Artículos de Antonio Machado Prensa Soria

ÍNDICE

1. Nuestro patriotismo y la marcha de Cádiz, 2 de mayo de 1908
2. Discurso Homenaje a Antonio Pérez de la Mata, 1910.
3.- Sobre Pedagogía, 1913.
4. Prólogo al libro de Manuel Hilario Ayuso, 1914
5. Francisco Giner de los Ríos, 1915
6. Discurso Antonio Machado, 5 octubre 1932.




NUESTRO PATRIOTISMO Y LA MARCHA DE CÁDIZ

ANTONIO MACHADO

“La prensa de Soria y el 2 de mayo de 1908”
2 de mayo de 1908


         Los últimos años de vida española han cambiado profundamente nuestra psicología. Acabamos de cosechar muy amargos frutos; y el recuerdo del reciente desastre nacional, surge en nuestro espíritu como una nube negra que nos vela el épico sol de otros días.
         Tras un largo periodo de profunda inconsciencia, en que no faltaron lauros para los viejos héroes, ni patrióticas charangas, ni cantos de cuartel, perdimos – como todos sabéis – los preciosos restos de nuestro imperio colonial. Fue este un golpe previsto por una minoría inteligente y que sorprendió a los más. Imaginaos al pueblo español como a un hombre que, inesperadamente, recibiera un fuerte garrotazo en la cabeza, cayera a tierra sin sentido y al recobrarlo, se levantara preguntando: ¿Dónde estoy?
         Comenzamos a despertar y a mirar en torno nuestro. Acaso el golpe recibido nos pondrá en contacto con nuestra conciencia.
         Por lo pronto, nuestro patriotismo ha cambiado de rumbo y de cauce. SABEMOS (1) ya que no se puede vivir ni del esfuerzo, ni de la virtud, ni de la fortuna de nuestros abuelos; que la misma vida parasitaria no puede nutrirse de cosa tan inconsistente como el recuerdo; que las más remotas posibilidades del porvenir distan menos de nosotros que las realidades muertas en nuestras manos. Luchamos por libertarnos del culto supersticioso del pasado.
         ¿Nos valió, acaso, el heroísmo de Castro y Palafox, defensores de Gerona y Zaragoza, para salvar nuestro prestigio, en jornadas recientes que no quiero recordar? ¿Vendría en nuestra ayuda la tizona de Rodrigo, si tuviéramos que lidiar otra vez con la misma? No creemos ya en los milagros de la leyenda heróica.
         Somos los hijos de una tierra pobre e ignorante, de una tierra donde todo está por hacer. He aquí lo que SABEMOS (2).
Y preferimos esta triste verdad a las estrofas fanfarronas de aquel poeta, que encarándose con España, le decía, entre otras cosas:

... porque indómitos y fieros,
saben hacer tus vasallos
frenos para sus caballos
de los cetros extranjeros.

         SABEMOS (3) que esto no es verdad. Y cuando, en versos del mismo poeta, leemos:
... que no puede esclavo ser
pueblo que sabe morir...

         sonreímos amargamente pensando que, si nuestro pueblo no sabe otra cosa, será siempre esclavo; porque la libertad se basa en la virtud contraria: en saber vivir, precisamente en lo que pretenden ignorar esos vasallos indómitos y fieros.
         SABEMOS (4) que la patria no es una finca heredada de nuestros abuelos; buena no más para ser defendida a la hora de la invasión extranjera. SABEMOS (5) que la patria es algo que se hace constantemente y se conserva solo por la cultura y el trabajo. El pueblo que la descuida o abandona, la pierde, aunque sepa morir. SABEMOS (6) que no es patria el suelo que se pisa, sino el suelo que se labra; que no basta vivir sobre él, sino para él; que allí donde no existe huella del esfuerzo humano no hay patria, ni siquiera región, sino una tierra estéril, que tanto puede ser nuestra como de los buitres o de las águilas que sobre ella se ciernen. ¿Llamaréis patria a los calcáreos montes, hoy desnudos y antaño cubiertos de espesos bosques, que rodean esta vieja y noble ciudad? Eso es un pedazo del planeta por donde los hombres han pasado, no para hacer patria, sino para deshacerla. No sois patriotas pensando que algún día sabréis morir para defender esos pelados cascotes; lo seréis acudiendo con el árbol o con la semilla, con la reja del arado o con el pico del minero a esos parajes sombríos y desolados donde la patria está por hacer.

         Hoy que removemos las nobles cenizas de los héroes de 1808, rindámosles el homenaje serio y respetuoso que merecen. Ellos conservaron, a costa de su sangre, la tierra que hoy debemos labrar. No insultemos su memoria con vanidosas fanfarronadas, ni hagamos resurgir aquella profunda inconsciencia que, al son de la marcha de Cádiz nos llevó a perder nuestras colonias. Convencidos de que SABEMOS (7) morir – que ya es saber – procuremos ahora aprender a vivir, si hemos de conservar lo poco que aún tenemos.


DISCURSO EN EL HOMENAJE A ANTONIO PÉREZ DE LA MATA
Tierra Soriana, nº 587, 4 de octubre de 1910

