Julián Sanz del Río


JULIÁN SANZ DEL RÍO

 Torrearévalo, Soria, 10 de marzo de 1814 Madrid12 de octubre de 1869


Retrato de Julián Sanz del Río (hacia 1860); óleo de Pineda Montón, para la galería de personalidades del Ateneo de Madrid.



"Por allí debí nacer el juglar anónimo que compuso la Gesta de Myo Cid; de aquella tierra fue el padre Laynez, a quien debe la Compañía de Jesús su formidable organización política y eclesiástica; de allí, sor María, la monja de Agreda, que gobernó en España con el IV Felipe; y todo el movimiento filosófico moderno español, al margen de la escolástica, arranca de un pensador ilustre, hijo de la tierra soriana, de don Julián Sanz del Río, a quien deben su verticalidad – según frase del maestro Giner – la mitad, por lo menos, de los españoles que andan hoy en dos pies". Antonio Machado.


Casa natal de Julián Sanz del Río (Torrearévalo, Soria) Foto: CMN

                             Puerta de la casa natal de Julián Sanz del Río (Torrearévalo, Soria) Foto: alpARTgata


La Voz de Soria, nº 146, 23 de octubre de 1923



La Voz de Soria, nº 148, 30 de octubre de 1923





                                                 La Voz de Soria, nº 153, 16 de noviembre de 1923




                   En Homenaje a Julián Sanz del Río, Diario de Soria, 24 de agosto de 2014

                                                                           * * * * *


HELÉNICAS

PROLOGO[1] LIBRO DE MANUEL HILARIO AYUSO[2]

El Porvenir Castellano, 30 de noviembre y 3 de diciembre de 1914

         Conocí a Ayuso hace ya muchos años, cuando terminaba su carrera de Letras y en la clase de sociología que explicaba el maestro Sales y Ferré. Ayuso me habló entonces de su tierra, enclavada en el corazón de la antigua Celtiberia, y del Burgo de Osma, su villa natal, la vieja Uxama de los romanos.
         Cuando, más tarde, obtuve yo cátedra de profesor de lenguas, elegí la plaza de Soria, y allá encontré a Ayuso, el buen camarada a quien durante varios años había yo perdido de vista.
         El estudiante imberbe era ya un hombre con toda la barba, doctor en Letras y en Filosofía, abogado y ardiente propagandista republicano. Ayuso residía en Madrid, pero iba a Soria con frecuencia, de paso para el Burgo, y allí – inevitablemente – celebraba un meeting político.
         Mostraba Ayuso en us fogosas peroratas un gran amor a su tierra y a sus contemporáneos, por el cual era tímidamente correspondido. Se estimaba a Ayuso como joven aventajado que, a fin de cuentas, honraba a la comarca; pero aquel su ardiente idealismo, aquel su ímpetu generoso y batallador, se juzgaba inoportuno, peligroso, insensato. Los más íntimos censurábanle su desinterés. Siendo Ayuso hijo de una de las familias más distinguidas y acomodadas de Soria, juzgábase incomprensible que renunciase al caudal de autoridad, de influencia y de respetabilidad que por herencia le correspondía. Se pensaba que Ayuso había nacido, en suma, para cacique de la comarca, y que, por una extraña locura, se dedicaba a combatir el caciquismo en pro de los humildes. Dentro de la mentalidad provinciana, todo idealismo cae siempre al margen de la cordura. Yo tampoco – lo confieso – podía comprender cómo este hombre culto, fino, artista, se complacía en agitar ante las multitudes la bandera mustia y descolorida del jacobinismo español. Nada, en verdad, más lamentable, desde el punto de vista estético y – hasta como ahora se dice – cultural, que los tópicos de ordenanzas con que los oradores políticos suelen obsequiar a las masas republicanas. Pero en los discursos de Ayuso había un donquijostismo resuelto, un idealismo ferviente y esa