Numancia

NUMANCIA
2017, 2150 Aniversario

El Santero de San Saturio
Juan Antonio Gaya Nuño

Capítulo IV

NUMANCIA

(15 de diciembre)

         La ciudad madre de Saturio no es Soria, sino Numancia. Si, según parece, Saturio vivió y actuó durante la dominación visigoda, Soria no existía, y, en cambio, debió llegarle tradición oral del desastroso fin de la ciudad celtibérica. Sí, aunque ya llevase siglos enterrada, aunque nada emergiera en aquel paisaje de tragedia perfecta, absoluta y serena.
         Numancia está marcada por un sino tan desdichado, por tan perpetua desgracia, que, siendo tema de sublimidad cierta para poetas, no los ha tenido, y, en cambio, es cebo y bocado de arqueólogos. Arqueólogos sin tasa la miden, palpan y auscultan, como harían unos cuantos cirujanos con un bello cuerpo de mujer, preocupados por su dolencia, pero sin ojos para todo lo que tuvo de hermosa. Lo que tuvo y tiene Numancia de hermosura, y ésta es la importancia de todo, no cuenta. ¡Y qué enorme cantidad de poesía épica contiene, españoles!
         Allí, a sólo siete kilómetros de Soria, siempre está nublado. Nunca sale el sol, que se deja vencer por unos nubarrones negros y sólidos, suspendidos maliciosamente sobre el pueblo deshecho, gozándose en su mal. El ventarrón sopla con un ímpetu mordaz y despiadado. Las mañanas blanquean la escarcha sobre los pobrísimos pedruscos. Hiela todas las noches, y estos pedruscos de triste mampostería van explotando, como bombas dejadas por los romanos, con una espoleta retardada en veinte siglos, para que la ruina sea absoluta, para que ni guijarros queden en Numancia. Las tristes ruinas de Numancia se están pulverizando, disueltas por granizos, lluvias y heladas. Alguna vez sale un sol pálido, que se apresura a ponerse, dejando relumbrar un poco, a lo lejos, los campamentos romanos, que odiaban mis heroicos tatarabuelos. Si hay sol en los campamentos ya se habrán quedado frías y negras las calles vacías de Numancia.
         Me gusta ir a Numancia cuando zumba el viento, cuando cae frío de las alturas, cuando todos los elementos cooperan en hacer triste, espantosa e inerme a la ruina. La naturaleza ayuda a aquella tremenda injusticia de los hombres. Pues ¿qué necesidad tenían nuestros abuelos de los fascios y del senatus Populusque Romanus? Los numantinos eran estos hombres altos y secos que aún se ven en Renivelas y Castilfrío, en Ausejo y Aldealseñor, estos señores de la palabra breve y aguda. No defendían más que las eternas fanegas de trigo y cebada, unos pocos bosques, algún ganado de ovejas, un ajuar doméstico en que más precioso eran jarros de cerámica pintada. Vivían en chozas, con dos habitaciones y una cueva, todo construido en piedra menuda. No tenían vino. No tenían aceite. Bebían el agua del Duero. No hacían daño a nadie. No sabían donde estaba Roma. Se defendieron cuando fueron atacados, como se defendería ese hombre de Castilfrío que ha venido a la feria, si le quisieran quitar la borrega. Murieron todos. Esto fue Numancia.
         Y hace pocos años, un mal escritor, que se dice español, ha defendido a los romanos contra los numantinos. Ni español ni caballero: un desgraciado. Yo soy del bando de los numantinos, de los Retógenes y Teógenes, nombre éste que ha continuado en la tierra soriana con expresiva y decidora supervivencia de homenaje al numantino. Cuando una vieja dice a otra: “He tenido carta de mi Teógenes, que está haciendo el servicio”, parece que continúa haciendo el servicio contra los romanos, frente a los campamentos de Renivelas.
         En verano hay muy buenos cangrejos en el arroyo Merdancho. El Duero enfila alegremente hacia Soria. El calorcillo, bajo el cerro, indica la prisa con que se pudrirían los cadáveres de los defensores, antes de que los llevasen a la necrópolis, que hoy permanece oculta, sin ultrajar. Y que así sea por muchos años; unas fíbulas más no compensan el delito de incomodar a los Teógenes muertos. De todos modos, dentro de cuarenta años no quedará ninguna piedra de Numancia, y la curiosidad satisfecha no bastará a resarcirnos de la pérdida. Se nos habrá perdido esta ciudad sagrada del individualismo, la libertad y la pobreza celtibérica.
         No quiero decir mucho más sobre Numancia, porque es monumento tan singularmente lleno de dolor, que no puede ser descrito. Ha de ser visitado, y allá cada uno con su sensibilidad y su conciencia histórica. Pensad que la guerra, sitio y ruina de Troya, dieron lugar a varias obras maestras de la épica universal, todo porque una tal Elena, casada y disoluta, fue seducida. En Numancia no actuó ninguna Elena. Los jerarcas de Troya, Priamo, Héctor y Eneas, estaban emparentados con los dioses, mientras que los numantinos no tenían ningún pariente divino. Y continuamos sin tenerlo. Y así es como para los vencidos no hay jamás consideración ni honores en la historia, a menos que se sea hijo de Venus. Numancia es óptimo ejemplo para discurrir sobre las injusticias de la historia. Parece que no es buena recomendación para la severa musa la lucha por la libertad.
         No dejéis de visitar Numancia, donde las ideas se clarifican y se despeja la cabeza, con el fresquillo. Allá fue donde Yuguria, rey de los númidas, se convenció de que toda roma era venal. Y allá fue donde Federico García Lorca, a quien yo acompañaba, seguidos de guardias civiles, me confesó, a ruego mío, su opinión sobre la pareja de tricornios, diciendo:
-      Creo que son lo único efectivo que hay en España.
No se equivocó Federico. Numancia despeja las ideas.