ANTONIO MACHADO

Hoy recordamos la obra de un hombre que, después de rendir a la tierra su tributo, merece los elogios de la posteridad. Quisiera yo haceros comprender toda la fuerza mental que supone el dejar una huella en la memoria de las multitudes. La humanidad tiene una capacidad para el recuerdo que se colma con unos cuantos centenares de nombres y de hechos. Su capacidad para el olvido es infinita. Los tesoros de archivos y bibliotecas, donde sacian su voracidad sabios y eruditos, son bien exiguos comparados con el enorme caudal de humano esfuerzo que no alcanzó la consagración de la historia, de la antología, del catálogo, de la siempre tradición de unas cuantas generaciones. No penséis tampoco que aquellos valores espirituales que la posteridad selecciona y consagra han de ser necesariamente los mayores. Todos sabemos que la historia es algo que constantemente se altera y modifica. A varias generaciones de hombres cultos y laboriosos pueden suceder otras tantas generaciones de bárbaros que arruinen y entierren la obra de sus antepasados. Conservamos fragmentos del Partenón, mas nada queda de la maravillosa Minerva que esculpiera Fidias en marfil y oro para asombro de los siglos; los siglos no pueden ya asombrarse de tamaño portento; en Milán fue destruida la estatua ecuestre de Francisco Sforza, obra maestra de Leonardo de Vinci; buscaréis en vano las opulentas bibliotecas que fundara Abd-el-Rhaman en Córdoba. No tienen la ciencia, ni el arte, ni la cultura un ángel tutelar que los custodie. Y aun las obras que triunfan del olvido de los hombres y de los azares de la historia no han de vivir eternamente. Nuevas legiones de sabios, de eruditos, de evaluadores las criban, tamizan y seleccionan, y, a medida que la mente humana se enriquece con la labor de los vivos, se va aligerando del caudal que le legaron los muertos.
Cuanto llamamos con vanidosa hipérbole inmortalidad de la fama, es algo que no puede seducir a un espíritu filosófico, a un hombre pensador y reflexivo. Mata, que fue, sin duda, uno de estos hombres, no pudo sentir como estímulo de su labor el deseo de merecer un día la fama póstuma; porque él sabía que la fama póstuma, aun dentro de la historia de los pueblos, mero episodio de la vida universal, es un momento tan breve y fugitivo como el que media entre una voz que enmudece para siempre y el eco burlón que repita sus palabras. Su propio espíritu escéptico, quiero decir rebuscador y crítico, hubo de ser el primer enemigo de su obra. Sin embargo, Mata produjo su obra con la misma santa inocencia con que el árbol da su fruto, por una fatalidad creadora y fecunda. Mas esta fuerza creadora que rinde frutos de cultura sólo alienta en los privilegiados ejemplares de la especie, capaces de montar en pelo la quimera del ideal. Y no es sólo el espíritu escéptico, tan viejo como el pensar de los hombres y que en remotos tiempos produjo aquel universal, formidable bostezo salomónico del vanitas vanitatum et omnia vanitas sub sole, el enemigo del pensador y del filósofo. Contra este espíritu de los hombres se manifiesta por una necesidad y un placer de nutrirse y de acrecentar la especie, es también, en los hombres de fuerte mentalidad, la necesidad y el placer de pensar y exteriorizar el propio pensamiento. Contra la obra del filósofo, del pensador militan en España enemigos mucho más temibles.
***
En una nación pobre e ignorante – mi patriotismo, señores, me impide adular a mis compatriotas – donde la mayoría del os hombres no tienen otra actividad que la necesaria para ganar el pan, o alguna más para conspirar contra el pan de su prójimo; en una nación casi analfabeta, donde la ciencia, la filosofía y el arte se desdeñan por superfluos, cuando no se persiguen por corruptores; en un pueblo sin ansias de renovarse ni respecto a la tradición de sus mayores; en esta España, tan querida y tan desdichada, que frunce el hosco ceño o vuelve la espalda desdeñosa a los frutos de la cultura, decidme: el hombre que eleva su mente y su corazón a un ideal cualquiera, ¿no es un Hércules de alientos gigantescos cuyos hombres de atlante podrían sustentar montañas?
La proverbial intransigencia española es una de las muchas mentiras con que nos obsequian nuestros oradores. Para ser intransigentes necesitamos una fe que no tenemos: fe en nuestros ideales, fe, sobre todo, en nosotros mismos. Transigimos todos los días y a todas las horas; transigimos hasta el absurdo de sacrificar nuestras ideas, opiniones y sentimientos y adoptar las ajenas, movido por el miedo, por el provecho personal o el capricho de las circunstancias. Pero nuestra decantada intolerancia, es cierta. Cuando hemos cambiado nuestras opiniones por las del vecino y adoptado su punto de vista para considerar las cosas, cerramos fieramente contra aquel que las mira desde la orilla opuesta, aunque las mire desde donde nosotros las veíamos antes. ¡Respeto, Dios lo dé; amor, ni soñarlo! Y en las luchas del espíritu, el primer deber que nos imponemos consiste en no comprender a nuestros adversarios, en ignorar sus razones, porque sospechamos desde el fondo de nuestras brutalidad que si lográramos penetrarlas, desaparecería el casus belli. Nuestra mentalidad, cuando no adopta la forma de alimaña cazadora y astuta, aparece como gallo reñidor, con espolones afilados. Prefiere pelear a comprender, y