impermeabilidad para el ridículo, que es el distintivo de los caracteres enérgicos. Todo hombre razonable – y Ayuso lo era – sabe lo que tantas veces oímos de labios del maestro Sales: que el medio es necesariamente más fuerte que el individuo. Pero hay hombres – y Ayuso es uno de ellos – capaces de escuchar voces más hondas que los dictados de su corazón. Con ellos se va nuestra simpatía, porque sospechamos que estos hombres inquietos, descontentos, sistemáticamente incomprensivos de la realidad superficial, tienen intuición de una realidad más honda, y que ellos son, en todas partes, el elemento propulsor, progresivo, y que sin ellos la vida de los resignados, de los adaptados, se ahogaría en la rutina, en el automatismo y en la inercia. Nuestra simpatía hacia los que el vulgo llama locos, es como nuestro amor hacia los niños: simpatía y amor hacia lo nuevo, porque sólo una nueva conciencia o una nueva forma de conciencia, pueden añadir algo a nuestro universo. Siempre que he visto a un hombre solo, o seguido de menguada hueste, luchar contra el medio en que vive, he sentido el orgullo de pertenecer a la especie humana.
         Ayuso, en Soria, se me agigantaba; y no, ciertamente, porque aquella comarca sea tierra estéril para el espíritu. No. Aquella altiplanicie numantina ha sido fecunda madre de místicos, de poetas, de pensadores. Por allí debí nacer el juglar anónimo que compuso la Gesta de Myo Cid; de aquella tierra fue el padre Laynez, a quien debe la Compañía de Jesús su formidable organización política y eclesiástica; de allí, sor María, la monja de Agreda, que gobernó en España con el IV Felipe; y todo el movimiento filosófico moderno español, al margen de la escolástica, arranca de un pensador ilustre, hijo de la tierra soriana, de don Julián Sanz del Río, a quien deben su verticalidad – según frase del maestro Giner – la mitad, por lo menos, de los españoles que andan hoy en dos pies. Pero, en la época a que me refiero, Soria dormía a la sombra de su vieja colegiata; Soria, la ciudad mística, tan noble y tan bella, parecía encantada entre sus piedras venerables. Había muerto don Antonio Pérez de la Mata, aquel clérigo inquieto y batallador, maestro de Psicología, uno de los vástagos más robustos del krausismo español, cuyos libros son tan estimados en Alemania como ignorados en España. No quedaba ningún inquietador de espíritus, y Soria se echó a dormir. Todos sabemos lo que es una ciudad dormida – tal es el caso de casi todas las urbes españolas -; una ciudad donde se piensa que nuestra vida es algo hecho de una vez para siempre; un coche, más o menos flamante, más o menos destartalado, que arrastran pencos matalones o fogosos corceles, que conduce un diestro auriga o un cochero borracho, que podrá llegar no importa adonde, o estrellarse en la cuneta del camino, y que nada de esto interesa ni debe preocupar a nadie; lo importante e toma asiento en el vehículo y acomodarse en él lo mejor que se pueda. Soria dormida –corta siesta, en verdad -, y Manuel Ayuso, por amor de sus paisanos, se aprestó a despertarla.
Han pasado algunos años, y hoy amanece por aquellas tierras un ansia de conciencia y de porvenir que dará sus frutos. Al tiempo, Manuel Ayuso, en tanto, peregrina y guerrea por tierras de Andalucía.
Y éste es el hombre que hoy os ofrece una colección de sus poesías. El hombre, digo, y no el poeta, porque poeta llamamos hoy a mucho profesional de la rima. Pero al deciros que es un hombre el que os ofrece sus versos, claro digo que estos versos son poesía, porque ellos han de revelar un alma capaz de pensamiento y de pasión.
En un soberbio autorretrato, dice Ayuso de sí:

