EN LA PRENSA DE SORIA
Tierra Soriana (1907-1911)
El Porvenir Castellano (1912-1932)
La Voz de Soria (1922-1924)
Título
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Periódico
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Fecha
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Las moscas.
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Tierra Soriana, nº 109,
Año II
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18
noviembre de 1907
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Soledades
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Tierra
Soriana, nº 110, Año II
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21
noviembre de 1907
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Galerías
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Tierra
Soriana, nº 111, Año II
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25
noviembre de 1907
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Orillas del Duero
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Nuestro
Patriotismo y la marcha de Cádiz.
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“La
prensa de Soria al 2 de Mayo de 1808” Número único.
|
2
de mayo de 1908
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Los sueños malos.
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Tierra Soriana, nº 189, año
III
|
16 de junio de 1908
|
Sol de invierno.
|
Tierra Soriana, nº 204, año
III
|
21 de julio de 1908
|
Fiestas de San Saturio.
Discurso del Señor Machado. Homenaje a Antonio Pérez De la Mata.
|
Tierra Soriana, nº 587, año V
|
4 de octubre de 1910
|
Crónica de París
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Tierra Soriana, nº 659, año VI
|
21 de marzo de 1911
|
Crónica de París
|
Tierra Soriana, nº 665, año VI
|
4 de abril de 1911
|
Política y cultura.
|
El
Porvenir Castellano
|
1
de julio de 1912
|
Nota sobre Unamuno
|
El
Porvenir Castellano
|
4
de julio de 1912
|
José Martínez Ruiz,
“Azorín"
|
El
Porvenir Castellano
|
8 de julio de 1912
|
Pío Baroja
|
El
Porvenir Castellano
|
22 de julio de 1912
|
Un loco.
|
El Porvenir Castellano
|
27 de enero de 1913
|
A un olmo seco.
|
El Porvenir Castellano
|
20 de febrero de 1913
|
Hombres de España. (Del pasado
efímero.)
|
El Porvenir Castellano, nº 72
|
6 de marzo de 1913
|
Sobre pedagogía.
|
El Porvenir Castellano
|
10 de marzo de 1913
|
El Dios Ibero
|
El Porvenir Castellano
|
5 de mayo de 1913
|
Campos de Soria
|
El Porvenir Castellano
|
25 de junio de 1913
|
“Azorín”
|
El Porvenir Castellano, nº 148
|
27 de diciembre de 1913
|
A un olmo seco
|
El Duero, Revista Semanal
Ilustrada, Nº 1
|
30 de noviembre de 1913
|
A Orillas del Duero.
|
El Porvenir Castellano
|
2 de febrero de 1914
|
Las encinas.
|
El Porvenir Castellano
|
23 de julio de 1914
|
Helénicas
|
El Porvenir
Castellano
|
30 de noviembre y 3 de diciembre de 1914
|
A
D. Francisco Giner de los Ríos
|
El Porvenir Castellano
|
4
de marzo de 1915
|
La
prensa de provincias
|
El Porvenir Castellano
|
4
de octubre de 1915
|
A José María Palacio.
|
El
Porvenir Castellano
|
8 de mayo de 1916
|
Los poetas.
|
La Voz de Soria
|
6 de junio de 1922
|
De mi cartera
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La Voz de Soria
|
8 de agosto de 1922
|
De mi cartera: “Política,
Pragmatistas, El dogma de la acción.”
|
La Voz de Soria
|
11 de agosto de 1922
|
De mi cartera: “El amor tuerto
de Werther en España. Leyendo a Valera. Leyenda a Unamuno.”
|
La Voz de Soria
|
1 de septiembre de 1922
|
De mi cartera: “Extensión
universitaria, El simbolismo.”
|
La Voz de Soria
|
8 de septiembre de 1922
|
De mi cartera: “Crítica.”
|
La Voz de Soria
|
15 de septiembre de 1922
|
De mi cartera: “Gerardo Diego,
poeta creacionista.”
|
La Voz de Soria
|
29 de septiembre de 1922
|
De mi cartera: “Don Juan y el
donjuanismo”.
|
La Voz de Soria
|
21 de noviembre de 1922
|
Soria fría.
|
La Voz de Soria
|
6 de enero de 1923
|
¡Verdes jardincillos!
|
La Voz de Soria
|
18 de diciembre de 1923
|
Los sueños dialogados
|
La Voz de Soria, año III, nº 218
|
4 de julio de 1924
|
Nuevas canciones. Soria Pura
|
La Voz de Soria, año III, nº 219
|
8 de julio de 1924
|
Nuevas canciones. Soledades
|
La Voz de Soria, año III, nº 223
|
22 de julio de 1924
|
Discurso de Antonio Machado con motivo del nombramiento, 5 de octubre
de 1932, como Hijo Adoptivo de Soria
|
El
Porvenir Castellano
|
1
de octubre de 1932
|
TIERRA SORIANA
Las moscas
Del libro Soledades, Galerías y Otros Poemas, del inspirado poeta Antonio
Machado, profesor de francés del Instituto General y Técnico de Soria[1].
Vosotras,
las familiares,
inevitables golosas,
vosotras, moscas vulgares,
me evocáis todas las cosas.
¡Oh, viejas moscas voraces,
como abejas en abril,
viejas moscas pertinaces
sobre mi calva infantil!
¡Moscas del primer hastío
en el salón familiar,
las claras tardes de estío
en que yo empecé a soñar!
Y en la aborrecida escuela,
raudas moscas divertidas,
perseguidas
por amor de lo que vuela,
- que todo es volar -, sonoras
rebotando en los cristales
en los días otoñales...
Moscas de todas las horas,
de infancia y adolescencia,
de mi juventud dorada;
de esta segunda inocencia,
que da en no creer en nada,
de siempre... Moscas vulgares,
que de puro familiares
no tendréis digno cantor:
yo sé que os habéis posado
sobre el juguete encantado,
sobre el librote cerrado,
sobre la carta de amor,
sobre los párpados yertos
de los muertos.
Inevitables golosas,
que ni labráis como abejas,
ni brilláis cual mariposas;
pequeñitas, revoltosas,
vosotras, amigas viejas,
me evocáis todas las cosas.
inevitables golosas,
vosotras, moscas vulgares,
me evocáis todas las cosas.
¡Oh, viejas moscas voraces,
como abejas en abril,
viejas moscas pertinaces
sobre mi calva infantil!
¡Moscas del primer hastío
en el salón familiar,
las claras tardes de estío
en que yo empecé a soñar!
Y en la aborrecida escuela,
raudas moscas divertidas,
perseguidas
por amor de lo que vuela,
- que todo es volar -, sonoras
rebotando en los cristales
en los días otoñales...
Moscas de todas las horas,
de infancia y adolescencia,
de mi juventud dorada;
de esta segunda inocencia,
que da en no creer en nada,
de siempre... Moscas vulgares,
que de puro familiares
no tendréis digno cantor:
yo sé que os habéis posado
sobre el juguete encantado,
sobre el librote cerrado,
sobre la carta de amor,
sobre los párpados yertos
de los muertos.
Inevitables golosas,
que ni labráis como abejas,
ni brilláis cual mariposas;
pequeñitas, revoltosas,
vosotras, amigas viejas,
me evocáis todas las cosas.
***
NUESTRO PATRIOTISMO Y LA MARCHA DE CADIZ[1]
Antonio Machado
Los últimos años de
vida española han cambiado profundamente nuestra psicología. Acabamos de
cosechar muy amargos frutos; y el recuerdo del reciente desastre nacional,
surge en nuestro espíritu como una nube negra que nos vela el épico sol de
otros días.
Tras un largo periodo de profunda inconsciencia, en que no
faltaron lauros para los viejos héroes, ni patrióticas charangas, ni cantos de
cuartel, perdimos – como todos sabéis – los preciosos restos de nuestro imperio
colonial. Fue este un golpe previsto por una minoría inteligente y que
sorprendió a los más. Imaginaos al pueblo español como a un hombre que,
inesperadamente, recibiera un fuerte garrotazo en la cabeza, cayera a tierra
sin sentido y al recobrarlo, se levantara preguntando: ¿Dónde estoy?
Comenzamos a despertar y a mirar en torno nuestro. Acaso el golpe
recibido nos pondrá en contacto con nuestra conciencia.
Por lo pronto, nuestro patriotismo ha cambiado de rumbo y de
cauce. Sabemos ya que no se puede vivir ni del esfuerzo, ni de la virtud, ni de
la fortuna de nuestros abuelos; que la misma vida parasitaria no puede nutrirse
de cosa tan inconsistente como el recuerdo; que las más remotas posibilidades
del porvenir distan menos de nosotros que las realidades muertas en nuestras
manos. Luchamos por libertarnos del culto supersticioso del pasado.
¿Nos valió, acaso, el heroísmo de Castro y Palafox, defensores de
Gerona y Zaragoza, para salvar nuestro prestigio, en jornadas recientes que no
quiero recordar? ¿Vendría en nuestra ayuda la tizona de Rodrigo, si tuviéramos
que lidiar otra vez con la misma? No creemos ya en los milagros de la leyenda
heróica.
Somos los hijos de una tierra pobre e ignorante, de una tierra
donde todo está por hacer. He aquí lo que sabemos.
Y preferimos esta triste verdad a las estrofas fanfarronas de
aquel poeta, que encarándose con España, le decía, entre otras cosas:
... porque indómitos y
fieros,
saben hacer tus vasallos
frenos para sus caballos
de los cetros extranjeros.
Sabemos que esto no es verdad. Y cuando, en versos del mismo
poeta, leemos:
... que no puede esclavo ser
pueblo que sabe morir...
sonreímos amargamente pensando que, si nuestro pueblo no sabe otra
cosa, será siempre esclavo; porque la libertad se basa en la virtud contraria:
en saber vivir, precisamente en lo que pretenden ignorar esos vasallos indómitos y fieros.
Sabemos que la patria no es una finca heredada de nuestros
abuelos; buena no más para ser defendida a la hora de la invasión extranjera.
Sabemos que la patria es algo que se hace constantemente y se conserva solo por
la cultura y el trabajo. El pueblo que la descuida o abandona, la pierde,
aunque sepa morir. Sabemos que no es patria el suelo que se pisa, sino el suelo
que se labra; que no basta vivir sobre él, sino para él; que allí donde no
existe huella del esfuerzo humano no hay patria, ni siquiera región, sino una
tierra estéril, que tanto puede ser nuestra como de los buitres o de las
águilas que sobre ella se ciernen. ¿Llamaréis patria a los calcáreos montes,
hoy desnudos y antaño cubiertos de espesos bosques, que rodean esta vieja y
noble ciudad? Eso es un pedazo del planeta por donde los hombres han pasado, no
para hacer patria, sino para deshacerla. No sois patriotas pensando que algún
día sabréis morir para defender esos pelados cascotes; lo seréis acudiendo con
el árbol o con la semilla, con la reja del arado o con el pico del minero a
esos parajes sombríos y desolados donde la patria está por hacer.