casi nunca esgrime las armas de la cultura, que son las armas del amor. Y cuando se pasa de las grandes ciudades a las ciudades pequeñas – esta en que vivimos es, por excepción, señalada con justicia por la cultura, el respeto y la tolerancia – y de las ciudades pequeñas pasamos a los pueblos – en uno de ellos nació el hombre ilustre que hoy recordamos – y de los pueblos a las aldeas y a los campos donde florecen los crímenes sangrientos y brutales, sentimos que crece la hostilidad del medio, se agrava el encono de las pasiones y es más densa y sofocante la atmósfera de odio que se respira. En ningún país de Europa es tan aguda como en el nuestro la crisis de bondad que, con profundo tino, ha señalado el actual pontífice romano. Pues bien; en esta tierra española y en este rincón de España hubo un hombre que realizó la hazaña de escribir un libro de metafísica.
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Yo no sé, ni me importa averiguar, cuál fuera la vida privada del filósofo. Ignoro si Mata era un humilde sacerdote consagrado a la práctica de una virtud sin tacha, o si era, acaso, un clérigo batallón e intrigante. Mas yo no dudo de que Mata fue buen en cuanto dio a su vida el sentido del ideal, la orientación generosa que todo hombre puede y debe dar a su actividad, cualquiera que sea la esfera en que ésta se desarrolle; yo no dudo de que Mata fue humilde en cuanto consagró su vida a arrojar en los baldíos páramos espirituales de su tierra, semilla que él no había de ver germinar; y no dudo de su fortaleza porque todo creador tiene el temple del acero y la dureza del diamante.
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Honremos la memoria de Antonio Pérez de la Mata, porque con ello nos honramos a nosotros mismos. No tiene una sociedad valores más altos que sus hombres preclaros. Y si vosotros, los hijos de la estepa soriana, tan fecunda en hombres de espíritu potente, donde acaso naciera el glorioso y anónimo juglar que inauguró la epopeya de Castilla con la Gesta de Myo Cid, sentís en vuestros corazones al par del orgullo patriótico cierto legítimo orgullo regional, no será, creo yo, solamente por haber nacido en ese trozo del planeta, en medio de estas sierras sombrías y desoladas, era también, y sobre todo, porque evocáis en vuestra memoria nombres y hechos gloriosos y sentís que a ellos os unen los vínculos de la sangre y de la tierra.
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Voy a terminar dirigiendo algunas palabras a los niños. Vosotros contribuís al homenaje que hoy rendimos a la memoria de don Antonio Pérez de la Mata, y vuestra presencia pudiera ser el más alto honor que se tributa al muerto. Y digo que pudiera ser, y no es, porque vosotros representáis un porvenir incierto. Vuestro mañana acaso sea un retorno a un pasado muerto y corrompido. Para que vosotros representéis la aura de un día claro y fecundo, preciso es que os aprestéis por el trabajo y la cultura a aportar al tesoro que os legaran las generaciones muertas, la obra viva de vuestras manos. Mañana seréis hombres, y esto quiere decir, que entraréis de lleno en la vida, y como la vida es lucha, vosotros seréis luchadores. En vuestros combates no empleéis sino las armas de la ciencia que son las ma´s fuertes, las armas de la cultura que son las armas del amor. Respetad a las personas porque la doctrina del Cristo os ordena el amor del prójimo, y el respeto es una forma del amor; mas colocad por encima de las personas los valores espirituales y las cosas a que estas personas se deben: sobre el magistrado, la justicia; sobre el profesor, la enseñanza; sobre el sacerdote, la religión; sobre el doctor, la ciencia. No aceptéis la cultura postiza que no pueda pasar por el tamiz de vuestra inteligencia. No creáis que Dios os ha colocado vuestras cabecitas sobre los hombros como un remate decorativo. Que vuestros seso os sirvan para el uso a que está destinados. Huid d la ociosidad espiritual que llena los cerebros de cavilaciones homicidas. Conservadlos íntegros para vuestra obra y vuestra voluntad como cuerda de ballesta en su máxima tensión.
No aceptéis jamás el reto de los vividores y de los intrigantes; porque si peleáis con ellos tendréis que emplear sus armas plebeyas, y aunque triunféis seréis degradados en el orden del espíritu, descendiendo de la categoría de hombres a la de bestias montaraces.
Si camináis a un remoto santuario, y hacéis larga romería, mientras más larga, mejor; no os paréis a ahuyentar los canes que os ladren, porque no llegaréis nunca. Decid con el poeta: ¿nos ladran?, señal de que caminamos; y seguid andando.
Aprended a distinguir los valores falsos de los verdaderos y el mérito real de las personas bajo toda suerte de disfraces. Un hombre mal vestido, pobre y desdeñado, puede ser un sabio, un héroe, un santo; el birrete de un doctor puede cubrir el cráneo de un imbécil.
Estimad a los hombres por lo que son, no por lo que parecen.
Desconfiad de todo lo aparatoso y solemne, que suele estar vacío. Amad a los buenos y a los sabios que son los poderosos de la tierra: porque ellos representan el único valor que contienen las multitudes humanas. Amad el trabajo y conquistad por él la confianza en vosotros mismos, para que llegue un día, después de largos años, en que vuestros nombres también merezcan recordarse.
He dicho. 