Aunque soy ateniense por mi fe y por mis bríos,
nací en la Hesperia triste...

         Nació en efecto, Ayuso, en la Hesperia triste, pero buscaréis en vano la tristeza de Ayuso. Ayuso no es triste. ¿Cómo ha de selo quien se siente creador? Pero ¿acaso es triste la tierra de Ayuso? Mejor diríamos que padece tristeza. Del helenismo de Ayuso, de su gran amor a Helena, la belleza inmortal, tampoco dudo.

Y, en fin, tras de un esfuerzo de diez y nueve cursos,
llegué a ser viajante en meetinsg y discursos.

         Bien se que a Ayuso no le basta rendir culto a la belleza y a la sabiduría. Este viajante, en meetings y en discursos, y este doble doctor, piensa, acaso, que la conciencia y la justicia no son un privilegio de casta, y busca a los pobres, a los desheredados, y les revela con palabras de fuego toda la iniquidad que padecen. Por eso viaja Ayuso con sus diecinueve cursos a cuestas. ¿Veis al hombre del libro? He aquí lo que yo quisiera mostraros. Ayuso supera su propio helenismo para ver en cada hombre a un prójimo, objeto de amor, capaz de conciencia, de dignidad, de libertad, en suma.
Manuel Ayuso hace política y poesía. Ambas cosas son perfectamente compatibles. Me atreveré a decir más: ha sido casi siempre la poesía el arte que no puede convertise en actividad única, en profesión. Un hombre consagrado a la veterinaria, a la esgrima o a la crematística, me parece muy bien; un hombre consagrado a la poesía paréceme que no será nunca un poeta. Porque el poeta no sacará nunca la poesía de la poesía misma. Crear es sacar una cosa de otra, convertir una cosa en otra, y la materia sobre la cual se opera, no puede ser la obra misma. Así, una abeja consagrada a la miel – y no a las flores – será más bien un zángano, y un hombre consagrado a la poesía y no a las mil realidades de su vida, será el más grave enemigo de las musas.
         Hemos definido lo bello como algo opuesto a lo útil, y lo útil como algo que se opone a lo desinteresado. De este modo jugamos torpemente con las palabras. Gentes hay capaces de afirmar que una balada de Goethe no sirve para nada, y otras, no menos bárbaras, que niegan toda dignidad a un puchero porque en él se cuecen garbanzos. Desdeñar una porcelana de Sèvres cuando se necesita un cántaro con agua es, tal vez, más disculpable que desdeñar el vaso en que se bebe cuando está saciada la sed. Sin embargo, yo pregunto: ¿sabéis vosotros para qué sirve el vaso en que se bebe? Si me decís que sirve para beber; nada me respondéis, porque yo seguiré preguntando: ¿para qué sirve el beber? Y si me replicáis que el beber sirve para vivir, yo os responderé que vosotros no sabéis para qué sirve el vivir. Ni vosotros ni yo. Pero si no sois absolutamente bárbaros ante el vaso en que se bebe, respetaréis algo del misterio mismo de la vida, y si pensáis que la vida pudiera tener un alto y noble fin, no podréis despreciar el vaso en que se bebe para vivir, y si creéis que la vida es un mal, acaso un crimen, el vaso en que se bebe será para vosotros un objeto trágico. Ahora bien, yo sigo preguntando: ¿cuál es el vaso del poeta? ¿El vaso en que se bebe, el vaso misterioso que llamáis útil y que, en verdad, no sabemos para qué sirve? ¿O el vaso con que se adorna el rincón de una estancia, ese que ya sabemos que no sirve para nada?
Pudiera no satisfacernos el arte ornamental y decorativo por no estar suficientemente emancipado de la utilidad; pudiera también desagradarnos por todo lo contrario, porque el objeto decorativo, conservando una forma utilitaria, nos recuerde la relación vital que a él nos unía y que hemos roto torpemente a cambio de un deleite mezquino. Dios anda en los pucheros – dijo Santa Teresa de Jesús -, pero se refería a los pucheros en que se cuecen garbanzos.
         Y con este rodeo voy, no obstante, a lo que iba. Si un hombre dedicado a pintar flores en una cafetera – o a esculpir quimeras en una copa – nos parece un artista disminuido, el hombre que cultiva el arte por el arte nos parece alto tan fantástico y absurdo, como una mosca que pretendiera cazarse a sí misma. Por lo demás, erigir el arte en fin, no es ennoblecerlo, sino degradarlo. Ni el reino de los fines, ni el reino de Dios, son de este mundo. El arte podrá ser, cuando más, una escalera para llegar a Dios; pero una escalera será siempre un medio para subir; si pretendemos divinizarla, caeremos en idolatría, en fetichismo, en superstición.
         Manuel Ayuso no es profesional. De la política, de la filosofía, de su contacto con el pueblo, de su alma y de su vida, en suma, saca Ayuso la materia que transforma en poesía. De esa vida, rica y fecunda, de esta  noble vida de hombre, no de poeta – porque una vida de poeta no es absolutamente nada -, ha salido, entre otras cosas, el hermoso libro que tendréis la fortuna de leer.
         Claro es que este libro se escribió al margen de la vida política y militante de Manuel Ayuso, y más como una reacción contra ella que con el propósito de expresarla. No importa. Al margen de su vida de soldados, Jorge Manrique escribió sus coplas inmortales, y Garcilaso, sus bellas églogas. Pero si Garcilaso ni don Jorge se dedicaron a la lírica, sino a la guerra. Cuando se cierre el ciclo, próximo a fenecer, de la barbarie erudita, se explicará a Garcilaso y, sobre todo, al inmenso Manrique, por su vida de soldados y no por las influencias literarias que ambos padecieron.
         Insisto, pues, en señalaros al hombre de ese libro, de  este hermoso libro de poesía, lleno de gracia, de elegancia, de cultura, de helenismo y de algo que vale mucho más que todo esto: de pensamiento y de pasión.


