes ciudades a las ciudades pequeñas – esta en que vivimos es, por excepción, señalada con justicia por la cultura, el respeto y la tolerancia – y de las ciudades pequeñas pasamos a los pueblos – en uno de ellos nació el hombre ilustre que hoy recordamos – y de los pueblos a las aldeas y a los campos donde florecen los crímenes sangrientos y brutales, sentimos que crece la hostilidad del medio, se agrava el encono de las pasiones y es más densa y sofocante la atmósfera de odio que se respira. En ningún país de Europa es tan aguda como en el nuestro la crisis de bondad que, con profundo tino, ha señalado el actual pontífice romano. Pues bien; en esta tierra española y en este rincón de España hubo un hombre que realizó la hazaña de escribir un libro de metafísica.
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Yo no sé, ni me importa averiguar, cuál fuera la vida privada del filósofo. Ignoro si Mata era un humilde sacerdote consagrado a la práctica de una virtud sin tacha, o si era, acaso, un clérigo batallón e intrigante. Mas yo no dudo de que Mata fue buen en cuanto dio a su vida el sentido del ideal, la orientación generosa que todo hombre puede y debe dar a su actividad, cualquiera que sea la esfera en que ésta se desarrolle; yo no dudo de que Mata fue humilde en cuanto consagró su vida a arrojar en los baldíos páramos espirituales de su tierra, semilla que él no había de ver germinar; y no dudo de su fortaleza porque todo creador tiene el temple del acero y la dureza del diamante.
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Honremos la memoria de Antonio Pérez de la Mata, porque con ello nos honramos a nosotros mismos. No tiene una sociedad valores más altos que sus hombres preclaros. Y si vosotros, los hijos de la estepa soriana, tan fecunda en hombres de espíritu potente, donde acaso naciera el glorioso y anónimo juglar que inauguró la epopeya de Castilla con la Gesta de Myo Cid, sentís en vuestros corazones al par del orgullo patriótico cierto legítimo orgullo regional, no será, creo yo, solamente por haber nacido en ese trozo del planeta, en medio de estas sierras sombrías y desoladas, era también, y sobre todo, porque evocáis en vuestra memoria nombres y hechos gloriosos y sentís que a ellos os unen los vínculos de la sangre y de la tierra.
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Voy a terminar dirigiendo algunas palabras a los niños. Vosotros contribuís al homenaje que hoy rendimos a la memoria de don Antonio Pérez de la Mata, y vuestra presencia pudiera ser el más alto honor que se tributa al muerto. Y digo que pudiera ser, y no es, porque vosotros representáis un porvenir incierto. Vuestro mañana acaso sea un retorno a un pasado muerto y corrompido. Para que vosotros representéis la aura de un día claro y fecundo, preciso es que os aprestéis por el trabajo y la cultura a aportar al tesoro que os legaran las generaciones muertas, la obra viva de vuestras manos. Mañana seréis hombres, y esto quiere decir, que entraréis de lleno en la vida, y como la vida es lucha, vosotros seréis luchadores. En vuestros combates no empleéis sino las armas de la ciencia que son las ma´s fuertes, las armas de la cultura que son las armas del amor. Respetad a las personas porque la doctrina del Cristo os ordena el amor del prójimo, y el respeto es una forma del amor; mas colocad por encima de las personas los valores espirituales y las cosas a que estas personas se deben: sobre el magistrado, la justicia; sobre el profesor, la enseñanza; sobre el sacerdote, la religión; sobre el doctor, la ciencia. No aceptéis la cultura postiza que no pueda pasar por el tamiz de vuestra inteligencia. No creáis que Dios os ha colocado vuestras cabecitas sobre los hombros como un remate decorativo. Que vuestros seso os sirvan para el uso a que está destinados. Huid d la ociosidad espiritual que llena los cerebros de cavilaciones homicidas. Conservadlos íntegros para vuestra obra y vuestra voluntad como cuerda de ballesta en su máxima tensión.
No aceptéis jamás el reto de los vividores y de los intrigantes; porque si peleáis con ellos tendréis que emplear sus armas plebeyas, y aunque triunféis seréis degradados en el orden del espíritu, descendiendo de la categoría de hombres a la de bestias montaraces.
Si camináis a un remoto santuario, y hacéis larga romería, mientras más larga, mejor; no os paréis a ahuyentar los canes que os ladren, porque no llegaréis nunca. Decid con el poeta: ¿nos ladran?, señal de que caminamos; y seguid andando.
Aprended a distinguir los valores falsos de los verdaderos y el mérito real de las personas bajo toda suerte de disfraces. Un hombre mal vestido, pobre y desdeñado, puede ser un sabio, un héroe, un santo; el birrete de un doctor puede cubrir el cráneo de un imbécil.
Estimad a los hombres por lo que son, no por lo que parecen.
Desconfiad de todo lo aparatoso y solemne, que suele estar vacío. Amad a los buenos y a los sabios que son los poderosos de la tierra: porque ellos representan el único valor que contienen las multitudes humanas. Amad el trabajo y conquistad por él la confianza en vosotros mismos, para que llegue un día, después de largos años, en que vuestros nombres también merezcan recordarse.


He dicho.