POLÍTICA Y CULTURA[1]

El Porvenir Castellano, 1 de julio de 1912

Antonio Machado

            Es innegable el resurgimiento de la vida española[2], la mayor actividad para las ciencias, para las artes, para la industria, el nuevo afán de cultura, la afición a la crítica, a la investigación, al método, a la disciplina espiritual. Como despertarse de un sueño malo y tenebroso, el hombre de la pobre tierra de España ha sentido sed de luz, de constancia. Esta aspiración ha provocado un esfuerzo y este esfuerzo ha creado una energía. No es la España de hoy la España anémica y visionaria que marchó a un desastre sin grandeza al son de una charanga bullanguera. En las aulas, en los ateneos, en el periódico, en la clínica del médico, en el taller de artesano, en la plaza pública, aun en el seno de la masa rural, echaréis de ver este incremento de fuerza, de salud, de vitalidad. Solo en una esfera de la actividad española lo buscaréis en vano: en la política.    
         La política ha permanecido estacionaria, insensible al rudo golpe que puso al resto del organismo social en contacto con su conciencia. La política es hoy lo que fue ayer, momificada y empedernida, incapaz de renovarse, perecerá por imperativa.
         La aparente indiferencia del pueblo por los llamados ideales políticos, guarda en su seno un desprecio preñado de rencor, es un sabio desdén, fruto maduro caído a nuestros pies del árbol de la experiencia. El desprecio que emana de la conciencia, no de la vanidad, es una fuerza que no puede medirse, pero que sería absurdo negar.
         La llamada masa neutra, cuya indiferencia en materia política inquieta a los caciques afanosos de sufragios, ni es neutra ni es indiferente. En ella está toda la energía española, toda la pasión por el ideal, toda el ansia de nueva vida; porque esos hombres incapaces de militar en ningún partido, que rechazan con indignación la etiqueta de liberal, conservador o lerrouxista, y que no aceptan la humillación de llamar jefe  a ningún intrigante afortunado, son los hombres que piensan y sueñan, educan y trabajan, y se llaman Unamuno y Menéndez Pidal, Manjón y Giner de los Ríos, Cajal y Benavente; son el maestro, el sacerdote, el poeta, el médico, el investigador, el comerciante, el obrero, el labrador, son la España viva y fecunda que depura la tradición y prepara el porvenir.
         Toda la intelectualidad española está hoy de hecho fuera de la política y en ella no tiene intervención alguna; fuera de la política está la burguesía útil y laboriosa; fuera, también, la población obrera-ciudadana y la trabajadora campesina. Esta es la masa neutra, es decir: España. Sobre ella, los profesionales de la política forman una vasta colonia paritaria. Mientras unos hacen la patria, otros se la comen. Y cuando el político de oficio enarbolando su banderín descolorido pide sufragios como pudiera pedir garbanzos para su puchero. A cambio de ellos – votos o garbanzos – da palabras huecas, expresivas de otras tantas supersticiones.
         Sabemos el fracaso irremediable de todos los programas políticos y que en ninguno de ellos se atiende a las cuestiones vitales. Que Canalejas realice su programa o no lo realice, es cosa que comienza a tenernos sin cuidado. Secularizad los cementerios, proclamad la libertad para el culto, decretad el matrimonio civil, arrebatad al clero la enseñanza, ¿qué habréis conseguido? Nada. Esa batalla al clero que figura en todos los programas avanzados es una de tantas supercherías con que se agita y engaña al populacho.
         Hay muchos españoles que profesan la religión católica; cuando mueran se les enterrará bajo una cruz.
         Hay otros españoles que ni son católicos, ni profesan religión determinada. Si estos hombres hablaran sinceramente, os dirían: Que cuando muramos se nos entierre en profano, en sagrado o en último caso, que no se nos entierre, lo mismo nos da.
         Si aceptamos el matrimonio como lazo indisoluble - tal es, sin duda, nuestro caso - ¿por qué aceptar la fórmula civil y no la religiosa? Si fuera de la enorme masa católica no existe en España otro núcleo de creyentes con religión distinta – como acontece en otros países - ¿de qué nos serviría la libertad de culto? Si los maestros laicos no han demostrado hasta la fecha mayor cultura, más vocación y más amor a la enseñanza que los maestros católicos, ¿qué conseguiríamos con arrebatar a los curas la enseñanza? Que el maestro se vista por los pies o por la cabeza es cosa de poca trascendencia.
         Escuchad a los tradicionalistas y os hablarán de bellas irrealizables utopías, de regresiones imposibles; admiraréis esos cerebros absurdos, enmarañados, donde no se concibe el porvenir sino como reproducción exacta de lo pasado, sin perjuicio de incluir en el pasado todo el contenido del presente. Os dirán: España fue grande con la tradición; afirmación ambigua que equivale a decir: la grandeza de España consistió en mirar, como vosotros hacia atrás.
         Volved la vista a esa turba vocinglera de republicanos: El régimen es el mal. La República es la salvación de España. ¿Por qué? Preguntaréis. ¿Cómo una forma de gobierno por perfecta que sea, puede cambiar nada esencial? Inglaterra es el pueblo más monárquico del mundo y es el más poderoso. Repúblicas son Guatemala, Honduras y El Ecuador donde se vive por milagro y se anda en dos pies por misericordia divina.
         Seguid repasando credos políticos y en todos ellos descubriréis el absurdo, la oquedad mental, el fruto de la ineptitud y de la pereza, la ausencia absoluta de conservación de la vida, la fatua ignorancia adornada con plumas de pavón.
         ¿Qué existe un problema religioso? Sin duda. ¿Y un problema pedagógico? Evidente. ¿Y un problema de pan? Ciertísimo. Pero ¿qué saben de ello los políticos? Trepadores, cucañistas, rampantes, hombres de acción, en el peor sentido de la palabra, solo merecen el desprecio de los hombres sensatos y laboriosos. He aquí un estado de espíritu que empieza a ser un estado de conciencia en el pueblo español. ¿Indiferencia? No. Hostilidad desdeñosa, madura y reflexiva.
         Ahora bien, ¿puede un pueblo desentenderse en absoluto de cuanto atañe a la política? No. El desdén hacia los políticos no puede convertirse en desdén hacia la política. Esto equivaldría a poner en manos de la ineptitud la función directiva. ¿Cuál es, pues, el problema? Sin duda la creación de una clase directora. Para ello solo hay un camino: la cultura. El problema político es solo una fase del magno problema cultural.
MIRENO





