MACHADO
Y LA NATURALEZA
JUAN
DE MAIRENA
(Contra la educación física).
“Para crear hábitos
saludables –añadía-, que nos acompañen toda la vida, no hay peor camino que el
de la gimnasia y los deportes, que son ejercicios mecanizados, en cierto
sentido abstractos, desintegrados, tanto de la vida animal como de la
ciudadana. Aun suponiendo que estos ejercicios sean saludables –y es mucho
suponer., nunca han de sernos de gran provecho, porque no es fácil que nos
acompañen sino durante algunos años de nuestra efímera existencia. Si lográsemos, en cambio, despertar en el
niño el amor a la naturaleza, que se deleita en contemplarla, o la curiosidad
por ella, que se empeña en observarla y conocerla, tendríamos más tarde hombres
maduros y ancianos venerables, capaces de atravesar la sierra de Guadarrama en
los días más crudos del invierno, ya por deseo de recrearse en el espectáculo
de los pinos y de los montes, ya movidos por el afán científico de estudiar la
estructura y composición de las piedras o de encontrar una nueva especie de
lagartijas.”
Obras completas,
Clásicos castellanos, Edición de Oreste Macri, 1989, Tomo IV, página 1961.
XXVII
“Pero no debemos
engañarnos. Nuestro amor al campo es una mera afición al paisaje, a la
Naturaleza como espectáculo. Nada menos campesino y, si me apuráis, menos
natural que un paisajista. Después de Juan Jacobo Rousseau, el ginebrino,
espíritu ahito de ciudadanía, la emoción campesina, la esencialmente geórgica,
de tierra que se labra, la virgiliana y la de nuestro gran Lope de Vega,
todavía, ha desaparecido. El campo para el arte moderno es una invención de la
ciudad, una creación del tedio urbano y del terror creciente a las
aglomeraciones humanas.
¿Amor a la Naturaleza?
Según se mire. El hombre moderno busca en el campo la soledad, cosa muy poco
natural. Alguien dirá que se busca a sí mismo. Pero lo natural en el hombre es
buscarse en su vecino, en su prójimo, como dice Unamuno, el joven y sabio
rector de Salamanca. Más bien creo yo que el hombre moderno huye de sí mismo,
hacia las plantas y las piedras, por odio a su propia animalidad, que la ciudad
exalta y corrompe. Los médicos dicen, más sencillamente, que busca la salud, lo
cual, bien entendido, es indudable.
***
Pero a quien el campo
dicta su mejor lección es al poeta. Porque, en la gran sinfonía campesina, el
poeta intuye ritmos que no se acuerdan con el fluir de su propia sangre, y que
son, en general, más lentos. Es la calma, la poca prisa del campo, donde domina
el elemento planetario, de gran enseñanza para el poeta. Además, el campo le
obliga a sentir las distancias –no a medirlas- y a buscarles una expresión
temporal, como, por ejemplo:
El día dormido
de cerro en cerro y
sombra en sombra yace,
que dice Góngora, el
bueno, nada gongorino, el buen poeta que lleva dentro el gran pedante cordobés.
***
Tampoco hemos de
olvidar la lección del campo para nuestro amor propio. Es en la soledad
campesina donde el hombre deja de vivir entre espejos. Cierto que a un
solipsismo bien entendido la apariencia de nuestro prójimo no debe inquietar,
pues ella va englobada en nuestra mónada. Pero, prácticamente, nos inquieta, es
una representación inquietante. ¡tantos ojos como nos miran, y que no serían
ojos si no nos viesen! Mas todos ellos han quedado lejos. ¡Y esos magníficos
pinares, y esos montes de piedra, que nada saben de nosotros, por mucho que nosotros
sepamos de ellos! Esto tiene su encanto, aunque sea también grave motivo de
angustia.”
Obras completas, Clásicos
castellanos, Edición de Oreste Macri, 1989, Tomo IV, página 2016-2017.