Hoy que removemos las nobles cenizas de los héroes de 1808,
rindámosles el homenaje serio y respetuoso que merecen. Ellos conservaron, a
costa de su sangre, la tierra que hoy debemos labrar. No insultemos su memoria
con vanidosas fanfarronadas, ni hagamos resurgir aquella profunda inconsciencia
que, al son de la marcha de Cádiz nos llevó a perder nuestras colonias.
Convencidos de que sabemos morir – que ya es saber – procuremos ahora aprender
a vivir, si hemos de conservar lo poco que aún tenemos.
[1] Tierra Soriana, 10 de noviembre
de 1907.
LOS SUEÑOS MALOS
Tierra Soriana, Nº 189, Año III, 16 de junio de 1908
Está la plaza
sombría,
muere el día.
suenan lejos
las campanas.
De balcones y
ventanas
se iluminan
las vidrieras,
con reflejos
mortecinos,
como huesos
blanquecinos
y borrosas
calaveras.
En toda la
tarde brilla
una luz de
pesadilla.
Está el sol
en el ocaso.
suena el eco
de mi paso.
- ¿Eres tú?
Ya te esperaba...
- No eras tú
a quien yo buscaba.
***
DISCURSO EN EL HOMENAJE A ANTONIO PÉREZ DE
LA MATA
Tierra Soriana, nº 587, 4 de octubre de
1910
ANTONIO MACHADO
Hoy recordamos la obra de un hombre que,
después de rendir a la tierra su tributo, merece los elogios de la posteridad.
Quisiera yo haceros comprender toda la fuerza mental que supone el dejar una
huella en la memoria de las multitudes. La humanidad tiene una capacidad para
el recuerdo que se colma con unos cuantos centenares de nombres y de hechos. Su
capacidad para el olvido es infinita. Los tesoros de archivos y
bibliotecas, donde sacian su voracidad sabios y eruditos, son bien exiguos
comparados con el enorme caudal de humano esfuerzo que no alcanzó la
consagración de la historia, de la antología, del catálogo, de la siempre
tradición de unas cuantas generaciones. No penséis tampoco que aquellos
valores espirituales que la posteridad selecciona y consagra han de ser
necesariamente los mayores. Todos sabemos que la historia es algo que
constantemente se altera y modifica. A varias generaciones de hombres cultos y
laboriosos pueden suceder otras tantas generaciones de bárbaros que arruinen y
entierren la obra de sus antepasados. Conservamos fragmentos del Partenón, mas
nada queda de la maravillosa Minerva que esculpiera Fidias en marfil y oro para
asombro de los siglos; los siglos no pueden ya asombrarse de tamaño portento;
en Milán fue destruida la estatua ecuestre de Francisco Sforza, obra maestra de
Leonardo de Vinci; buscaréis en vano las opulentas bibliotecas que fundara
Abd-el-Rhaman en Córdoba. No tienen la ciencia, ni el arte, ni la cultura un
ángel tutelar que los custodie. Y aun las obras que triunfan del olvido de los
hombres y de los azares de la historia no han de vivir eternamente. Nuevas
legiones de sabios, de eruditos, de evaluadores las criban, tamizan y
seleccionan, y, a medida que la mente humana se enriquece con la labor de los
vivos, se va aligerando del caudal que le legaron los muertos.
Cuanto llamamos con
vanidosa hipérbole inmortalidad de la fama, es algo que no puede seducir a un
espíritu filosófico, a un hombre pensador y reflexivo. Mata, que fue, sin duda,
uno de estos hombres, no pudo sentir como estímulo de su labor el deseo de
merecer un día la fama póstuma; porque él sabía que la fama póstuma, aun dentro
de la historia de los pueblos, mero episodio de la vida universal, es un
momento tan breve y fugitivo como el que media entre una voz que enmudece para
siempre y el eco burlón que repita sus palabras. Su propio espíritu escéptico,
quiero decir rebuscador y crítico, hubo de ser el primer enemigo de su obra.
Sin embargo, Mata produjo su obra con la misma santa inocencia con que el árbol
da su fruto, por una fatalidad creadora y fecunda. Mas esta fuerza creadora que
rinde frutos de cultura sólo alienta en los privilegiados ejemplares de la
especie, capaces de montar en pelo la quimera del ideal. Y no es sólo el
espíritu escéptico, tan viejo como el pensar de los hombres y que en remotos
tiempos produjo aquel universal, formidable bostezo salomónico del vanitas
vanitatum et omnia vanitas sub sole, el enemigo del pensador y del
filósofo. Contra este espíritu de los hombres se manifiesta por una necesidad y
un placer de nutrirse y de acrecentar la especie, es también, en los hombres de
fuerte mentalidad, la necesidad y el placer de pensar y exteriorizar el propio
pensamiento. Contra la obra del filósofo, del pensador militan en España
enemigos mucho más temibles.
***
En una nación pobre e
ignorante – mi patriotismo, señores, me impide adular a mis compatriotas –
donde la mayoría del os hombres no tienen otra actividad que la necesaria para
ganar el pan, o alguna más para conspirar contra el pan de su prójimo; en una nación
casi analfabeta, donde la ciencia, la filosofía y el arte se desdeñan por
superfluos, cuando no se persiguen por corruptores; en un pueblo sin ansias de
renovarse ni respecto a la tradición de sus mayores; en esta España, tan
querida y tan desdichada, que frunce el hosco ceño o vuelve la espalda
desdeñosa a los frutos de la cultura, decidme: el hombre que eleva su mente y
su corazón a un ideal cualquiera, ¿no es un Hércules de alientos gigantescos
cuyos hombres de atlante podrían sustentar montañas?
La proverbial
intransigencia española es una de las muchas mentiras con que nos obsequian
nuestros oradores. Para ser intransigentes necesitamos una fe que no tenemos:
fe en nuestros ideales, fe, sobre todo, en nosotros mismos. Transigimos todos
los días y a todas las horas; transigimos hasta el absurdo de sacrificar
nuestras ideas, opiniones y sentimientos y adoptar las ajenas, movido por el
miedo, por el provecho personal o el capricho de las circunstancias. Pero
nuestra decantada intolerancia, es cierta. Cuando hemos cambiado nuestras
opiniones por las del vecino y adoptado su punto de vista para considerar las
cosas, cerramos fieramente contra aquel que las mira desde la orilla opuesta,
aunque las mire desde donde nosotros las veíamos antes. ¡Respeto, Dios lo dé;
amor, ni soñarlo! Y en las luchas del espíritu, el primer deber que nos
imponemos consiste en no comprender a nuestros adversarios, en ignorar sus
razones, porque sospechamos desde el fondo de nuestras brutalidad que si
lográramos penetrarlas, desaparecería el casus belli. Nuestra
mentalidad, cuando no adopta la forma de alimaña cazadora y astuta, aparece
como gallo reñidor, con espolones afilados. Prefiere pelear a comprender, y
casi nunca esgrime las armas de la cultura, que son las armas del amor. Y
cuando se pasa de las grandes ciudades a las ciudades pequeñas – esta en que
vivimos es, por excepción, señalada con justicia por la cultura, el respeto y
la tolerancia – y de las ciudades pequeñas pasamos a los pueblos – en uno de
ellos nació el hombre ilustre que hoy recordamos – y de los pueblos a las
aldeas y a los campos donde florecen los crímenes sangrientos y brutales,
sentimos que crece la hostilidad del medio, se agrava el encono de las pasiones
y es más densa y sofocante la atmósfera de odio que se respira. En ningún país
de Europa es tan aguda como en el nuestro la crisis de bondad que, con profundo
tino, ha señalado el actual pontífice romano. Pues bien; en esta tierra
española y en este rincón de España hubo un hombre que realizó la hazaña de
escribir un libro de metafísica.
***
Yo no sé, ni me
importa averiguar, cuál fuera la vida privada del filósofo. Ignoro si Mata era
un humilde sacerdote consagrado a la práctica de una virtud sin tacha, o si
era, acaso, un clérigo batallón e intrigante. Mas yo no dudo de que Mata fue
buen en cuanto dio a su vida el sentido del ideal, la orientación generosa que
todo hombre puede y debe dar a su actividad, cualquiera que sea la esfera en
que ésta se desarrolle; yo no dudo de que Mata fue humilde en cuanto consagró
su vida a arrojar en los baldíos páramos espirituales de su tierra, semilla que
él no había de ver germinar; y no dudo de su fortaleza porque todo creador
tiene el temple del acero y la dureza del diamante.
***
Honremos la memoria de
Antonio Pérez de la Mata, porque con ello nos honramos a nosotros mismos. No
tiene una sociedad valores más altos que sus hombres preclaros. Y si vosotros,
los hijos de la estepa soriana, tan fecunda en hombres de espíritu potente,
donde acaso naciera el glorioso y anónimo juglar que inauguró la epopeya de
Castilla con la Gesta de Myo Cid, sentís en vuestros corazones al par del
orgullo patriótico cierto legítimo orgullo regional, no será, creo yo,
solamente por haber nacido en ese trozo del planeta, en medio de estas sierras
sombrías y desoladas, era también, y sobre todo, porque evocáis en vuestra
memoria nombres y hechos gloriosos y sentís que a ellos os unen los vínculos de
la sangre y de la tierra.
***
Voy a terminar
dirigiendo algunas palabras a los niños. Vosotros contribuís al homenaje que
hoy rendimos a la memoria de don Antonio Pérez de la Mata, y vuestra presencia
pudiera ser el más alto honor que se tributa al muerto. Y digo que pudiera ser,
y no es, porque vosotros representáis un porvenir incierto. Vuestro mañana
acaso sea un retorno a un pasado muerto y corrompido. Para que vosotros
representéis la aura de un día claro y fecundo, preciso es que os aprestéis por
el trabajo y la cultura a aportar al tesoro que os legaran las generaciones
muertas, la obra viva de vuestras manos. Mañana seréis hombres, y esto quiere
decir, que entraréis de lleno en la vida, y como la vida es lucha, vosotros
seréis luchadores. En vuestros combates no empleéis sino las armas de la
ciencia que son las ma´s fuertes, las armas de la cultura que son las armas del
amor. Respetad a las personas porque la doctrina del Cristo os ordena el amor
del prójimo, y el respeto es una forma del amor; mas colocad por encima de las
personas los valores espirituales y las cosas a que estas personas se deben:
sobre el magistrado, la justicia; sobre el profesor, la enseñanza; sobre el
sacerdote, la religión; sobre el doctor, la ciencia. No aceptéis la cultura
postiza que no pueda pasar por el tamiz de vuestra inteligencia. No creáis que
Dios os ha colocado vuestras cabecitas sobre los hombros como un remate
decorativo. Que vuestros seso os sirvan para el uso a que está destinados. Huid
d la ociosidad espiritual que llena los cerebros de cavilaciones homicidas.