[1] El Porvenir Castellano, 1 de julio de 1912.
[2] Para situar el contexto histórico y político de este artículo, ver Prosas Dispersas (1893-1936) de Jordi Doménech.  En la página 291 de ese mismo libro, su autor da una explicación del seudónimo Mireno, que nosotros reproducimos íntegramente: “Respecto al seudónimo del artículo, Mireno es uno de los pastores de El vergonzoso en palacio, de Tirso de Molina, autor éste entre los preferidos por Machado del teatro clásico español. Este artículo fue dado a conocer por Molinero (1993:149-62), aunque Carpintero (1989: 89) había dado ya anteriormente la referencia de su publicación en El Porvenir Castellano.”

SOBRE PEDAGOGÍA

El Porvenir Castellano, Año II, nº 73, 10 de marzo de 1913

Antonio Machado

         Decía, en carta que dirigí hace ya tiempo a mi querido amigo el joven maestro Ortega Gasset, que a mi entender, parte del estudio de la vida española caía dentro del dominio del “Folk-Lore”, o, mejor, de un tratado de psicología campesina. Quiero hoy señalar este punto de vista, que no pretendo -¡claro está!- haber descubierto, a aquellos que se preocupan del problema pedagógico. A ello me anima la noticia de una conferencia sobre enseñanza de D. Manuel Cossío, quien, con profundo tino, ha indicado la conveniencia de enviar los mejores maestros a las escuelas del campo.
         Los elementos dominantes en España son esencia y casi exclusivamente rurales. Una visión superficial de la vida española parece contener implícita la afirmación contraria. Clásico es ya el cuadro de la España que sufre y trabaja, arrancando con sudor el pan a la tierra, y sobre cuyas nobles espaldas viven unas cuantas colonias parasitarias de ociosos y mangoneadores. ¿Es esto cierto? Concedámoslo. Pero bien pudiéramos corregir el cuadro pintando, a nuestra vez, a este mismo campesino envilecido y explotado, luciendo pomposos y honoríficos disfraces y encaramados en las cumbres del poder. La mentalidad española gobernante ha sido hasta hace poco –del porvenir no hablemos – una mentalidad villorrio campesina, cuando no montaraz. Muy torpe será quien no vea en la política española el triunfo de ciertos núcleos de paletos, más o menos conspicuos, acaparando las funciones del mando, conquistadas por la astucia y la intriga, es decir, por la inteligencia práctica campesina, por la inteligencia carente de ideal. Muy torpe será quien no vea en la política española el triunfo de los defectos y virtudes del campo a través de un sufragio de analfabetos.
         Mientras no se descienda a estudiar al hombre del campo, no acabaremos de explicarnos los más rudimentarios fenómenos catastróficos de la vida española. De los dos momentos que nos empujan – no dirigen porque no pueden dirigir lo inconsciente -, que nos mueven o arrastran a un porvenir más o menos, están ausentes las huellas de la ciudadanía. Ambos son campesinos. Estos elementos son la política y la Iglesia, o, por decirlo claramente, los caciques y los curas. En algunos casos los vemos confundidos en otros, diferenciados, a veces en pugna, pero siempre compartiendo el dominio, sobreponiéndose, dando el color, el carácter, marcando la dirección de la vida nacional. Si pensáis otra cosa es, sin duda porque vivís en centros urbanos populosos, donde ciertas agitaciones parciales, más o menos profundas – generalmente menos – os impiden sentir la fuerza que infunde movimiento a la masa total. En vuestras naves clamorosas os movéis a vuestro antojo y sabéis la dirección de vuestros pasos; pero ignoráis la ruta del barco. Debo advertir que estos elementos citados no han de ser necesariamente despreciables; no se trata de combatirlos, sino de conocerlos se les señala aquí a la curiosidad de los inteligentes, no al sido de los sectarios. Acaso en ellos se encuentren las virtudes radicales y los cimientos de una sólida pedagogía. Acaso... Pero vamos a lo que íbamos.
         Es preciso enviar los mejores maestros a las últimas escuelas, ha dicho el ilustre pedagogo español. En efecto, si la ciudad no manda al campo verdaderos maestros, sino sólo guardias civiles y revistas de toros el campo mandará sus pardillos y abogados de secano, sus caciques e intrigantes a las cumbres del Poder y los mandará también a las Academias y a las Universidades.
         Pero no basta enviar maestros; es preciso enviar también investigadores del alma campesina, hombres que vayan no sólo a enseñar, sino a aprender.
Cuando afirmamos que España necesita cultura, decimos algo tan incontrovertible como vago, algo que equivale a proclamar la salud como una necesidad imprescindible para los enfermos. Que les echen salud a los enfermos, pan a los hambrientos y cultura a los analfabetos. Muy bien. Pero todos sabemos que el enfermo es algo más que la enfermedad, y que la enfermedad no es, sencillamente, falta de salud, sino algo que es preciso estudiar en el paciente el microbio H o el bacilo B, dañando el pulmón o el intestino. También sabemos que el cerebro de un ignorante no es, ni mucho menos, una página en blanco.
         Atrevámonos a afirmar que tampoco hay una ignorancia, sino muchas, y que es preciso descender al ignorante para conocerlas. Añadamos también que no hay una cultura, sino varias, y que el cerebro más refractario a ésta pudiera  ser ávido de aquélla. En suma, es preciso acudir al analfabeto, y no precisamente para medirle el cráneo, sino para enterarse de lo que tiene dentro. En este sentido únicamente – entiéndanme los demasiado advertidas – me atrevo a señalar el punto de vista “folklórico” de la pedagogía.
         A esa labor de europeizar a España, tan insistentemente aconsejada por el egregio Costa, y que hoy tiene una expresión práctica y concreta en la Junta para ampliación de estudios, hemos de darle su necesario complemento con esta otra labor, no menos fecunda, de los investigadores del alma popular. Esto parece claro y puede que no se entienda. No se trata de descubrir un camino y mucho menos de indicar una ruta que excluya a las demás. No. Pasó la época en que cada doctor pretendía el privilegio de una droga única para curarlo todo. Tenemos jóvenes que van a estudiar a Francia, Alemania, Inglaterra. Muy bien. Por muchos que sean, nunca serán bastantes. Tenemos quienes investigan en archivos y bibliotecas españolas, con el noble deseo de desempolvar y sacar al sol nuestra cultura y nuestra Historia. Son pocos; hacen falta más. Pero ¿quiénes son los investigadores del pasado, vivo en el presente de nuestra raza? ¡Cuántos que pretenden arrancar secretos a las piedras de España han olvidado interrogar a los hombres!
         Asistimos en literatura a un resurgimiento que se caracteriza por la tendencia a ponernos en contacto inmediato con la realidad española. El maestro Unamuno, Baroja, Azorin.. Valle Inclán, por no citar sino algunos de la gloriosa promoción del 98, han contribuido a formarnos una nueva visión de España, y ya se anuncia – digámoslo sin rebozo – un nuevo escalofrío de la patria. En la obra de estos escritores cuenta por mucho el elemento exótico, pero no olvidemos que una intensa y directa observación de la vida española constituye, acaso, su más alta virtud. Estos hombres por cuenta propia y sin auxilio alguno del Estado, han recorrido, curioseado, estudiado y aun descubierto mucho ignorado que teníamos en casa. Se nos dirá que no han hecho sino contrastar lo de dentro con lo de fuera. Conformes. No es menos cierto que urge explorar el alma española y que la pedagogía puede seguir también este camino.
         En una colección de artículos publicados recientemente por Don Miguel de Unamuno, bajo el título de “Contra esto y aquello”, discurre el ilustre vasco sobre cuestiones de enseñanza, a propósito de un libro del argentino Rojas. En un trabajo titulado “La Argentina”, dice estas parecidas palabras: La restauración nacionalista de que Rojas nos habla, debe empezar por la escuela, que será en la Argentina cuna de la “argentinidad”, como debe ser en España cuna de la “españolidad”. Esto parece evidente. Si las escuelas no han de ser ineficaces – y bien pudieran serlo aún duplicando su número -, han de servir para formar españoles. Pero, ¿sabemos nosotros lo que es o puede ser un español?