 D. FRANCISCO GINER DE LOS RÍOS[1]
                                                                                                A D. Francisco Giner de los Ríos,

El Porvenir Castellano, 4 de marzo de 1915

Antonio Machado

         Los párvulos aguardábamos, jugando en el jardín de la Institución, al maestro querido. Cuando aparecía D. Francisco, corríamos a él con infantil algazara y lo llevábamos en volandas hasta la puerta de la clase. Hoy, al tener noticia de su muerte, he recordado al maestro de hace treinta años. Yo era entonces un niño; él tenía ya la barba el cabello blanco.
         En su clase de párvulos, como en su cátedra universitaria, Don Francisco se sentaba siempre entre sus alumnos y trabajaba con ellos familiar y amorosamente. El respeto lo ponían los niños o los hombres que congregaba el maestro en torno suyo. Su modo de enseñar era el socrático, el diálogo sencillo y persuasivo. Estimulaba el alma de sus discípulos - de los hombres o de los niños – para que la ciencia fuese pensada, vivida por ellos mismos. Muchos profesores piensan haber dicho bastante contra la enseñanza rutinaria y dogmática, recomendando a sus alumnos que no aprendan las palabras, sino los conceptos de textos o de conferencias. Ignoran que hay muy poca diferencia entre aprender palabras y recitar conceptos. Son dos operaciones casi igualmente mecánicas. Lo que importa es aprender a pensar, a utilizar nuestros propios sesos para el uso a que están por naturaleza destinados y a calcar fielmente la línea sinuosa y siempre original de nuestro propio sentir, a ser nosotros mismos, para poner mañana el sello de nuestra alma en nuestra obra.
         Don Francisco Giner no creía que la ciencia es el fruto del árbol paradisíaco, el fruto colgado de una alta rama, maduro y dorado en espera de una mano atrevida y codiciosa; sino una semilla que ha de germinar y florecer y madurar en las almas. Porque pensaba así, hizo casi tantos maestros como discípulos tuvo.
         Desdeñaba D. Francisco Giner todo lo aparatoso, lo decorativo, lo solemne, lo ritual, el inerte y pintado caparazón que acompaña a las cosas del espíritu y que acaba siempre por ahogarlas. Cuando veía aparecer en sus clases del Doctorado – él tenía una pupila de lince para conocer a las gentes – a esos estudiantones hueros, que van a las aulas sin vocación alguna, pero ávidos de obtener a fin de año un papelito con una nota, para canjearlo más tarde por un diploma en papel vitela, sentía una profunda tristeza, una amargura que rara vez disimulaba. Llegaba hasta rogarles que se marchasen, que tomasen el programa H o el texto B, para que, a fin de curso, el señor X los examinase. Sabido es que el maestro de maestros no examinaba nunca.
         Era D. Francisco un hombre incapaz de mentir e incapaz de callar la verdad; pero su espíritu fino, delicado, no podía adoptar la forma tosca y violenta de la franqueza catalana derivada necesariamente hacia la ironía desconcertante y cáustica, con la cual no pretendió nunca herir o denigrar a su prójimo, sino mejorarle. Como todos los grandes andaluces, era don Francisco la viva antítesis del andaluz de pandereta, del andaluz mueble, jactancioso, hiperbolizante y amigo de lo que brilla y de lo que truena. Era sencillo, austero hasta la santidad, amigo de las proporciones justas y de las medidas cabales. Era un místico, pero no contemplativo y extático, sino laborioso y activo. Tenía el alma fundadora de Teresa de Ávila y de Iñigo de Loyola; pero él se adueñaba de los espíritus por la libertad y por el amor. Toda la España viva, joven y fecunda acabó por agruparse en torno al imán invisible de aquel alma tan fuerte y tan pura.
         Y hace unos días se nos marchó, no sabemos a dónde. Yo pienso que se fue hacia la luz. Jamás creeré en su muerte. Solo pasan para siempre los muertos y las sombras, los que no vivían la propia vida. Yo creo que solo mueren definitivamente – perdonadme esta fe un tanto herética – sin salvación posible, los malvados y los farsantes, esos hombres de presa que llamamos caciques, esos repugnantes cucañistas que se dicen políticos, los histriones de todos los escenarios, los fariseos de todos los cultos, y que muchos, cuyas estatuas de bronce enmohece el tiempo han muerto aquí y, probablemente allá, aunque sus nombres se conservan escritos en pedestales marmóreos.
         Bien harán, amigos y discípulos del maestro inmortal, en llevar su cuerpo a los montes de Guadarrama. Su cuerpo casto y noble, merece bien el salmo del viento en los pinares, el olor de las hierbas montaraces, la gracia alada de las mariposas de oro que juegan con el sol entre los tomillos. Allí, bajo las estrellas, en el corazón de la tierra española, reposarán un día los huesos del maestro. Su alma vendrá a nosotros en el sol matinal que alumbra los talleres, las moradas del pensamiento y del trabajo.






[1] El Porvenir Castellano, 4 de Marzo de 1915




















[1] El Porvenir Castellano, 30 de noviembre y 3 de diciembre de 1914
[2] Manuel Hilario Ayuso Iglesias (El Burgo de Osma, 1880 – Madrid, 1944).