Conservadlos íntegros para vuestra obra y vuestra voluntad como cuerda de
ballesta en su máxima tensión.
No aceptéis jamás el
reto de los vividores y de los intrigantes; porque si peleáis con ellos
tendréis que emplear sus armas plebeyas, y aunque triunféis seréis degradados
en el orden del espíritu, descendiendo de la categoría de hombres a la de
bestias montaraces.
Si camináis a un
remoto santuario, y hacéis larga romería, mientras más larga, mejor; no os
paréis a ahuyentar los canes que os ladren, porque no llegaréis nunca. Decid
con el poeta: ¿nos ladran?, señal de que caminamos; y seguid andando.
Aprended a distinguir
los valores falsos de los verdaderos y el mérito real de las personas bajo toda
suerte de disfraces. Un hombre mal vestido, pobre y desdeñado, puede ser un
sabio, un héroe, un santo; el birrete de un doctor puede cubrir el cráneo de un
imbécil.
Estimad a los hombres
por lo que son, no por lo que parecen.
Desconfiad de todo lo
aparatoso y solemne, que suele estar vacío. Amad a los buenos y a los sabios
que son los poderosos de la tierra: porque ellos representan el único valor que
contienen las multitudes humanas. Amad el trabajo y conquistad por él la
confianza en vosotros mismos, para que llegue un día, después de largos años,
en que vuestros nombres también merezcan recordarse.
He dicho.
Tierra Soriana, 1911, nº 859, 21 de marzo.
El acontecimiento más saliente de la
semana es el nuevo drama de Paul Bourget. Los dramaturgos franceses no quieren
sorprender al público con sus obras. Las avant-première – reparad en lo ilógico
del vocablo – dan a conocer las producciones dramáticas, en vísperas de su
estreno, a los periodistas, a los críticos y al gran mundo parisino. El mismo
autor expone, a guisa de reclamo, en los diarios más leídos, el pensamiento
capital de su obra. Mr. Paul Bourget se pregunta si esta moda, ya arraigada en
París, es ventajosa o perjudicial.
“Evidentemente – se responde – un
público que conoce por anticipado lo esencial del espectáculo a que asiste,
está más capacitado para apreciar el detalle, la factura, las cualidades de
arte; pero corre el peligro de formar prejuicios que le impidan juzgar
imparcialmente la obra cuyo estreno presencia.”
Pero gracias a esta costumbre –buena
o mala- podemos conocer nosotros el pensamiento dominante de la última
producción de Paul Bourget, que se estrenará en el Vaudeville una de estas
noches.
Paul Bourget continúa en su nuevo
drama la serie de estudios de crítica social emprendidos en otras anteriores:
L´Étape, Le Divorce, L´Émigré, L´Échéance, Paul Bourget pertenece a esa
brillante pléyade de pensadores a quienes se ha llamado justamente
tradicionalistas por positivismo y que constituyen en Francia, acaso, la
expresión de la más alta intelectualidad.
Lemaître, Paul Adam, Barrès, Bourmont,
Bourget, figuran en este grupo de franceses que inauguraron, hace ya algunos
años, una tenaz reacción contra las tendencias ultra individualistas del resto
de Francia.
“Mientras más estudio nuestra época –
habla Paul Bourget – más me afirmo en la creencia de que parte de los males que
hoy sufrimos, proviene del desconocimiento de esta ley, formulada al mismo
tiempo por el católico Bonald y el empírico Augusto Comte, por el novelista
Balzac y el biólogo, Haeckel: la unidad social no es el individuo sino la
familia.
“Si esta ley es verdadera – añade –
tratar de organizar la sociedad en función del individuo es sencillamente obrar
contra natura. El hombre tiene este poder; le es dado pensar erróneamente e
imponer su error a los hechos, hasta el momento en que los hechos se tomen por
sí mismos la revancha. La necesidad conduce a quienes la siguen y arrastra a
quienes a ella resisten. El proverbio latino: fata volentem ducunt; nolentem
trahunt, es la misma verdad.”
Los hechos en Francia, según Bourget,
han dado el más rotundo mentís al dogma del partido francés que se jacta de
representar al porvenir. (Alude al sueño dorado del individualismo radical que
constituye el fondo común y la común bandera de los partidos avanzados y del
programa revolucionario.) Los derechos del individuo, la felicidad del
individuo, el mérito del individuo, la libertad del individuo: tales
expresiones van y vienen infatigablemente, desde hace años, en el Parlamento,
en la prensa, en el teatro, en la novela, en las conversaciones particulares.
El culto del individuo, tal es el dogma revolucionario por excelencia. Y en un
país donde se profesa y se practica esta doctrina, parece que debieran abundar
las grandes individualidades. Sin embargo, añade, nunca han escaseado tanto
como hoy las individualidades poderosas. Las medianías pululan, las
personalidades fuertes no aparecen por ninguna parte.
Recordad, en cambio, aquella
generación de gigantes de fines del siglo XVIII y principios del XIX. Los
hombres de la Revolución francesa rompieron, en efecto, los principios
fundamentales de la sociedad a la que pertenecían; pero evidentemente ella los
engendró, de ella salieron: de una sociedad de familias, no de individuos. Y no
fueron los acontecimientos extraordinarios y terribles la causa de la producción
de estas potentes personalidades: las tragedias de 1870 y 71 fueron, en cambio,
fecundas en valores íntimos y medianos.
Reconozcamos que en las sociedades
fundadas sobre la familia se opera una fecunda y poderosa elaboración de
energía; y un trabajo de constante despilfarro y agotamiento en las sociedades
fundadas en el individuo. Individualismo e individualidad, que parecen
sinónimos, pudieran ser dos términos contradictorios.
Sobre esta idea y en torno a ella,
Paul Bourget ha escrito un drama, que en breve sancionará la crítica y el
público. Esto nos importa poco.
Pero nos interesa mucho conocer; hoy
que nuestra política sigue fielmente los giros de la política francesa, lo que
piensan en Francia los hombres cuyo pensamiento merece tomarse en cuenta, que
no son, precisamente, los hombres políticos.
CRÓNICA DE PARÍS
Tierra Soriana, nº 665, 4 de abril de
1911
Cuando juzgamos un país que no es el
nuestro, señalamos en él como rasgo distintivo aquella nota que más nos
sorprende, más en desacuerdo con vuestro carácter, con nuestras costumbres, con
cuanto nos era familiar en nuestra tierra. Hay sobrados motivos para que
obremos así y formulemos tales conclusiones;
pero no hay razón alguna para que nuestro juicio sea acertado. Cuanto
nosotros – españoles – tengamos de más opuesto al genio de un inglés, ¿será
necesariamente la característica de España? ¿Por qué ha de ser lo más francés
de Francia, aquello que más hiera o deslumbre mis ojos españoles? ¿Por qué ha
de ser una diferencia y no una semejanza lo que constituya la nota esencial, la
verdadera entraña del pueblo que juzgamos al traspasar nuestras fronteras? Este
criterio groseramente simplificador nos lleva a desatinar cuando hablamos de
países extraños; con este criterio bárbaro se nos juzga a nosotros. Y al
señalar las diferencias, sin reparar en las semejanzas, nuestro juicio suele
ser negativo, inclinándose del lado de la censura o del menosprecio, porque
nuestro amor propio nos lleva por mil caminos a considerar como un vicio –
nunca como una virtud – la cualidad de que nosotros carecemos. Lo que los
franceses llaman galantería, se designa en español con palabras que no pueden
escribirse; lo que llaman franqueza catalanes y aragoneses se llama grosería y
brutalidad en tierra de Castilla; quien guarda su dinero, piensa que es un
fanfarrón el que lo gasta, y el hombre dadivoso piensa que el ahorrativo es un
miserable. De pueblo a pueblo, de región a región, de hombre a hombre, cuando
anotamos las diferencias, sólo la censura es sincera en nuestros labios, y bajo
mil formas de aparente simpatía nuestras palabras sólo encierran aversión o
desdeño.
El lector preguntará, acaso, qué
relación pueden guardar estas consideraciones con una crónica de París. Voy a
contestarle. Cuando un español llega a esta gran ciudad, ha de sufrir
necesariamente, al ver su personalidad disminuida por la idea falsa y despectiva que los franceses han
formado de nuestra España. Desde Madame D´Aulnoy hasta nuestros días – pasando
por Mérimée, Hugo, Gautier, Richepin, etc,..” – una multitud de viajeros
aburridos y observadores superficiales, han contribuido a forjar una España
absurda y fantástica que a los españoles nos mueve a risa, cuando no llega a
indignarnos.
Es en vano que pretendáis convencer a
estas gentes de que en España no existen ya inquisidores y autos de fe, ni
hidalgos de gotera; es en vano decirles que la mayoría de los españoles no
somos toreros, ni bailadores, ni guitarristas. Se lamentarán, en último caso,
de que vayamos perdiendo nuestro carácter y afirmarán que, en breve,
desapareceremos del mapa. ¡Como si no tuviéramos otra misión en el mundo que
divertir al público de sus cafés cantantes!
La primera vez que estuve en París me
preguntó una señora por qué no usaba el traje propio de mi país, asombrándose
de que no fuera vestido de torero. ¿No es España, añadió, un país de
toreadores? Tentado estuve de pagarle con otra pregunta, igualmente absurda,
pero que hubiese encerrado una lógica semejante.
¿Cómo
es que existen en París mujeres hornadas, que respetan a sus maridos y
educan a sus hijos como buenas madres? Y ante la consiguiente estupefacción de
la señora hubiese añadido: ¿No es París una ciudad de cocottes?
Tamaña grosería hubiera hecho
comprender a la buena señora que no hay derecho a discurrir con las posaderas.
***
Para la mayoría de españoles y sudamericanos París es sencillamente la
ciudad del placer y de la pornografía. He aquí una creencia absurda que encierra una enorme
injusticia y una gran ignorancia. Es cierto que durante algún tiempo se han
publicado en París las tres cuartas partes de las obras perversas, libidinosas
o francamente obscenas que producía la literatura universal. Pero también es
cierto que ni en el periodo de mayor
rebajamiento estético ha sido Francia infecunda en hombres de alta y potente
mentalidad consagrados a una labor honrada en el arte, en la filosofía, en las
ciencias. Cierto es también que nunca sería más inoportuno reprochar a los
franceses su desdén por la moral en las letras y en las costumbres que en esta
época de potente reacción contra todas las tendencias insanas y degradantes,
contra toda la literatura corruptora, contra todo arte afeminado y enfermizo,
cuando la elite de la intelectualidad francesa parece de acuerdo para colocar
por encima de todo – aun en detrimento de los fueros del arte y del pensamiento
– los intereses de la sociedad y de la patria.