Prólogo al libro de Manuel Hilario Ayuso, “Helénicas”
El Porvenir Castellano, 30 de noviembre y 3 de diciembre de 1914
ANTONIO MACHADO
Conocí a Ayuso hace ya muchos años, cuando terminaba su carrera de Letras y en la clase de sociología que explicaba el maestro Sales y Ferré. Ayuso me habló entonces de su tierra, enclavada en el corazón de la antigua Celtiberia, y del Burgo de Osma, su villa natal, la vieja Uxama de los romanos.
Cuando, más tarde, obtuve yo cátedra de profesor de lenguas, elegí la plaza de Soria, y allá encontré a Ayuso, el buen camarada a quien durante varios años había yo perdido de vista.
El estudiante imberbe era ya un hombre con toda la barba, doctor en Letras y en Filosofía, abogado y ardiente propagandista republicano. Ayuso residía en Madrid, pero iba a Soria con frecuencia, de paso para el Burgo, y allí – inevitablemente – celebraba un meeting político.
Mostraba Ayuso en us fogosas peroratas un gran amor a su tierra y a sus conterráneos, por el cual era tímidamente correspondido. Se estimaba a Ayuso como joven aventajado que, a fin de cuentas, honraba a la comarca; pero aquel su ardiente idealismo, aquel su ímpetu generoso y batallador, se juzgaba inoportuno, peligroso, insensato. Los más íntimos censurábanle su desinterés. Siendo Ayuso hijo de una de las familias más distinguidas y acomodadas de Soria, juzgábase incomprensible que renunciase al caudal de autoridad, de influencia y de respetabilidad que por herencia le correspondía. Se pensaba que Ayuso había nacido, en suma, para cacique de la comarca, y que, por una extraña locura, se dedicaba a combatir el caciquismo en pro de los humildes. Dentro de la mentalidad provinciana, todo idealismo cae siempre al margen de la cordura. Yo tampoco – lo confieso – podía comprender cómo este hombre culto, fino, artista, se complacía en agitar ante las multitudes la bandera mustia y descolorida del jacobinismo español. Nada, en verdad, más lamentable, desde el punto de vista estético y – hasta como ahora se dice – cultural, que los tópicos de ordenanzas con que los oradores políticos suelen obsequiar a las masas republicanas. Pero en los discursos de Ayuso había un donquijostismo resuelto, un idealismo ferviente y esa impermeabilidad para el ridículo, que es el distintivo de los caracteres enérgicos. Todo hombre razonable – y Ayuso lo era – sabe lo que tantas veces oímos de labios del maestro Sales: que el medio es necesariamente más fuerte que el individuo. Pero hay hombres – y Ayuso es uno de ellos – capaces de escuchar voces más hondas que los dictados de su corazón. Con ellos se va nuestra simpatía, porque sospechamos que estos hombres inquietos, descontentos, sistemáticamente incomprensivos de la realidad superficial, tienen intuición de una realidad más honda, y que ellos son, en todas partes, el elemento propulsor, progresivo, y que sin ellos la vida de los resignados, de los adaptados, se ahogaría en la rutina, en el automatismo y en la inercia. Nuestra simpatía hacia los que el vulgo llama locos, es como nuestro amor hacia los niños: simpatía y amor hacia lo nuevo, porque sólo una nueva conciencia o una nueva forma de conciencia, pueden añadir algo a nuestro universo. Siempre que he visto a un hombre solo, o seguido de menguada hueste, luchar contra el medio en que vive, he sentido el orgullo de pertenecer a la especie humana.
Ayuso, en Soria, se me agigantaba; y no, ciertamente, porque aquella comarca sea tierra estéril para el espíritu. No. Aquella altiplanicie numantina ha sido fecunda madre de místicos, de poetas, de pensadores. Por allí debí nacer el juglar anónimo que compuso la Gesta de Myo Cid; de aquella tierra fue el padre Laynez, a quien debe la Compañía de Jesús su formidable organización política y eclesiástica; de allí, sor María, la monja de Agreda, que gobernó en España con el IV Felipe; y todo el movimiento filosófico moderno español, al margen de la escolástica, arranca de un pensador ilustre, hijo de la tierra soriana, de don Julián Sanz del Río, a quien deben su verticalidad – según frase del maestro Giner – la mitad, por lo menos, de los españoles que andan hoy en dos pies. Pero, en la época a que me refiero, Soria dormía a la sombra de su vieja colegiata; Soria, la ciudad mística, tan noble y tan bella, parecía encantada entre sus piedras venerables. Había muerto don Antonio Pérez de la Mata, aquel clérigo inquieto y batallador, maestro de Psicología, uno de los vástagos más robustos del krausismo español, cuyos libros son tan estimados en Alemania como ignorados en España. No quedaba ningún inquietador de espíritus, y Soria se echó a dormir. Todos sabemos lo que es una ciudad dormida – tal es el caso de casi todas las urbes españolas -; una ciudad donde se piensa que nuestra vida es algo hecho de una vez para siempre; un coche, más o menos flamante, más o menos destartalado, que arrastran pencos matalones o fogosos corceles, que conduce un diestro auriga o un cochero borracho, que podrá llegar no importa adonde, o estrellarse en la cuneta del camino, y que nada de esto interesa ni debe preocupar a nadie; lo importante e toma asiento en el vehículo y acomodarse en él lo mejor que se pueda. Soria dormida –corta siesta, en verdad -, y Manuel Ayuso, por amor de sus paisanos, se aprestó a despertarla.
Han pasado algunos años, y hoy amanece por aquellas tierras un ansia de conciencia y de porvenir que dará sus frutos. Al tiempo, Manuel Ayuso, en tanto, peregrina y guerrea por tierras de Andalucía.
Y éste es el hombre que hoy os ofrece una colección de sus poesías. El hombre, digo, y no el poeta, porque poeta llamamos hoy a mucho profesional de la rima. Pero al deciros que es un hombre el que os ofrece sus versos, claro digo que estos versos son poesía, porque ellos han de revelar un alma capaz de pensamiento y de pasión.
En un soberbio autorretrato, dice Ayuso de sí:

Aunque soy ateniense por mi fe y por mis bríos,
Nací en la Hesperia triste...

Nació en efecto, Ayuso, en la Hesperia triste, pero buscaréis en vano la tristeza de Ayuso. Ayuso no es triste. ¿Cómo ha de selo quien se siente creador? Pero ¿acaso es triste la tierra de Ayuso? Mejor diríamos que padece tristeza. Del helenismo de Ayuso, de su gran amor a Helena, la belleza inmortal, tampoco dudo.

Y, en fin, tras de un esfuerzo de diez y nueve cursos,
Llegué a ser viajante en meeting y discursos.