En nuestra tierra, en cambio, la más
grosera pornografía empieza reinar en la literatura. Una turba de erotómanos se
ha lanzado a la brecha. Ya tenemos casas editoriales que son fábricas de
novelas sicalípticas, y a las librerías de Paris donde se venden libros
españoles contemporáneos llegan multitud de obras con títulos y portadas que
arden en un candil: La mujer fácil, El amor en pelota, La lengua X. ¡Apaga y
vámonos!
Sobre José María Palacio y el nacimiento de El Porvenir
Castellano, reproducimos del libro "Periódicos de Soria, 1811-1994, de
José María Latorre Macarrón, p. 138, el siguiente texto: "de afición y oficio
periodístico muy asimilados, acuerda con Machado y otros hombres de letras
preocupados por el futuro del país y de la provincia sacar adelante otro
periódico". Por ello, prosigue José María Latorre más adelante, "deciden
acometer en 1912, justo al término de Tierra Soriana, la publicación del
inicialmente independiente El Porvenir Castellano, el periódico no sólo más
longevo de estos años, sino también el de mayor trascendencia cultural.
" "Antonio Machado, el
periodista José María Palacio, el impresor Marcelo Reglero y el industrial Juan
Aragón Martínez como propietario están, al menos, en el grupo de promotores de
ese periódico chiquitín o periodiquín, que de ambas manera lo llamaron todos
desde el principio. En la mancheta del primer número, el 1 de julio de 1912,
sólo figuran Palacio como director y Reglero como administrador, aunque la
firma de Machado -a quien, por otro lado, se atribuye el propio nombre del
periódico- se esconde tras un seudónimo al pie del artículo Política y Cultura
que aparece en páginas interiores".
POLÍTICA
Y CULTURA[1]
El Porvenir Castellano, 1
de julio de 1912
Antonio
Machado
Es innegable el resurgimiento de la vida española[2], la mayor actividad para las ciencias, para las
artes, para la industria, el nuevo afán de cultura, la afición a la crítica, a
la investigación, al método, a la disciplina espiritual. Como despertarse de un
sueño malo y tenebroso, el hombre de la pobre tierra de España ha sentido sed
de luz, de constancia. Esta aspiración ha provocado un esfuerzo y este esfuerzo
ha creado una energía. No es la España de hoy la España anémica y visionaria
que marchó a un desastre sin grandeza al son de una charanga bullanguera. En
las aulas, en los ateneos, en el periódico, en la clínica del médico, en el
taller de artesano, en la plaza pública, aun en el seno de la masa rural,
echaréis de ver este incremento de fuerza, de salud, de vitalidad. Solo en una
esfera de la actividad española lo buscaréis en vano: en la
política.
La política ha permanecido
estacionaria, insensible al rudo golpe que puso al resto del organismo social
en contacto con su conciencia. La política es hoy lo que fue ayer, momificada y
empedernida, incapaz de renovarse, perecerá por imperativa.
La aparente indiferencia
del pueblo por los llamados ideales políticos, guarda en su seno un desprecio
preñado de rencor, es un sabio desdén, fruto maduro caído a nuestros pies del
árbol de la experiencia. El desprecio que emana de la conciencia, no de la
vanidad, es una fuerza que no puede medirse, pero que sería absurdo negar.
La llamada masa neutra,
cuya indiferencia en materia política inquieta a los caciques afanosos de
sufragios, ni es neutra ni es indiferente. En ella está toda la energía
española, toda la pasión por el ideal, toda el ansia de nueva vida; porque esos
hombres incapaces de militar en ningún partido, que rechazan con indignación la
etiqueta de liberal, conservador o lerrouxista, y que no aceptan la humillación
de llamar jefe a ningún intrigante afortunado, son los hombres que
piensan y sueñan, educan y trabajan, y se llaman Unamuno y Menéndez Pidal,
Manjón y Giner de los Ríos, Cajal y Benavente; son el maestro, el sacerdote, el
poeta, el médico, el investigador, el comerciante, el obrero, el labrador, son
la España viva y fecunda que depura la tradición y prepara el porvenir.
Toda la intelectualidad
española está hoy de hecho fuera de la política y en ella no tiene intervención
alguna; fuera de la política está la burguesía útil y laboriosa; fuera,
también, la población obrera-ciudadana y la trabajadora campesina. Esta es la
masa neutra, es decir: España. Sobre ella, los profesionales de la política
forman una vasta colonia paritaria. Mientras unos hacen la patria, otros se la
comen. Y cuando el político de oficio enarbolando su banderín descolorido pide
sufragios como pudiera pedir garbanzos para su puchero. A cambio de ellos –
votos o garbanzos – da palabras huecas, expresivas de otras tantas
supersticiones.
Sabemos el fracaso
irremediable de todos los programas políticos y que en ninguno de ellos se
atiende a las cuestiones vitales. Que Canalejas realice su programa o no lo
realice, es cosa que comienza a tenernos sin cuidado. Secularizad los
cementerios, proclamad la libertad para el culto, decretad el matrimonio civil,
arrebatad al clero la enseñanza, ¿qué habréis conseguido? Nada. Esa batalla al
clero que figura en todos los programas avanzados es una de tantas supercherías
con que se agita y engaña al populacho.
Hay muchos españoles que
profesan la religión católica; cuando mueran se les enterrará bajo una cruz.
Hay otros españoles que ni
son católicos, ni profesan religión determinada. Si estos hombres hablaran
sinceramente, os dirían: Que cuando muramos se nos entierre en profano, en
sagrado o en último caso, que no se nos entierre, lo mismo nos da.
Si aceptamos el matrimonio
como lazo indisoluble - tal es, sin duda, nuestro caso - ¿por qué aceptar la
fórmula civil y no la religiosa? Si fuera de la enorme masa católica no existe
en España otro núcleo de creyentes con religión distinta – como acontece en
otros países - ¿de qué nos serviría la libertad de culto? Si los maestros
laicos no han demostrado hasta la fecha mayor cultura, más vocación y más amor
a la enseñanza que los maestros católicos, ¿qué conseguiríamos con arrebatar a
los curas la enseñanza? Que el maestro se vista por los pies o por la cabeza es
cosa de poca trascendencia.
Escuchad a los
tradicionalistas y os hablarán de bellas irrealizables utopías, de regresiones
imposibles; admiraréis esos cerebros absurdos, enmarañados, donde no se concibe
el porvenir sino como reproducción exacta de lo pasado, sin perjuicio de
incluir en el pasado todo el contenido del presente. Os dirán: España fue
grande con la tradición; afirmación ambigua que equivale a decir: la grandeza
de España consistió en mirar, como vosotros hacia atrás.
Volved la vista a esa
turba vocinglera de republicanos: El régimen es el mal. La República es la
salvación de España. ¿Por qué? Preguntaréis. ¿Cómo una forma de gobierno por
perfecta que sea, puede cambiar nada esencial? Inglaterra es el pueblo más
monárquico del mundo y es el más poderoso. Repúblicas son Guatemala, Honduras y
El Ecuador donde se vive por milagro y se anda en dos pies por misericordia
divina.
Seguid repasando credos
políticos y en todos ellos descubriréis el absurdo, la oquedad mental, el fruto
de la ineptitud y de la pereza, la ausencia absoluta de conservación de la
vida, la fatua ignorancia adornada con plumas de pavón.
¿Qué existe un problema
religioso? Sin duda. ¿Y un problema pedagógico? Evidente. ¿Y un problema de
pan? Ciertísimo. Pero ¿qué saben de ello los políticos? Trepadores, cucañistas,
rampantes, hombres de acción, en el peor sentido de la palabra, solo merecen el
desprecio de los hombres sensatos y laboriosos. He aquí un estado de espíritu
que empieza a ser un estado de conciencia en el pueblo español. ¿Indiferencia?
No. Hostilidad desdeñosa, madura y reflexiva.
Ahora bien, ¿puede un
pueblo desentenderse en absoluto de cuanto atañe a la política? No. El desdén
hacia los políticos no puede convertirse en desdén hacia la política. Esto
equivaldría a poner en manos de la ineptitud la función directiva. ¿Cuál es,
pues, el problema? Sin duda la creación de una clase directora. Para ello solo
hay un camino: la cultura. El problema político es solo una fase del magno
problema cultural.
MIRENO
[1] El Porvenir Castellano, 1 de julio de 1912.
[2] Para situar el contexto histórico
y político de este artículo, ver Prosas Dispersas (1893-1936) de
Jordi Doménech. En la página 291 de ese mismo libro, su autor da una
explicación del seudónimo Mireno, que nosotros reproducimos íntegramente:
“Respecto al seudónimo del artículo, Mireno es uno de los pastores de El
vergonzoso en palacio, de Tirso de Molina, autor éste entre los preferidos
por Machado del teatro clásico español. Este artículo fue dado a conocer por
Molinero (1993:149-62), aunque Carpintero (1989: 89) había dado ya
anteriormente la referencia de su publicación en El Porvenir Castellano.”
UN LOCO
Es una tarde mustia y desabrida
de un otoño sin frutos, en la tierra
estéril y raída
donde la sombra de un centauro yerra.
Por un camino en la árida llanura,
entre álamos marchitos,
a solas con su sombra y su locura,
va el loco hablando a gritos.
Lejos se ven sombríos estepares,
colinas con malezas y cambrones,
y ruinas de viejos encinares
coronando los agrios serrijones.
El loco vocifera
a solas con su sombra y su quimera.
Es horrible y grotesca su figura;
flaco, sucio, maltrecho y mal rapado,
ojos de calentura
iluminan su rostro demacrado.
Huye de la ciudad... Pobres maldades,
misérrimas virtudes y quehaceres
de chulos aburridos, y ruindades
de ociosos mercaderes.
Por los campos de Dios el loco avanza.
Tras la tierra esquelética y sequiza
—rojo de herrumbre y pardo de ceniza—
hay un sueño de lirio en lontananza.
Huye de la ciudad. ¡El tedio urbano!
—¡carne triste y espíritu villano!—.
No fue por una trágica amargura
esta alma errante desgajada y rota;
purga un pecado ajeno: la cordura,
la terrible cordura del idiota.
El Porvenir Castellano, 27 de enero de 1913.
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol
de mayo,
algunas hojas verde le han
salido.
¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo
amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y
polvoriento.
No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la
ribera,
habitado de pardos ruiseñores.
Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus
entrañas
hunden sus telas grises las
arañas.