Bien se e que a Ayuso no le basta rendir culto a la belleza y a la sabiduría. Este viajante, en meeting y en discursos, y este doble doctor, piensa, acaso, que la conciencia y la justicia no son un privilegio de casta, y busca a los pobres, a los desheredados, y les revela con palabras de fuego toda la iniquidad que padecen. Por eso viaja Ayuso con sus diecinueve cursos a cuestas. ¿Veis al hombre del libro? He aquí lo que yo quisiera mostraros. Ayuso supera su propio helenismo para ver en cada hombre a un prójimo, objeto de amor, capaz de conciencia, de dignidad, de libertad, en suma.
Manuel Ayuso hace política y poesía. Ambas cosas son perfectamente compatibles. Me atreveré a decir más: ha sido casi siempre la poesía el arte que no puede convertirse en actividad única, en profesión. Un hombre consagrado a la veterinaria, a la esgrima o a la crematística, me parece muy bien; un hombre consagrado a la poesía paréceme que no será nunca un poeta. Porque el poeta no sacará nunca la poesía de la poesía misma. Crear es sacar una cosa de otra, convertir una cosa en otra, y la materia sobre la cual se opera, no puede ser la obra misma. Así, una abeja consagrada a la miel – y no a las flores – será más bien un zángano, y un hombre consagrad a la poesía y no a las mil realidades de su vida, será el más grave enemigo de las musas.
Hemos definido lo bello como algo opuesto a lo útil, y lo útil como algo que se opone a lo desinteresado. De este modo jugamos torpemente con las palabras. Gentes hay capaces de afirmar que una balada de Goethe no sirve para nada, y otras, no menos bárbaras, que niegan toda dignidad a un puchero porque en él se cuecen garbanzos. Desdeñar una porcelana de Sèvres cuando se necesita un cántaro con agua es, tal vez, más disculpable que desdeñar el vaso en que se bebe cuando está saciada la sed. Sin embargo, yo pregunto: ¿sabéis vosotros para qué sirve el vaso en que se bebe? Si me decís que sirve para beber; nada me respondéis, porque yo seguiré preguntando: ¿para qué sirve el beber? Y si me replicáis que el beber sirve para vivir, yo os responderé que vosotros no sabéis para qué sirve el vivir. Ni vosotros ni yo. Pero si no sois absolutamente bárbaros ante el vaso en que se bebe, respetaréis algo del misterio mismo de la vida, y si pensáis que la vida pudiera tener un alto y noble fin, no podréis despreciar el vaso en que se bebe para vivir, y si creéis que la vida es un mal, acaso un crimen, el vaso en que se bebe será para vosotros un objeto trágico. Ahora bien, yo sigo preguntando: ¿cuál es el vaso del poeta? ¿El vaso en que se bebe, el vaso misterioso que llamáis útil y que, en verdad, no sabemos para qué sirve? ¿O el vaso con que se adorna el rincón de una estancia, ese que ya sabemos que no sirve para nada?
Pudiera no satisfacernos el arte ornamental y decorativo por no estar suficientemente emancipado de la utilidad; pudiera también desagradarnos por todo lo contrario, porque el objeto decorativo, conservando una forma utilitaria, nos recuerde la relación vital que a él nos unía y que hemos roto torpemente a cambio de un deleite mezquino., Dios anda en los pucheros – dijo Santa Teresa de Jesús -, pero se refería a los pucheros en que se cuecen garbanzos.
Y con este rodeo voy, no obstante, a lo que iba. Si un hombre dedicado a pintar flores en una cafetera – o a esculpir quimeras en una copa – nos parece un artista disminuido, el hombre que cultiva el arte por el arte nos parece alto tan fantástico y absurdo, como una mosca que pretendiera cazarse a sí misma. Por lo demás, erigir el arte en fin, no es ennoblecerlo, sino degradarlo. Ni el reino de los fines, ni el reino de Dios, son de este mundo. El arte podrá ser, cuando más, una escalera para llegar a Dios; pero una escalera será siempre un medio para subir; si pretendemos divinizarla, caeremos en idolatría, en fetichismo, en superstición.
Manuel Ayuso no es profesional. De la política, de la filosofía, de su contacto con el pueblo, de su alma y de su vida, en suma, saca Ayuso la materia que transforma en poesía. De esa vida, rica y fecunda, de esta  noble vida de hombre, no de poeta – porque una vida de poeta no es absolutamente nada -, ha salido, entre otras cosas, el hermoso libro que tendréis la fortuna de leer.
Claro es que este libro se escribió al margen de la vida política y militante de Manuel Ayuso, y más como una reacción contra ella que con el propósito de expresarla. No importa. Al margen de su vida de soldados, Jorge Manrique escribió sus coplas inmortales, y Garcilaso, sus bellas églogas. Pero si Garcilaso ni don Jorge se dedicaron a la lírica, sino a la guerra. Cuando se cierre el ciclo, próximo a fenecer, de la barbarie erudita, se explicará a Garcilaso y, sobre todo, al inmenso Manrique, por su vida de soldados y no por las influencias literarias que ambos padecieron.
Insisto, pues, en señalaros al hombre de ese libro, de  este hermoso libro de poesía, lleno de gracia, de elegancia, de cultura, de helenismo y de algo que vale mucho más que todo esto: de pensamiento y de pasión.