Antes que te derribe, olmo del
Duero,
con su hacha el leñador, y el
carpintero
te convierta en melena de
campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que, rojo en el hogar,
mañana
ardas, de alguna mísera caseta
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras
blancas;
antes que el río hacia la mar te
empuje,
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también hacia la luz y hacia la
vida,
otro milagro de la primavera.
El Porvenir Castellano, 20 de febrero de 1913.
Del pasado
efímero
Este
hombre del casino provinciano
que vio a Carancho recibir un día,
tiene mustia la tez, el pelo cano,
ojos velados por melancolía;
bajo el bigote gris, labios de hastío,
y una triste expresión, que no es tristeza,
sino algo más y menos: el vacío
del mundo en la oquedad de su cabeza.
Aún luce de corinto terciopelo
chaqueta y pantalón abotinado,
y un cordobés color de caramelo,
pulido y torneado.
Tres veces heredó; tres ha perdido
al monte su caudal: dos ha enviudado.
Sólo se anima ante el azar prohibido,
sobre el verde tapete reclinado,
o al evocar la tarde de un torero,
la suerte de un tahúr, o si alguien cuenta
la hazaña de un gallardo bandolero,
o la proeza de un matón, sangrienta.
Bosteza de política banales
dicterios al gobierno reaccionario,
y augura que vendrán los liberales,
cual torna la cigüeña al campanario.
Un poco labrador, del cielo aguarda
y al cielo teme; alguna vez suspira,
pensando en su olivar, y al cielo mira
con ojo inquieto, si la lluvia tarda.
Lo demás, taciturno, hipocondríaco,
prisionero en la Arcadia del presente,
le aburre; sólo el humo del tabaco
simula algunas sombras en su frente.
Este hombre no es de ayer ni es de mañana,
sino de nunca; de la cepa hispana
no es el fruto maduro ni podrido,
es una fruta vana
de aquella España que pasó y no ha sido,
esa que hoy tiene la cabeza cana.
El Porvenir Castellano, 6 de marzo de 1913
SOBRE PEDAGOGÍA
El Porvenir Castellano, Año II, nº 73, 10 de
marzo de 1913
Antonio Machado
Decía, en carta que dirigí hace ya tiempo a mi querido amigo el joven maestro
Ortega Gasset, que a mi entender, parte del estudio de la vida española caía
dentro del dominio del “Folk-Lore”, o, mejor, de un tratado de psicología
campesina. Quiero hoy señalar este punto de vista, que no pretendo -¡claro
está!- haber descubierto, a aquellos que se preocupan del problema pedagógico.
A ello me anima la noticia de una conferencia sobre enseñanza de D. Manuel
Cossío, quien, con profundo tino, ha indicado la conveniencia de enviar los
mejores maestros a las escuelas del campo.
Los elementos dominantes en España son esencia y casi exclusivamente rurales.
Una visión superficial de la vida española parece contener implícita la
afirmación contraria. Clásico es ya el cuadro de la España que sufre y trabaja,
arrancando con sudor el pan a la tierra, y sobre cuyas nobles espaldas viven
unas cuantas colonias parasitarias de ociosos y mangoneadores. ¿Es esto cierto?
Concedámoslo. Pero bien pudiéramos corregir el cuadro pintando, a nuestra vez,
a este mismo campesino envilecido y explotado, luciendo pomposos y honoríficos
disfraces y encaramados en las cumbres del poder. La mentalidad española
gobernante ha sido hasta hace poco –del porvenir no hablemos – una mentalidad
villorrio campesina, cuando no montaraz. Muy torpe será quien no vea en la
política española el triunfo de ciertos núcleos de paletos, más o menos
conspicuos, acaparando las funciones del mando, conquistadas por la astucia y
la intriga, es decir, por la inteligencia práctica campesina, por la
inteligencia carente de ideal. Muy torpe será quien no vea en la política
española el triunfo de los defectos y virtudes del campo a través de un
sufragio de analfabetos.
Mientras no se descienda a estudiar al hombre del campo, no acabaremos de
explicarnos los más rudimentarios fenómenos catastróficos de la vida española.
De los dos momentos que nos empujan – no dirigen porque no pueden dirigir lo
inconsciente -, que nos mueven o arrastran a un porvenir más o menos, están
ausentes las huellas de la ciudadanía. Ambos son campesinos. Estos elementos
son la política y la Iglesia, o, por decirlo claramente, los caciques y los
curas. En algunos casos los vemos confundidos en otros, diferenciados, a veces
en pugna, pero siempre compartiendo el dominio, sobreponiéndose, dando el
color, el carácter, marcando la dirección de la vida nacional. Si pensáis otra
cosa es, sin duda porque vivís en centros urbanos populosos, donde ciertas
agitaciones parciales, más o menos profundas – generalmente menos – os impiden
sentir la fuerza que infunde movimiento a la masa total. En vuestras naves
clamorosas os movéis a vuestro antojo y sabéis la dirección de vuestros pasos;
pero ignoráis la ruta del barco. Debo advertir que estos elementos citados no
han de ser necesariamente despreciables; no se trata de combatirlos, sino de
conocerlos se les señala aquí a la curiosidad de los inteligentes, no al sido
de los sectarios. Acaso en ellos se encuentren las virtudes radicales y los
cimientos de una sólida pedagogía. Acaso... Pero vamos a lo que íbamos.
Es preciso enviar los mejores maestros a las últimas escuelas, ha dicho el
ilustre pedagogo español. En efecto, si la ciudad no manda al campo verdaderos
maestros, sino sólo guardias civiles y revistas de toros el campo mandará sus
pardillos y abogados de secano, sus caciques e intrigantes a las cumbres del
Poder y los mandará también a las Academias y a las Universidades.
Pero no basta enviar maestros; es preciso enviar también investigadores del
alma campesina, hombres que vayan no sólo a enseñar, sino a aprender.
Cuando afirmamos que
España necesita cultura, decimos algo tan incontrovertible como vago, algo que
equivale a proclamar la salud como una necesidad imprescindible para los
enfermos. Que les echen salud a los enfermos, pan a los hambrientos y cultura a
los analfabetos. Muy bien. Pero todos sabemos que el enfermo es algo más que la
enfermedad, y que la enfermedad no es, sencillamente, falta de salud, sino algo
que es preciso estudiar en el paciente el microbio H o el bacilo B, dañando el
pulmón o el intestino. También sabemos que el cerebro de un ignorante no es, ni
mucho menos, una página en blanco.
Atrevámonos a afirmar que tampoco hay una ignorancia, sino muchas, y que es
preciso descender al ignorante para conocerlas. Añadamos también que no hay una
cultura, sino varias, y que el cerebro más refractario a ésta pudiera ser
ávido de aquélla. En suma, es preciso acudir al analfabeto, y no precisamente
para medirle el cráneo, sino para enterarse de lo que tiene dentro. En este
sentido únicamente – entiéndanme los demasiado advertidas – me atrevo a señalar
el punto de vista “folklórico” de la pedagogía.
A esa labor de europeizar a España, tan insistentemente aconsejada por el
egregio Costa, y que hoy tiene una expresión práctica y concreta en la Junta
para ampliación de estudios, hemos de darle su necesario complemento con esta
otra labor, no menos fecunda, de los investigadores del alma popular. Esto
parece claro y puede que no se entienda. No se trata de descubrir un camino y
mucho menos de indicar una ruta que excluya a las demás. No. Pasó la época en
que cada doctor pretendía el privilegio de una droga única para curarlo todo.
Tenemos jóvenes que van a estudiar a Francia, Alemania, Inglaterra. Muy bien.
Por muchos que sean, nunca serán bastantes. Tenemos quienes investigan en
archivos y bibliotecas españolas, con el noble deseo de desempolvar y sacar al
sol nuestra cultura y nuestra Historia. Son pocos; hacen falta más. Pero
¿quiénes son los investigadores del pasado, vivo en el presente de nuestra
raza? ¡Cuántos que pretenden arrancar secretos a las piedras de España han
olvidado interrogar a los hombres!
Asistimos en literatura a un resurgimiento que se caracteriza por la tendencia
a ponernos en contacto inmediato con la realidad española. El maestro Unamuno,
Baroja, Azorin.. Valle Inclán, por no citar sino algunos de la gloriosa
promoción del 98, han contribuido a formarnos una nueva visión de España, y ya
se anuncia – digámoslo sin rebozo – un nuevo escalofrío de la patria. En la
obra de estos escritores cuenta por mucho el elemento exótico, pero no
olvidemos que una intensa y directa observación de la vida española constituye,
acaso, su más alta virtud. Estos hombres por cuenta propia y sin auxilio alguno
del Estado, han recorrido, curioseado, estudiado y aun descubierto mucho
ignorado que teníamos en casa. Se nos dirá que no han hecho sino contrastar lo
de dentro con lo de fuera. Conformes. No es menos cierto que urge explorar el
alma española y que la pedagogía puede seguir también este camino.
En una colección de artículos publicados recientemente por Don Miguel de
Unamuno, bajo el título de “Contra esto y aquello”, discurre el ilustre vasco
sobre cuestiones de enseñanza, a propósito de un libro del argentino Rojas. En
un trabajo titulado “La Argentina”, dice estas parecidas palabras: La
restauración nacionalista de que Rojas nos habla, debe empezar por la escuela,
que será en la Argentina cuna de la “argentinidad”, como debe ser en España
cuna de la “españolidad”. Esto parece evidente. Si las escuelas no han de ser
ineficaces – y bien pudieran serlo aún duplicando su número -, han de servir
para formar españoles. Pero, ¿sabemos nosotros lo que es o puede ser un
español?
El Porvenir Castellano, 5 de marzo de 1913
LAS ENCINAS
A los señores de Masriera,
en recuerdo de una expedición a El Pardo.
en recuerdo de una expedición a El Pardo.
¡Encinares castellanos
en laderas y altozanos,
serrijones y colinas
llenos de oscura maleza,
encinas, pardas encinas;
humildad y fortaleza!
Mientras que llenándoos va
el hacha de calvijares,
¿nadie cantaros sabrá,
encinares?
El roble es la guerra, el roble
dice el valor y el coraje,
rabia inmoble
en su torcido ramaje;
y es más rudo
que la encina, más nervudo,
más altivo y más señor.
El alto roble parece
que recalca y ennudece
su robustez como atleta
que, erguido, afinca en el suelo.
El pino es el mar y el cielo
y la montaña: el planeta.
La palmera es el desierto,
el sol y la lejanía:
la sed; una fuente fría
soñada en el campo yerto.
Las hayas son la leyenda.
Alguien, en las viejas hayas,
leía una historia horrenda
de crímenes y batallas.
¿Quién ha visto sin temblar
un hayedo en un pinar?
Los chopos son la ribera,
liras de la primavera,
cerca del agua que fluye,
pasa y huye,
viva o lenta,
que se emboca turbulenta
o en remanso se dilata.
En su eterno escalofrío
copian del agua del río
las vivas ondas de plata.
De los parques las olmedas
son las buenas arboledas
que nos han visto jugar,
cuando eran nuestros cabellos
rubios y, con nieve en ellos,
nos han de ver meditar.
Tiene el manzano el olor
de su poma,
el eucalipto el aroma
de sus hojas, de su flor
el naranjo la fragancia;
y es del huerto
la elegancia
el ciprés oscuro y yerto.
¿Qué tienes tú, negra encina
campesina,
con tus ramas sin color
en el campo sin verdor;
con tu tronco ceniciento
sin esbeltez ni altiveza,
con tu vigor sin tormento,
y tu humildad que es firmeza?
En tu copa ancha y redonda
nada brilla,
ni tu verdioscura fronda
ni tu flor verdiamarilla.
Nada es lindo ni arrogante
en tu porte, ni guerrero,
nada fiero
que aderece su talante.
Brotas derecha o torcida
con esa humildad que cede
sólo a la ley de la vida,
que es vivir como se puede.
El campo mismo se hizo
árbol en ti, parda encina.
Ya bajo el sol que calcina,
ya contra el hielo invernizo,
el bochorno y la borrasca,
el agosto y el enero,
los copos de la nevasca,
los hilos del aguacero,
siempre firme, siempre igual,
impasible, casta y buena,
¡oh tú, robusta y serena,
eterna encina rural
de los negros encinares
de la raya aragonesa
y las crestas militares
de la tierra pamplonesa;
encinas de Extremadura,
de Castilla, que hizo a España,
encinas de la llanura,
del cerro y de la montaña;
encinas del alto llano
que el joven Duero rodea,
y del Tajo que serpea
por el suelo toledano;
encinas de junto al mar
—en Santander—, encinar
que pones tu nota arisca,
como un castellano ceño,
en Córdoba la morisca,
y tú, encinar madrileño,
bajo Guadarrama frío,
tan hermoso, tan sombrío,
con tu adustez castellana
corrigiendo,
la vanidad y el atuendo
y la hetiquez cortesana!...
Ya sé, encinas
campesinas,
que os pintaron, con lebreles
elegantes y corceles,
los más egregios pinceles,
y os cantaron los poetas
augustales,
que os asordan escopetas
de cazadores reales;
mas sois el campo y el lar
y la sombra tutelar
de los buenos aldeanos
que visten parda estameña,
y que cortan vuestra leña
con sus manos.
El Porvenir Castellano, 23 de julio de 1914
CRÓNICA
Para D. Antonio Machado
El Porvenir Castellano, 29 de Junio de
1913
Poeta insigne y
entrañable amigo: queda cumplida la promesa que le hice en una de mis últimas
cartas. Hoy hace un año que llevé a su inolvidable Leonor (q.e.p.d.) un ramo de
rosas cortado en el jardín de nuestro amigo Aparicio. Y se las entregué en la
plazoleta de El Mirón, adonde la llevaba usted y una madre amante, para que la
malograda esposa encontrase alivio a su mal, respirando aire puro bajo un olmo
secular.
Cuando yo llevé las rosas
estaba sola Leonor. ¡Y cuánto la alegraron nuestras flores! Ellas despertaban
nuevas esperanzas en nuestra pobre enferma, sin duda, porque su espíritu era
tan delicado como las rosas.
También hoy la he
dedicado otro ramo pero, ¡ay! se lo he llevado a su tumba.
Era un día como aquél,
sereno y caliginoso, y en vez de ir a encontrar a la esposa del poeta y del
amigo bajo la sombra del olmo secular y frondoso, he dirigido mis pasos al
cementerio. Los cerrillos contiguos a El Espino tenían ese claro oscuro de las
primeras horas de la mañana.
Allá abajo, en las
praderas, contiguas al Duero descritas por V. con suprema poesía en Campos de
Castilla, grupos de jóvenes alegres, esperaban la salida del sol.
El pueblo da una virtud a
las flores cogidas al amanecer en el día de San Juan. Esta virtud podía ser una
esperanza para nosotros en el año pasado. En este, yacía sepulta bajo la tierra
triste y sagrada donde crecen yerbas y cipreses. Dos guardadores del cementerio
cortaban las hierbas con unas hoces que “mirando al Cielo” eran un símbolo. Los
cipreses evocaban a Nuñez de Arce, y a los poetas sentimentales.
***
La tierra parda de las
heredades labrantías, las serrezuelas plomizas y los prados angostos, han
adquirido la tonalidad luminosa propia de un día de junio a las nueve de la
mañana. En el cementerio había un silencio inalterable. Junto a una tumba, una
mujer enlutada, como figura de un cuadro de Zuloaga, debía rezar una oración.
Y en esta hora solemne,
he tomado mis rosas y las he extendido sobre la tumba de la que fue digna y
amantísima esposa de usted. Las he extendido sobre la superficie para cubrirla
de un color delicado y de un aroma ideal. He querido tejer una corona y he
fracasado en el intento. Yo debo sentir el arte en el alma, pero no lo llevo en
las manos. Y es que he venido al cementerio a eso, a rendir un tributo del
alma.
Y sobre esta tumba que he
reverenciado muy de corazón por los dos, amigo Machado, se que ha tejido usted
una larga corona de dolor, de un gran dolor, para el cual su lira sublime
conquistará laureles y tendrá emblemas consagrados por el cariño y acrisolados
por el Ideal.
Usted que es hombre de
gran corazón y de gran espíritu, ha comprendido que hay en el mismo Dolor
fuerzas para nuestra vida espiritual.
Si la Humanidad toda
comprendiera sus dolores, no podría evitar la desdicha de sentirlos pero en
ella misma habría algo grande y consolador.
De la tumba de Leonor, su
malograda esposa, he ido a la de Carmen, mi malograda hija. Allí he dejado
nuevas rosas, todas muy fragantes. ¡Pobre hija mía! Y de esta última tumba he
ido a la de mi madre política, y sobre ella he hecho otra burda corona de
flores.
No podía rendir hoy este
tributo a todos mis muertos queridos. Lejos de aquí están las huesas de mi
padre y de su hermana Vicenta. Para ellos he enviado más allá del horizonte un
ramillete de pensamientos.
Esta santa obra de rendir
tributo a nuestros muertos produce en el alma una sensación triste y dichosa a
la vez.
¡Tal vez no haya en la
vida nada más apacible ni más grato que el ir a depositar flores sobre la tumba
de nuestros muertos amados! Parece que sale de la tierra un vaho de bendición.
Y del Cielo baja un himno de Amor.
A ese Amor he entonado
hoy una oda que mi pobre prosa no ha sabido expresar, pero la siento muy honda
dentro del corazón.
HELLÉNICAS
HELÉ
El Porvenir Castellano, 30 de noviembre y 3 de diciembre de 1914
Conocí a Ayuso hace ya
muchos años, cuando terminaba su carrera de Letras y en la clase de sociología
que explicaba el maestro Sales y Ferré. Ayuso me habló entonces de su tierra,
enclavada en el corazón de la antigua Celtiberia, y del Burgo de Osma, su villa
natal, la vieja Uxama de los romanos.
Cuando, más tarde, obtuve yo cátedra de profesor de lenguas,
elegí la plaza de Soria, y allá encontré a Ayuso, el buen camarada a quien
durante varios años había yo perdido de vista.
El estudiante imberbe era ya un hombre con toda la barba,
doctor en Letras y en Filosofía, abogado y ardiente propagandista republicano.
Ayuso residía en Madrid, pero iba a Soria con frecuencia, de paso para el
Burgo, y allí – inevitablemente – celebraba un meeting político.
Mostraba Ayuso en us fogosas peroratas un gran amor a su
tierra y a sus contemporáneos, por el cual era tímidamente correspondido. Se
estimaba a Ayuso como joven aventajado que, a fin de cuentas, honraba a la
comarca; pero aquel su ardiente idealismo, aquel su ímpetu generoso y
batallador, se juzgaba inoportuno, peligroso, insensato. Los más íntimos
censurábanle su desinterés. Siendo Ayuso hijo de una de las familias más
distinguidas y acomodadas de Soria, juzgábase incomprensible que renunciase al
caudal de autoridad, de influencia y de respetabilidad que por herencia le
correspondía. Se pensaba que Ayuso había nacido, en suma, para cacique de la
comarca, y que, por una extraña locura, se dedicaba a combatir el caciquismo en
pro de los humildes. Dentro de la mentalidad provinciana, todo idealismo cae
siempre al margen de la cordura. Yo tampoco – lo confieso – podía comprender cómo
este hombre culto, fino, artista, se complacía en agitar ante las multitudes la
bandera mustia y descolorida del jacobinismo español. Nada, en verdad, más
lamentable, desde el punto de vista estético y – hasta como ahora se dice –
cultural, que los tópicos de ordenanzas con que los oradores políticos suelen
obsequiar a las masas republicanas. Pero en los discursos de Ayuso había un
donquijostismo resuelto, un idealismo ferviente y esa impermeabilidad para el
ridículo, que es el distintivo de los caracteres enérgicos. Todo hombre
razonable – y Ayuso lo era – sabe lo que tantas veces oímos de labios del
maestro Sales: que el medio es necesariamente más fuerte que el individuo. Pero
hay hombres – y Ayuso es uno de ellos – capaces de escuchar voces más hondas
que los dictados de su corazón. Con ellos se va nuestra simpatía, porque
sospechamos que estos hombres inquietos, descontentos, sistemáticamente
incomprensivos de la realidad superficial, tienen intuición de una realidad más
honda, y que ellos son, en todas partes, el elemento propulsor, progresivo, y
que sin ellos la vida de los resignados, de los adaptados, se ahogaría en la
rutina, en el automatismo y en la inercia. Nuestra simpatía hacia los que el
vulgo llama locos, es como nuestro amor hacia los niños: simpatía y amor hacia
lo nuevo, porque sólo una nueva conciencia o una nueva forma de conciencia,
pueden añadir algo a nuestro universo. Siempre que he visto a un hombre solo, o
seguido de menguada hueste, luchar contra el medio en que vive, he sentido el
orgullo de pertenecer a la especie humana.