D. FRANCISCO GINER DE LOS RÍOS[1]
  
A D. Francisco Giner de los Ríos,
El Porvenir Castellano, 4 de marzo de 1915

Antonio Machado


         Los párvulos aguardábamos, jugando en el jardín de la Institución, al maestro querido. Cuando aparecía D. Francisco, corríamos a él con infantil algazara y lo llevábamos en volandas hasta la puerta de la clase. Hoy, al tener noticia de su muerte, he recordado al maestro de hace treinta años. Yo era entonces un niño; él tenía ya la barba el cabello blanco.
         En su clase de párvulos, como en su cátedra universitaria, Don Francisco se sentaba siempre entre sus alumnos y trabajaba con ellos familiar y amorosamente. El respeto lo ponían los niños o los hombres que congregaba el maestro en torno suyo. Su modo de enseñar era el socrático, el diálogo sencillo y persuasivo. Estimulaba el alma de sus discípulos - de los hombres o de los niños – para que la ciencia fuese pensada, vivida por ellos mismos. Muchos profesores piensan haber dicho bastante contra la enseñanza rutinaria y dogmática, recomendando a sus alumnos que no aprendan las palabras, sino los conceptos de textos o de conferencias. Ignoran que hay muy poca diferencia entre aprender palabras y recitar conceptos. Son dos operaciones casi igualmente mecánicas. Lo que importa es aprender a pensar, a utilizar nuestros propios sesos para el uso a que están por naturaleza destinados y a calcar fielmente la línea sinuosa y siempre original de nuestro propio sentir, a ser nosotros mismos, para poner mañana el sello de nuestra alma en nuestra obra.
         Don Francisco Giner no creía que la ciencia es el fruto del árbol paradisíaco, el fruto colgado de una alta rama, maduro y dorado en espera de una mano atrevida y codiciosa; sino una semilla que ha de germinar y florecer y madurar en las almas. Porque pensaba así, hizo casi tantos maestros como discípulos tuvo.
         Desdeñaba D. Francisco Giner todo lo aparatoso, lo decorativo, lo solemne, lo ritual, el inerte y pintado caparazón que acompaña a las cosas del espíritu y que acaba siempre por ahogarlas. Cuando veía aparecer en sus clases del Doctorado – él tenía una pupila de lince para conocer a las gentes – a esos estudiantones hueros, que van a las aulas sin vocación alguna, pero ávidos de obtener a fin de año un papelito con una nota, para canjearlo más tarde por un diploma en papel vitela, sentía una profunda tristeza, una amargura que rara vez disimulaba. Llegaba hasta rogarles que se marchasen, que tomasen el programa H o el texto B, para que, a fin de curso, el señor X los examinase. Sabido es que el maestro de maestros no examinaba nunca.
         Era D. Francisco un hombre incapaz de mentir e incapaz de callar la verdad; pero su espíritu fino, delicado, no podía adoptar la forma tosca y violenta de la franqueza catalana derivada necesariamente hacia la ironía desconcertante y cáustica, con la cual no pretendió nunca herir o denigrar a su prójimo, sino mejorarle. Como todos los grandes andaluces, era don Francisco la viva antítesis del andaluz de pandereta, del andaluz mueble, jactancioso, hiperbolizante y amigo de lo que brilla y de lo que truena. Era sencillo, austero hasta la santidad, amigo de las proporciones justas y de las medidas cabales. Era un místico, pero no contemplativo y extático, sino laborioso y activo. Tenía el alma fundadora de Teresa de Ávila y de Iñigo de Loyola; pero él se adueñaba de los espíritus por la libertad y por el amor. Toda la España viva, joven y fecunda acabó por agruparse en torno al imán invisible de aquel alma tan fuerte y tan pura.
         Y hace unos días se nos marchó, no sabemos a dónde. Yo pienso que se fue hacia la luz. Jamás creeré en su muerte. Solo pasan para siempre los muertos y las sombras, los que no vivían la propia vida. Yo creo que solo mueren definitivamente – perdonadme esta fe un tanto herética – sin salvación posible, los malvados y los farsantes, esos hombres de presa que llamamos caciques, esos repugnantes cucañistas que se dicen políticos, los histriones de todos los escenarios, los fariseos de todos los cultos, y que muchos, cuyas estatuas de bronce enmohece el tiempo han muerto aquí y, probablemente allá, aunque sus nombres se conservan escritos en pedestales marmóreos.
         Bien harán, amigos y discípulos del maestro inmortal, en llevar su cuerpo a los montes de Guadarrama. Su cuerpo casto y noble, merece bien el salmo del viento en los pinares, el olor de las hierbas montaraces, la gracia alada de las mariposas de oro que juegan con el sol entre los tomillos. Allí, bajo las estrellas, en el corazón de la tierra española, reposarán un día los huesos del maestro. Su alma vendrá a nosotros en el sol matinal que alumbra los talleres, las moradas del pensamiento y del trabajo.








[1] El Porvenir Castellano, 4 de Marzo de 1915

DISCURSO DE ANTONIO MACHADO

Con motivo de su nombramiento, por el Ayuntamiento, de Hijo Adoptivo de Soria, El Porvenir Castellano, 1 de octubre de 1932

“Con su plena luna amoratada sobre la plomiza sierra de Santana, en una tarde de septiembre de 1907, se alza en mi recuerdo la pequeña y alta Soria. Soria pura, dice su blasón, y ¡qué bien le va ese adjetivo!.
         Toledo es, ciertamente, imperial, un gran expolio de imperios. Avila, a del perfecto muro torreado es en verdad mística y guerrera, o acaso mejor como dice el pueblo, ciudad de cantos y de santos. Burgos conserva todavía la gracia juvenil de Rodrigo y la varonía de su guante mallado, su ceño hacia León y su sonrisa hacia la aventura de Valencia. Segovia con sus arcos de piedra, guarda las vértebras de Roma.
         Soria, sobre un paisaje mineral, planetario, telúrico. Soria, la del viento redondo con nieve menuda que siempre nos da en la cara, junto al Duero adolescente, casi niño, es pura... y nada más.
         Soria es una ciudad para poetas. Porque la lengua de Castilla, la lengua imperial de todas las Españas, parece tener su propio y más limpio manantial. Gustavo Adolfo Bécquer, aquel poeta sin retórica, aquel puro lírico, debió amarla tanto como a su natal Sevilla; acaso más, que a su admirable Toledo. Un poeta de las Asturias, de Santillana, Gerardo Diego, rompió a cantar en romance nuevo a las puertas de Soria:

“Río Duero, río Duero
nadie a acompañarte baja,
nadie se detiene a oír
tu eterna estrofa de agua”.

Y hombres de otras tierras que cruzaron sus páramos no han podido olvidarla. Soria es, acaso, lo más espiritual de esa espiritual Castilla, espíritu a su vez, de España entera. Nada hay en ella que asombre o que brille y truene. Todo es sencillo, modesto, llano. Contra el espíritu redundante y barroco que sólo aspira a exhibición y a efecto, buen antídoto es Soria, maestra de castellanía, que siempre nos invita a ser lo que somos y nada más. ¿No es esto bastante?. Hay un breve aforismo castellano; yo lo oí en Soria por primera vez, que dice así: “nadie es más que nadie”. Cuando recuerdo las tierras de Soria olvido algunas veces a Numancia, pesadilla de Roma y a Mío cid Campeador, que las cruzó en su destierro y al glorioso juglar de la sublime gesta que bien pudo nacer en ellas, pero nunca olvido al viejo pastor de cuyos labios oí ese magnífico proverbio donde a mi juicio se condensa todo el alma de Castilla; su gran orgullo y su gran humildad, su experiencia de siglos y el sentido imperial de su pobreza. Esa magnífica frase que yo me complazco en traducir así: “por mucho que valga un hombre nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre”. Soria es una escuela admirable de humanismo, de democracia y de dignidad.
Por estas y otras muchas razones, queridos amigos, con toda el alma agradezco a ustedes su iniciativa y el altísimo honor que recibo de esta querida ciudad. Nada me debe Soria, creo yo. Y si algo me debiera, sería muy poco en proporción a lo que yo le debo: el haber aprendido en ella a sentir a Castilla que es la manera más directa y mejor de sentir a España. Para aceptar tan desmedido homenaje sólo me anima esta consideración: el hijo adoptivo de vuestra ciudad hace muchos años que ha adoptado Soria como patria ideal. Perdónenme si ahora sólo puedo decirles ¡gracias de todo corazón!.