Ayuso, en Soria, se me agigantaba; y no, ciertamente, porque
aquella comarca sea tierra estéril para el espíritu. No. Aquella altiplanicie
numantina ha sido fecunda madre de místicos, de poetas, de pensadores. Por allí
debí nacer el juglar anónimo que compuso la Gesta de Myo Cid; de aquella tierra
fue el padre Laynez, a quien debe la Compañía de Jesús su formidable
organización política y eclesiástica; de allí, sor María, la monja de Agreda,
que gobernó en España con el IV Felipe; y todo el movimiento filosófico moderno
español, al margen de la escolástica, arranca de un pensador ilustre, hijo de
la tierra soriana, de don Julián Sanz del Río, a quien deben su verticalidad –
según frase del maestro Giner – la mitad, por lo menos, de los españoles que
andan hoy en dos pies. Pero, en la época a que me refiero, Soria dormía a la
sombra de su vieja colegiata; Soria, la ciudad mística, tan noble y tan bella,
parecía encantada entre sus piedras venerables. Había muerto don Antonio Pérez
de la Mata, aquel clérigo inquieto y batallador, maestro de Psicología, uno de
los vástagos más robustos del krausismo español, cuyos libros son tan estimados
en Alemania como ignorados en España. No quedaba ningún inquietador de espíritus,
y Soria se echó a dormir. Todos sabemos lo que es una ciudad dormida – tal es
el caso de casi todas las urbes españolas -; una ciudad donde se piensa que
nuestra vida es algo hecho de una vez para siempre; un coche, más o menos
flamante, más o menos destartalado, que arrastran pencos matalones o fogosos
corceles, que conduce un diestro auriga o un cochero borracho, que podrá llegar
no importa adonde, o estrellarse en la cuneta del camino, y que nada de esto
interesa ni debe preocupar a nadie; lo importante e toma asiento en el vehículo
y acomodarse en él lo mejor que se pueda. Soria dormida –corta siesta, en
verdad -, y Manuel Ayuso, por amor de sus paisanos, se aprestó a despertarla.
Han pasado algunos años,
y hoy amanece por aquellas tierras un ansia de conciencia y de porvenir que
dará sus frutos. Al tiempo, Manuel Ayuso, en tanto, peregrina y guerrea por
tierras de Andalucía.
Y éste es el hombre que
hoy os ofrece una colección de sus poesías. El hombre, digo, y no el poeta,
porque poeta llamamos hoy a mucho profesional de la rima. Pero al deciros que
es un hombre el que os ofrece sus versos, claro digo que estos versos son
poesía, porque ellos han de revelar un alma capaz de pensamiento y de pasión.
En un soberbio
autorretrato, dice Ayuso de sí:
Aunque soy ateniense por mi fe y por mis bríos,
nací en la Hesperia triste...
Nació en efecto, Ayuso, en la Hesperia triste, pero
buscaréis en vano la tristeza de Ayuso. Ayuso no es triste. ¿Cómo ha de selo
quien se siente creador? Pero ¿acaso es triste la tierra de Ayuso? Mejor
diríamos que padece tristeza. Del helenismo de Ayuso, de su gran amor a Helena,
la belleza inmortal, tampoco dudo.
Y, en fin, tras de un esfuerzo de diez y nueve cursos,
llegué a ser viajante en meetinsg y discursos.
Bien se que a Ayuso no le basta rendir culto a la belleza y
a la sabiduría. Este viajante, en meetings y en discursos, y este doble doctor,
piensa, acaso, que la conciencia y la justicia no son un privilegio de casta, y
busca a los pobres, a los desheredados, y les revela con palabras de fuego toda
la iniquidad que padecen. Por eso viaja Ayuso con sus diecinueve cursos a
cuestas. ¿Veis al hombre del libro? He aquí lo que yo quisiera mostraros. Ayuso
supera su propio helenismo para ver en cada hombre a un prójimo, objeto de
amor, capaz de conciencia, de dignidad, de libertad, en suma.
Manuel Ayuso hace
política y poesía. Ambas cosas son perfectamente compatibles. Me atreveré a
decir más: ha sido casi siempre la poesía el arte que no puede convertise en
actividad única, en profesión. Un hombre consagrado a la veterinaria, a la
esgrima o a la crematística, me parece muy bien; un hombre consagrado a la
poesía paréceme que no será nunca un poeta. Porque el poeta no sacará nunca la
poesía de la poesía misma. Crear es sacar una cosa de otra, convertir una cosa
en otra, y la materia sobre la cual se opera, no puede ser la obra misma. Así,
una abeja consagrada a la miel – y no a las flores – será más bien un zángano,
y un hombre consagrado a la poesía y no a las mil realidades de su vida, será
el más grave enemigo de las musas.
Hemos definido lo bello como algo opuesto a lo útil, y lo
útil como algo que se opone a lo desinteresado. De este modo jugamos torpemente
con las palabras. Gentes hay capaces de afirmar que una balada de Goethe no
sirve para nada, y otras, no menos bárbaras, que niegan toda dignidad a un
puchero porque en él se cuecen garbanzos. Desdeñar una porcelana de Sèvres
cuando se necesita un cántaro con agua es, tal vez, más disculpable que
desdeñar el vaso en que se bebe cuando está saciada la sed. Sin embargo, yo
pregunto: ¿sabéis vosotros para qué sirve el vaso en que se bebe? Si me decís
que sirve para beber; nada me respondéis, porque yo seguiré preguntando: ¿para
qué sirve el beber? Y si me replicáis que el beber sirve para vivir, yo os
responderé que vosotros no sabéis para qué sirve el vivir. Ni vosotros ni yo.
Pero si no sois absolutamente bárbaros ante el vaso en que se bebe, respetaréis
algo del misterio mismo de la vida, y si pensáis que la vida pudiera tener un
alto y noble fin, no podréis despreciar el vaso en que se bebe para vivir, y si
creéis que la vida es un mal, acaso un crimen, el vaso en que se bebe será para
vosotros un objeto trágico. Ahora bien, yo sigo preguntando: ¿cuál es el vaso
del poeta? ¿El vaso en que se bebe, el vaso misterioso que llamáis útil y que,
en verdad, no sabemos para qué sirve? ¿O el vaso con que se adorna el rincón de
una estancia, ese que ya sabemos que no sirve para nada?
Pudiera no satisfacernos
el arte ornamental y decorativo por no estar suficientemente emancipado de la
utilidad; pudiera también desagradarnos por todo lo contrario, porque el objeto
decorativo, conservando una forma utilitaria, nos recuerde la relación vital
que a él nos unía y que hemos roto torpemente a cambio de un deleite mezquino.
Dios anda en los pucheros – dijo Santa Teresa de Jesús -, pero se refería a los
pucheros en que se cuecen garbanzos.
Y con este rodeo voy, no obstante, a lo que iba. Si un
hombre dedicado a pintar flores en una cafetera – o a esculpir quimeras en una
copa – nos parece un artista disminuido, el hombre que cultiva el arte por el
arte nos parece alto tan fantástico y absurdo, como una mosca que pretendiera
cazarse a sí misma. Por lo demás, erigir el arte en fin, no es ennoblecerlo,
sino degradarlo. Ni el reino de los fines, ni el reino de Dios, son de este
mundo. El arte podrá ser, cuando más, una escalera para llegar a Dios; pero una
escalera será siempre un medio para subir; si pretendemos divinizarla, caeremos
en idolatría, en fetichismo, en superstición.
Manuel Ayuso no es profesional. De la política, de la
filosofía, de su contacto con el pueblo, de su alma y de su vida, en suma, saca
Ayuso la materia que transforma en poesía. De esa vida, rica y fecunda, de
esta noble vida de hombre, no de poeta –
porque una vida de poeta no es absolutamente nada -, ha salido, entre otras
cosas, el hermoso libro que tendréis la fortuna de leer.
Claro es que este libro se escribió al margen de la vida
política y militante de Manuel Ayuso, y más como una reacción contra ella que
con el propósito de expresarla. No importa. Al margen de su vida de soldados,
Jorge Manrique escribió sus coplas inmortales, y Garcilaso, sus bellas églogas.
Pero si Garcilaso ni don Jorge se dedicaron a la lírica, sino a la guerra.
Cuando se cierre el ciclo, próximo a fenecer, de la barbarie erudita, se
explicará a Garcilaso y, sobre todo, al inmenso Manrique, por su vida de
soldados y no por las influencias literarias que ambos padecieron.
Insisto, pues, en señalaros al hombre de ese libro, de este hermoso libro de poesía, lleno de
gracia, de elegancia, de cultura, de helenismo y de algo que vale mucho más que
todo esto: de pensamiento y de pasión.
[1]
El Porvenir Castellano, 30 de
noviembre y 3 de diciembre de 1914
[2] Manuel Hilario Ayuso Iglesias (El Burgo de Osma,
1880 – Madrid, 1944).
A
D. Francisco Giner de los Ríos,
El
Porvenir Castellano, 4 de marzo de 1915
Los
párvulos aguardábamos, jugando en el jardín de la Institución, al maestro
querido. Cuando aparecía D. Francisco, corríamos a él con infantil algazara y
lo llevábamos en volandas hasta la puerta de la clase. Hoy, al tener noticia de
su muerte, he recordado al maestro de hace treinta años. Yo era entonces un
niño; él tenía ya la barba el cabello blanco.
En
su clase de párvulos, como en su cátedra universitaria, Don Francisco se
sentaba siempre entre sus alumnos y trabajaba con ellos familiar y
amorosamente. El respeto lo ponían los niños o los hombres que congregaba el
maestro en torno suyo. Su modo de enseñar era el socrático, el diálogo sencillo
y persuasivo. Estimulaba el alma de sus discípulos - de los hombres o de los
niños – para que la ciencia fuese pensada, vivida por ellos mismos. Muchos
profesores piensan haber dicho bastante contra la enseñanza rutinaria y dogmática,
recomendando a sus alumnos que no aprendan las palabras, sino los conceptos de
textos o de conferencias. Ignoran que hay muy poca diferencia entre aprender
palabras y recitar conceptos. Son dos operaciones casi igualmente mecánicas. Lo
que importa es aprender a pensar, a utilizar nuestros propios sesos para el uso
a que están por naturaleza destinados y a calcar fielmente la línea sinuosa y
siempre original de nuestro propio sentir, a ser nosotros mismos, para poner
mañana el sello de nuestra alma en nuestra obra.
Don
Francisco Giner no creía que la ciencia es el fruto del árbol paradisíaco, el
fruto colgado de una alta rama, maduro y dorado en espera de una mano atrevida
y codiciosa; sino una semilla que ha de germinar y florecer y madurar en las
almas. Porque pensaba así, hizo casi tantos maestros como discípulos tuvo.
Desdeñaba
D. Francisco Giner todo lo aparatoso, lo decorativo, lo solemne, lo ritual, el
inerte y pintado caparazón que acompaña a las cosas del espíritu y que acaba
siempre por ahogarlas. Cuando veía aparecer en sus clases del Doctorado – él
tenía una pupila de lince para conocer a las gentes – a esos estudiantones
hueros, que van a las aulas sin vocación alguna, pero ávidos de obtener a fin
de año un papelito con una nota, para canjearlo más tarde por un diploma en
papel vitela, sentía una profunda tristeza, una amargura que rara vez
disimulaba. Llegaba hasta rogarles que se marchasen, que tomasen el programa H
o el texto B, para que, a fin de curso, el señor X los examinase. Sabido es que
el maestro de maestros no examinaba nunca.
Era
D. Francisco un hombre incapaz de mentir e incapaz de callar la verdad; pero su
espíritu fino, delicado, no podía adoptar la forma tosca y violenta de la
franqueza catalana derivada necesariamente hacia la ironía desconcertante y
cáustica, con la cual no pretendió nunca herir o denigrar a su prójimo, sino
mejorarle. Como todos los grandes andaluces, era don Francisco la viva
antítesis del andaluz de pandereta, del andaluz mueble, jactancioso,
hiperbolizante y amigo de lo que brilla y de lo que truena. Era sencillo,
austero hasta la santidad, amigo de las proporciones justas y de las medidas
cabales. Era un místico, pero no contemplativo y extático, sino laborioso y
activo. Tenía el alma fundadora de Teresa de Ávila y de Iñigo de Loyola; pero
él se adueñaba de los espíritus por la libertad y por el amor. Toda la España
viva, joven y fecunda acabó por agruparse en torno al imán invisible de aquel
alma tan fuerte y tan pura.
Y
hace unos días se nos marchó, no sabemos a dónde. Yo pienso que se fue hacia la
luz. Jamás creeré en su muerte. Solo pasan para siempre los muertos y las
sombras, los que no vivían la propia vida. Yo creo que solo mueren
definitivamente – perdonadme esta fe un tanto herética – sin salvación posible,
los malvados y los farsantes, esos hombres de presa que llamamos caciques, esos
repugnantes cucañistas que se dicen políticos, los histriones de todos los
escenarios, los fariseos de todos los cultos, y que muchos, cuyas estatuas de
bronce enmohece el tiempo han muerto aquí y, probablemente allá, aunque sus
nombres se conservan escritos en pedestales marmóreos.
Bien
harán, amigos y discípulos del maestro inmortal, en llevar su cuerpo a los
montes de Guadarrama. Su cuerpo casto y noble, merece bien el salmo del viento
en los pinares, el olor de las hierbas montaraces, la gracia alada de las
mariposas de oro que juegan con el sol entre los tomillos. Allí, bajo las
estrellas, en el corazón de la tierra española, reposarán un día los huesos del
maestro. Su alma vendrá a nosotros en el sol matinal que alumbra los talleres,
las moradas del pensamiento y del trabajo.
LA PRENSA DE PROVINCIAS[1]
La fundación de un periódico debe celebrarse por cuantos sienten
amor a la letra impresa. Bien hacen ustedes, amigos redactores de EL PORVENIR
CASTELLANO, en consagrar sus anhelos a esta publicación. Sí, la aparición de un
periódico en una ciudad, es acontecimiento de mucha más trascendencia que la
visita de un personaje o la fiesta onomástica de un cacique.
Desde hace algunos años, se acostumbra en España a hablar mal de
la Prensa. Yo no me he sumado nunca a los maldicientes. Estoy plenamente
convencido de que, en nuestra Patria, es el periódico el único órgano serio y
eficaz de cultura popular. La Prensa contribuye a crear la vida ciudadana, es
un espejo, acaso el más fiel, de la conciencia colectiva. Sin la Prensa, dada
la constitución de las modernas sociedades, nuestra vida languidecería en un privatismo torpe, inmoral, egoísta. La
ignorancia de cuanto atañe al interés de todos, consecuencia inmediata de la falta
de Prensa, disolvería pronto las ciudades en cábilas. Sólo los personajes más o
menos conscientes, más o menos disfrazados, de un retroceso a la barbarie,
pueden ser enemigos del periódico.
En los pueblos donde más abundan los centros de enseñanza, las
bibliotecas públicas y circulantes, donde los libros se venden por millares; es
decir, en aquellos pueblos donde el periódico, la hoja diaria y volante cumple
una misión secundaria desde el punto de vista educativo, es, no obstante, amado
y respetado el periódico. En nuestra España, donde nadie lee apenas más libros
que los obligados de texto, donde los centros docentes distan mucho de ser
focos de potente irradiación cultural, no faltan malsines de la Prensa
periódica, gentes que reciban toda nueva publicación de esta índole como a
huésped importuno, como a intruso fisgoneador que viene a fiscalizar, a
molestar, a sacar, tal vez, a la luz de la calle los trapos sucios de la casa.
Ni falta quien invoque la alta cultura, la instrucción superior, para desdeñar
la modesta labor del periodista. Es ésta una forma vanidosa que adoptan los
espíritus beocios para disfrazar su odio a la letra de molde. Los hombres
consagrados a los estudios más hondos y a las más graves disciplinas del saber
son, por lo regular, grandes lectores de periódicos, no desdeñan la hoja
volante que recoge la palpitación del día. Pero abundan los fariseos de la
cultura que se jactan de no leer periódicos, dándonos a entender que,
consagrados a la ciencia, no tienen vagar para lecturas superfluas. Desconfiad
de ellos; suelen ser hombres a quienes estorba lo negro. El peor de los
analfabetismos no es, ciertamente, el del siervo de la gleba, encorvado sobre
el terruño de sol a sol para ganar el sustento; hay un analfabetismo con
birrete y borlas de doctor infinitamente más lamentable.
Admiremos la gran Prensa, esos portentosos rotativos que nos
aportan diariamente noticias de todos los rincones del planeta; pero amemos
también y respetemos estos modestos periódicos provincianos que cumplen
humildemente y, a veces, a costa de grandes sacrificios, una misión santa: la
de mantener vivo el amor a la letra impresa y de velar por los intereses
comunes a cuantos vivimos, apartados de las grandes urbes, por estos rincones
de la patria española.
Mi más cordial enhorabuena en este día y, con ella, la expresión
de mi afecto y de mi simpatía.
***
DISCURSO
Con motivo de su
nombramiento, por el Ayuntamiento, de Hijo Adoptivo de Soria, El Porvenir
Castellano, 1 de octubre de 1932
Con su plena luna amoratada sobre la plomiza sierra
de Santana, en una tarde de septiembre de 1907, se alza en mi recuerdo la
pequeña y alta Soria. Soria pura, dice su blasón, y ¡qué bien le va ese adjetivo!.
Toledo es, ciertamente, imperial, un
gran expolio de imperios. Avila, a del perfecto muro torreado es en verdad
mística y guerrera, o acaso mejor como dice el pueblo, ciudad de cantos y de
santos. Burgos conserva todavía la gracia juvenil de Rodrigo y la varonía de su
guante mallado, su ceño hacia León y su sonrisa hacia la aventura de Valencia.
Segovia con sus arcos de piedra, guarda las vértebras de Roma.
Soria, sobre un paisaje mineral,
planetario, telúrico. Soria, la del viento redondo con nieve menuda que siempre
nos da en la cara, junto al Duero adolescente, casi niño, es pura... y nada
más.
Soria es una ciudad para poetas. Porque
la lengua de Castilla, la lengua imperial de todas las españas, parece tener su
propio y más limpio manantial. Gustavo Adolfo Becquer, aquel poeta sin
retórica, aquel puro lírico, debió amarla tanto como a su natal Sevilla; acaso
más, que a su admirable Toledo. Un poeta de las Asturias, de Santillana,
Gerardo Diego, rompió a cantar en romance nuevo a las puertas de Soria:
“Río Duero, río Duero
nadie a acompañarte baja,
nadie se detiene a oír
tu eterna estrofa de agua”.
Y hombres de otras tierras que cruzaron sus páramos
no han podido olvidarla. Soria es, acaso, lo más espiritual de esa espiritual
Castilla, espíritu a su vez, de España entera. Nada hay en ella que asombre o
que brille y truene. Todo es sencillo, modesto, llano. Contra el espíritu
redundante y barroco que sólo aspira a exhibición y a efecto, buen antídoto es
Soria, maestra de castellanía, que siempre nos invita a ser lo que somos y nada
más. ¿No es esto bastante?. Hay un breve aforismo castellano; yo lo oí en Soria
por primera vez, que dice así: “nadie es más que nadie”.
Cuando recuerdo las tierras de Soria olvido algunas
veces a Numancia, pesadilla de Roma y a Mío cid Campeador, que las cruzó en su
destierro y al glorioso juglar de la sublime gesta que bien pudo nacer en
ellas, pero nunca olvido al viejo pastor de cuyos labios oí ese magnífico
proverbio donde a mi juicio se condensa todo el alma de Castilla; su gran
orgullo y su gran humildad, su experiencia de siglos y el sentido imperial de
su pobreza. Esa magnífica frase que yo me complazco en traducir así: “por mucho que valga un hombre nunca tendrá
valor más alto que el valor de ser hombre”. Soria es una escuela admirable
de humanismo, de democracia y de dignidad.
Por estas y otras muchas razones, queridos amigos,
con toda el alma agradezco a ustedes su iniciativa y el altísimo honor que
recibo de esta querida ciudad. Nada me debe Soria, creo yo. Y si algo me
debiera, sería muy poco en proporción a lo que yo le debo: el haber aprendido
en ella a sentir a Castilla que es la manera más directa y mejor de sentir a
España. Para aceptar tan desmedido homenaje sólo me anima esta consideración:
el hijo adoptivo de vuestra ciudad hace muchos años que ha adoptado Soria como
patria ideal. Perdónenme si ahora sólo puedo decirles ¡gracias de todo corazón!
LA VOZ DE SORIA 1922
DE MI CARTERA
Artículos publicados en La Voz de Soria por Antonio Machado.
Nº 20. La Voz de Soria, 8 de agosto de 1922
Nº 21. La Voz de Soria, 11 de agosto de 1922
Nº 27. La Voz de Soria, 1 de septiembre de 1922
Nº 29. La Voz de Soria, 8 de septiembre de 1922
Nº 35. La Voz de Soria, 29 de septiembre de 1922
Nº 50. La Voz de Soria, 21 de noviembre de 1922
[1] El Porvenir Castellano, 1 de julio de 1912.
[2] Para situar el contexto
histórico y político de este artículo, ver Prosas
Dispersas (1893-1936) de Jordi Doménech.
En la página 291 de ese mismo libro, su autor da una explicación del
seudónimo Mireno, que nosotros reproducimos integramente: “Respecto al
seudónimo del artículo, Mireno es uno de los pastores de El vergonzoso en palacio, de Tirso de Molina, autor éste entre los
preferidos por Machado del teatro clásico español. Este artículo fue dado a
conocer por Molinero (1993: 149-62), aunque Carpintero (1989: 89) había dado ya
anteriormente la referencia de su publicación en El Porvenir Castellano.”